José Maria Castillo

La fe en tiempo de crisis


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parece exagerado afirmar que la fe cristiana no se vio jamás en una situación tan confusa y tan problemática como la que estamos viviendo en nuestro tiempo. El papa y los obispos explican el abandono creciente de la fe y de las prácticas religiosas, que va aumentando en los países más ricos, por el laicismo, el relativismo, el hedonismo y, por supuesto, el anticlericalismo y la persecución religiosa que soporta la Iglesia y el hecho religioso en general. Al echar mano de esta explicación, el papa y los obispos culpan a los ateos y a los hombres sin religión de los males y las crisis que aquejan a la religión. Pero, fuera de muy contadas excepciones, no reconocen su propia responsabilidad en la creciente y preocupante crisis religiosa que estamos viviendo en los países de cultura occidental. Y conste que, cuando hablo de la responsabilidad de los jerarcas eclesiásticos, no me refiero primordialmente a cuestiones de moralidad (escándalos en asuntos de economía, de abusos sexuales…), sino a problemas doctrinales. Y esto, en un sentido muy concreto, a saber: el Magisterio Eclesiástico sigue presentando la fe cristiana como un asunto puramente doctrinal. El comportamiento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe es ejemplar en este asunto. Tener fe es cuestión de obediencia y sumisión. Es, ante todo, sometimiento de la razón a muchas cosas indemostrables e incluso contradictorias, no solo con los postulados de la ciencia, sino incluso con el sentido común. Es, además, obediencia a no pocas cosas que impone la jerarquía eclesiástica, y cosas además que entran en conflicto con derechos fundamentales de todo ser humano, como es el caso de la aplicación, dentro de la Iglesia, de los derechos humanos. Y tener fe es también practicar sumisamente un conjunto de rituales y normas religiosas que provienen de tiempos inmemoriales y que, a duras penas, entienden y explican los estudiosos y eruditos en esas cuestiones que cada día interesan a menos gente.

      Pues bien, desde el momento en que la autoridad eclesiástica entiende, enseña y defiende con rigor la fe tal y como acabo de indicar, sucede lo que estamos viendo a todas horas: la fe cristiana se ha separado de la vida, se ha alejado de la vida y, con demasiada frecuencia, no tiene nada que ver con la vida que lleva la mayoría de la gente, empezando (tantas veces) por la gente «religiosa», y acabando (con frecuencia) en el caso de tantas y tantas personas que no quieren saber nada de la fe de la Iglesia, pero resulta que son ciudadanos ejemplares y buenas personas a carta cabal. Así las cosas, nada tiene de extraño que haya «creyentes» que viven de espaldas al Evangelio de Jesucristo. De la misma manera que hay «ateos», «agnósticos», «anticlericales»… que son gente cabal.

      Por tanto, el conflicto está servido. Al plantear este conflicto, no he pretendido ni atacar a la Iglesia, ni poner en duda el Evangelio, ni desautorizar a san Pablo. Solo he pretendido una cosa: poner en evidencia que la fe cristiana, tal como se nos presenta y se nos enseña, es una «fe hipotecada» por problemas de fondo muy serios. Problemas que la cultura de nuestro tiempo no acepta ni soporta. Lo cual quiere decir que, mientras no levantemos esa hipoteca, seguirá habiendo personas que se ven como ateos, pero que tienen tanta fe como el centurión romano de Cafarnaúm. De la misma manera que seguirá habiendo creyentes, y hasta defensores de la fe, que creen de verdad en su poder, en su imagen pública y en su seguridad económica. Porque esos, y no otros, son los principios determinantes de su vida. A fin de cuentas, nuestras creencias son nuestras convicciones. Y nuestras convicciones se verifican en lo que hacemos o dejamos de hacer.

      2

      El centro de la espiritualidad cristiana

      Un silencio sospechoso

      En este número de Éxodo,[1] inteligentemente dedicado a estudiar la relación que hay –o tendría que haber– entre espiritualidad y política, viene como anillo al dedo empezar tomando conciencia de un hecho que da que pensar. Me refiero al silencio de los obispos españoles en cuanto se refiere al doloroso y alarmante asunto que a todos tanto nos preocupa. El asunto de la crisis económica y sus aterradoras consecuencias.

      Sin duda, ha habido obispos que, alguna u otra vez, han hecho alusiones a este problema tan preocupante, utilizando referencias más o menos genéricas a la doctrina social de la Iglesia; o también mediante exhortaciones, siempre comedidas para no pillarse los dedos. Pero el hecho es que, después de cuatro años arrastrando un sufrimiento que a casi todos nos afecta de manera creciente y alarmante, esta es la hora en que nuestros prelados, que tienen la lengua tan suelta cuando se trata de ponderar las maldades del aborto y la homosexualidad, o cuando el problema está en argumentar los derechos que tiene la Iglesia para seguir disfrutando de determinados privilegios económicos, esos mismos prelados no se han puesto todavía de acuerdo para pronunciarse con claridad y contundencia sobre las muchas privaciones que el sistema económico y político les impone a los sectores más débiles de la sociedad, al tiempo que se nos ocultan las asombrosas canalladas económicas y políticas que están cometiendo quienes tienen la sartén por el mango.

      Es evidente que este silencio episcopal –censurado severamente desde distintos sectores de la Iglesia y de la sociedad– resulta sospechoso. Porque no es fácil encontrarle una explicación satisfactoria. Y es que, una de dos: o los obispos no tienen nada que decir en este asunto capital; o tienen algo que decir, pero les da miedo decirlo. Como es lógico, ambas cosas son muy sospechosas e incluso alarmantes. No ya porque el silencio episcopal, en este caso y en este asunto, indicaría ignorancia o miedo. Sino por algo mucho más grave y problemático, la adulteración de la vida cristiana y hasta la perversión de la forma de vida que, en todo caso, los «sucesores de los apóstoles» tienen la obligación grave de enseñar y transmitir.

      Pues bien, al llegar a este punto, estamos tocado el nervio del problema. Me refiero, lógicamente, al problema que representa el hecho de una sociedad regida por una economía y una política desprovistas de una espiritualidad sólida y bien planteada, que, por eso mismo, sea capaz de ayudar a recomponer el tejido social y orientar la vida de los ciudadanos de acuerdo con los criterios más básicos de la honradez y la justicia.

      Espiritualidad y forma de vivir

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