José Maria Castillo

La fe en tiempo de crisis


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que aquí estoy señalando como ateísmo de los «creyentes».

      No se trata de una exageración. Lo más chocante, al explicar este espinoso asunto, es que los evangelios sinópticos, cuando hablan de los discípulos y apóstoles en su relación con la fe, siempre ponen en cuestión esta relación. A veces, Jesús califica a los que creían estar más cerca de él como «no creyentes» (apistoi) (Mc 4,40; cf. Mt 17,17). Porque tenían una fe tan insignificante (oligopistía), que venía a ser como un grano de mostaza, es decir, prácticamente nada, lo menos que se podía tener (Mt 17,20). Y hay casos en los que rotundamente se dice que aquellos discípulos sencillamente «no tenían fe» (apisteo) (Lc 24,11) o que eran «lentos para creer» (Lc 24,25). Pero lo más frecuente es que los evangelios califican a los discípulos y apóstoles como hombres de «poca fe» o de una fe tan escasa, que es lo mínimo que podían tener (oligopistoi) (Mt 8,26; 14,31; 16,8; Lc 12,28; cf. V. 22). Advirtiendo además que la oligopistía, aplicada a quienes se creían seguidores de Jesús, no se refiere propiamente al rechazo de la fe, sino a la escasez, falta de firmeza o incluso carencia en esa fe (G. Barth: DENT, vol. II, 519).

      Mención aparte merece el caso de Pedro. Este hombre, el primero siempre en las listas de los apóstoles, fue reprendido por Jesús a causa de su exigua fe (Mt 14,31). Y el mismo Jesús le llegó a decir que había rezado por él para que no le llegara a faltar la fe (Lc 22,32), cosa que desgraciadamente debió ocurrir, ya que el propio Jesús añadió enseguida: «Y tú, cuando te conviertas» (Lc 22,32), es decir, cuando vuelvas de tu descarrío (cf. M. Zerwick), «afianza a tus hermanos», lo que parece indicar claramente que los demás apóstoles también fallaron a la fe (J. M. Castillo, Los pobres y la teología, Bilbao, Desclée, 1998, p. 213).

      A la vista de estos datos, puede parecer excesivo, injusto y hasta una cosa sin sentido hablar de «ateísmo» refiriéndonos a hombres que acompañaban habitualmente a Jesús, como era el caso de sus discípulos. A lo sumo, se podría decir de aquellos hombres que no eran «buenos discípulos». Pero ¿«ateos»?

      En principio, al menos, no hay que llevarse las manos a la cabeza. De sobra sabemos que en la vida se encuentra uno cantidad de personas que pertenecen a grupos religiosos o que están integrados en la Iglesia, pero de tal manera que, si se conoce la intimidad de esas personas, se lleva uno la enorme sorpresa de que las convicciones determinantes de su vida no son los principios constitutivos de la fe. Son gente cuya imagen pública parece que va por los caminos de la fe, pero sin embargo lo decisivo en sus vidas no tiene que ver nada con la fe. Y me temo que esto es más frecuente de lo que imaginamos. ¿Cómo se explica este hecho?

      De «lo original» de la fe a la fe «oficial» de la Iglesia

      En la literatura clásica, la fe, pistis, significaba confianza en los demás (hombres o dioses) (Hesíodo, Op. 372; Sófocles, Oed. Tyr. 1445). Era, pues, una actitud de profundo respeto y credibilidad ante el otro (Sófocles, Oed. Col. 611), es decir, concederle crédito (Demóstenes, 36, 57) y garantía (Esquilo, Frg. 394). Por el contrario, la falta de fe, apistía, era la desconfianza (Teognis, 831) o deslealtad (Sófocles, Oed. Col. 611). En la época helenística, es de destacar la idea estoica de la pistis, que expresa la fidelidad del hombre a su opción moral, que le lleva a la fidelidad hacia los demás (Epicteto, II, 4, 1-3; II, 22). Como se ve, en el origen histórico de la pistis (la fe), lo específico no son ni las ideas, ni las verdades, sino que siempre dice relación al comportamiento humano ante los otros: confianza, fidelidad, credibilidad, lealtad, respeto.

      En el judaísmo tardío (el que tenía más presencia social y religiosa en tiempo de Jesús), el concepto de «hombre de fe» (‘anssê ‘amanah) es, en la literatura rabínica, el que se caracteriza por un determinado comportamiento, que va unido a la fidelidad y es, por eso, el signo distintivo más importante de la justicia (O. Michel: DTNT, vol. II, p. 178).

      Pues bien, si esto es lo que se pensaba de la fe cuando Jesús andaba por el mundo, resulta comprensible que los evangelios sinópticos se refieran a la fe como antes he indicado: se puede afirmar que el hombre que tenía más fe que nadie era un militar romano. Y por la misma razón se puede asegurar que los discípulos no tenían fe. Por lo visto, el centurión se fiaba a ciegas de Jesús, mientras que los discípulos y apóstoles dudaban de él o no estaban seguros de que la forma de vivir de Jesús fuera la adecuada para el Mesías. El ejemplo más claro, a este respecto, es el enfrentamiento que tuvo Pedro con Jesús a renglón seguido de su confesión sobre el mesianismo de Cristo (Mc 8,27-30 par). El enfrentamiento fue tan fuerte que Jesús le dijo a Pedro que era un «Satanás» (Mc 8,31-33 par). Pedro no acababa de creer porque no estaba de acuerdo con la forma de vivir que llevaba Jesús. Y, sin embargo, eso es tener fe: vivir de acuerdo con los valores que asumió y vivió Jesús.

      Así las cosas, ¿qué ocurrió? Más de treinta años antes de redactarse los evangelios, Pablo de Tarso empezó a publicar sus cartas y a difundir sus ideas sobre la fe. Para Pablo, la fe es la fuerza que nos salva. Pero no se trata, como en los evangelios, de la salvación del sufrimiento humano en esta vida («tu fe te ha salvado»), sino de la salvación del pecado y de la condenación en la otra vida. Es la tesis que Pablo resume en Rm 3,21-31, cuya idea central es esta: Dios «justifica» (perdona y salva) al hombre pecador «por la fe, independientemente de la observancia de la ley» (Rm 3,28). Con diversas fórmulas, Pablo repite esta idea con una frecuencia que llama la atención (Rm 1,17; 3,22.25.26.30; 4,16; 5,1, etc.; Ga 2,16.20; 3,7.9-12, etc.; Ef 2,8; 3,12, etc.). Sin duda, era una idea clavada en la teología de Pablo, como idea-eje de su pensamiento religioso. Así, la fe quedó orientada hacia el «más allá», a la «otra vida», a realidades intangibles que nadie puede saber (y menos demostrar) si son o no son verdad, como sí sabemos y demostramos que es verdad el sufrimiento que padece un enfermo o el desprecio que soporta un mendigo.

      El fondo del problema está en que Pablo no conoció al Jesús terreno. Pablo solo conoció al Resucitado, cosa que él repite varias veces (Ga 1,11-16; 1Co 9,1; 15,8; 2Co 4,6). Es más, Pablo afirma que el Cristo «según la carne» no le interesa (2Co 5,16). Pablo no menciona, ni se preocupa, por los conflictos que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos de su pueblo. Pablo, por tanto, no da indicios de que le interesara saber las razones por las que Jesús fue ejecutado en una cruz. Pablo estaba convencido de que quien tomó la decisión de la muerte en cruz de Jesús no fue la autoridad humana de los sacerdotes del templo, sino que fue la autoridad divina del Padre del cielo: Cristo «murió por nosotros según las Escrituras» (1Co 15,1-3). Porque fue Dios quien «no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). O sea, Jesús fue un hombre programado por Dios para sufrir y cuya tarea central no fue la liberación profética ante los poderes de este mundo, sino la obediencia victimaria ante la implacable decisión de un Dios justiciero.

      Ahora bien, un Dios así es duro de tragar. Y el proyecto de ese Dios, más duro aún. Pero el hecho es que la teología cristiana nos presenta así a Dios y lo que Dios quiere. Es una cuestión central en la fe de los cristianos. Eso es lo que los cristianos tenemos que aceptar. De donde resulta que, desde el punto de vista de lo que puede aceptar la mente del común de los mortales, la fe puede ser vista, no como una virtud, sino como un vicio, un fallo del aparato cognitivo (J. Mosterín, Los cristianos, Madrid, Alianza, 2010, p. 68-69). Porque, si la fe consiste en aceptar lo que acabo de explicar, entonces la fe es creer, aceptar como verdadero, lo que no podemos ver ni comprobar, ni demostrar en modo alguno, creer lo absurdo, creer lo increíble, creer que el mejor Padre quiere y espera de nosotros, sus fieles, el dolor, el sufrimiento, el fracaso y la muerte. Con el agravante de que todo eso tiene que ser visto, aceptado y vivido como un bien, como un regalo de la «bondad de Dios». Y –lo que es más complicado– todo eso se nos presenta de forma que el que no lo acepta es «ateo», «hereje», «infiel», «culpable», «pecador», que merece la condena eterna… Porque esto es lo más complicado de la fe de los creyentes: que tienen que someter su mente y las convicciones más decisivas de su vida a una autoridad, la autoridad jerárquica del papa y de los obispos, que están convencidos de tener el derecho y el deber de obligar,