Katherine Applegate

La primera


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      Para Michael

      La mayor victoria es la conquista de uno mismo.

      PLATÓN

      Superviviente

      1 Último individuo de una especie u, ocasionalmente, de una subespecie en camino a la extinción.

      2 La ceremonia oficial en la que se declara la extinción de una especie se conoce como ceremonia de extinción.

      3 (informal) Alguien que se compromete con una misión que parece imposible.

      Tratado del Léxico Imperial, 3.ª edición

rei pg17

      1

      El miedo se siente, pero bien puedes ser valiente

      c1

      No soy valiente, ni osada. No soy una líder.

      A decir verdad, no destaco en nada.

      A menos que cuente el hecho de que bien podría ser la última de mi especie, una dairne.

      La última superviviente.

      Pero sí conozco la valentía.

      Ser valiente es enfrentarse, sin ayuda, a una horda de serpientes venenosas para salvar a una cachorra de dairne y al pequeño wobbyk que la acompaña.

      Yo era esa cachorra. Y mi salvadora fue Kharussande Donati, mi líder humana y amiga querida.

      Me gustaría ser tan arriesgada como Kharu, igual de certera, de justa. Pero los líderes como ella lo llevan en la sangre. No es algo que se pueda aprender.

      Mi padre, que a su vez era un líder brillante y valiente, tenía todo un inventario de proverbios y dichos sabios. Solía decirnos a mis siete hermanos y a mí: “El miedo se siente, pero bien podéis ser valientes. Eso es lo que hace a un líder, cachorros”.

      Al menos, yo ya he perfeccionado la parte de sentir miedo. Estoy profundamente familiarizada con los diversos síntomas del pánico: la piel que se eriza, la sangre que se hiela, el corazón que late desbocado, las garras a la vista.

      Mis compañeros de viaje, Kharu, Tobble, Renzo y Gambler, me dicen que soy más valiente de lo que creo. Y supongo que en los últimos meses incluso he llegado a sorprenderme.

      Pero mis breves momentos de valentía no son prueba de que esta sea genuina, sino solo una buena actuación. Si me lo preguntan, fingir que no se siente miedo no es lo mismo que no sentirlo en realidad. No importa lo que digan mis amigos.

      Mis amigos... fuertes, leales, fieros. ¡Cuánto los quiero a todos! He perdido la cuenta de las veces que me han levantado el ánimo para seguir adelante en nuestra búsqueda de otros dairnes.

      Sabemos que no hay muchas probabilidades. Hace apenas unos meses, toda mi manada fue borrada del mapa por soldados bajo las órdenes del Murdano, el déspota gobernante de Nedarra, mi patria. Y mi manada no debió ser la primera. En toda Nedarra, hemos ido reduciéndonos poco a poco.

      Fui la única que sobrevivió a esa masacre. Yo, el miembro más insignificante de entre todos los que formaban mi manada. La renacuajo. La menos útil. La que no sabía nada de nada.

      La menos valiente.

      Aunque me aferro a la esperanza, me temo que nunca más veré a otro dairne. Es un miedo que de golpe me aturde con su ferocidad, y que luego se convierte en un dolor constante y punzante, como un hueso roto que no llegó a soldarse adecuadamente. Un miedo al que me he acostumbrado, que viaja conmigo noche y día: mi horrible e inevitable compañero.

      Pero son los otros miedos, los nuevos e inesperados, los que más me atormentan.

      A veces me visitan en medio de la noche, silenciosos y sedientos de sangre.

      Y otras veces, como ayer, revolotean por el cielo, hermosos, gráciles y mortales.

      2

      Gaviodagas

      l1

      Toda la mañana habíamos seguido el rumbo de los helados picos que se elevaban a lo lejos, más allá de la frontera con Nedarra... hacia nuestro incierto futuro, hacia mis magras esperanzas.

      Ya llevábamos caminando tres horas, y había sido difícil. Hacía frío, y unas nubes grises rodeaban las montañas posándose en las cimas. Nuestro aliento nos precedía como un fantasma de nuestra intrincada historia.

      El risco implacable que habíamos estado siguiendo se amplió para dar lugar a un pequeño terreno en forma de triángulo achatado, y decidimos descansar allí. Había cúmulos de nieve esparcidos por la zona, y la vegetación estaba mustia y de color marrón. En dos de los lados del triángulo se levantaban riscos muy altos. El tercer lado estaba abierto al mar.

      Tan pronto como nos detuvimos, una numerosa bandada de aves se precipitó entre las nubes, revoloteando en círculos para luego lanzarse al ataque. Eran cientos, moviéndose en perfecta formación, como soldados bien entrenados.

      —Gaviodagas —dijo Renzo—. Hay que mantenerse alerta con ellas. Tienen picos afilados como dagas. Y roban cualquier cosa que puedan alcanzar con sus garras.

      —Entonces, ¿son tus almas gemelas? —bromeó Kharu. Renzo era un ladrón consumado.

      —Yo tuve que aprender y desarrollar mis habilidades —contestó él. Le dio unas palmaditas a su apestoso perro, Perro, que olfateaba las piedras con gran dedicación—. En el caso de las gaviodagas, es puro instinto.

      —Son muy hermosas —dijo Tobble, el pequeño wobbyk que se había convertido en mi mejor amigo. Tenía rasgos semejantes a los de un zorro en su carita redonda, con una barriga prominente, enormes orejas ovaladas y ojos grandes y oscuros. Sus tres colas, recientemente trenzadas (un ritual de transición muy importante entre los wobbyks) estaban atadas en el extremo con una tira de cuero.

      Nos quedamos observando, fascinados por la manera en que las aves rojas y grises trazaban círculos y giros formando remolinos como los que hace el polvo en un torbellino.

      —Se congregan cerca de zonas de minería y de pueblos pequeños —dijo Renzo—. Cuando arrebatan un saco lleno de joyas, se dirigen al sur y lo dejan caer en un barco pirata. A cambio, los piratas les dan pescado fresco. —Se encogió de hombros—. Como ladrón que soy, confieso que admiro su estilo.

      —¿Y por qué no se ocupan de pescar por sí mismas? —pregunté.

      —Por la misma razón que los piratas no labran los campos ni se dedican al comercio —respondió él—. Es mucho más entretenido robar.

      —Tenía la intención de detenernos aquí para comer algo —dijo Kharu, revisando el terreno—. ¿Te parece que es seguro hacerlo?

      —Bastará —le contestó—, mientras no bajemos la guardia. Y necesitamos descansar.

      —A mí no me importaría echarme un bocado de ave —dijo Gambler, siguiendo la trayectoria de las gaviodagas con sus ojos azul pálido de felivet. Era un elegante depredador felino de color negro, con unas delicadas líneas blancas en la cara y sus mortíferas y nada delicadas zarpas—. O casi cualquier tipo de bocado. Creo que exploraré este prado y veré qué me encuentro por ahí.

      —Tendremos la comida lista cuando regreses, Gambler —dijo Tobble, y mi estómago gimió con ansiedad. (El estómago de los dairnes no gruñe, sino que gime, cosa que, desde mi punto de vista, es mucho más digna.)

      —Gracias —le