abierto también se acentuó. Rodeamos una curva del túnel y vimos un círculo de luz aguamarina al frente. Parecía deslumbrante pero no debía ser más brillante que una luna creciente.
El túnel terminaba un poco más allá, por encima del suelo de una caverna enorme. Contemplamos con perplejidad y asombro una escena que desafiaba la imaginación.
La cueva no era grande. Era vastísima, descomunal.
La capital real de Nedarra, Saguria, hubiera cabido entera en este inmenso espacio. Por encima de nosotros había un techo increíblemente alto, erizado de agujas rocosas. El suelo de la caverna tenía su propia versión de lo mismo: un bosque de dagas que apuntaban hacia arriba. Las proyecciones que surgían del suelo formaban un anillo en las orillas de lo que era una de las características más llamativas de esta cueva: un lago de aguas oscuras tan perfectamente calmas que parecía un espejo negro y límpido.
—Veo fuego —dijo Renzo—. Al otro lado del lago, hacia la derecha. Quizá son varias fogatas.
—Y yo las alcanzo a oler —dije, olfateando el aire.
Bajamos casi a gatas por la empinada cuesta, y comenzamos una marcha extraña y difícil. La única manera de rodear el lago requería pasar a través de grupos de estalagmitas de formas extrañas. Algunas se veían como panales achatados. Otras parecían lanzas de un caballero, estrechas y pulidas. Otras recordaban velas gigantescas que se hubieran consumido y derretido en formas grotescas.
Sin importar la figura que tomaran, todas podían producir un corte o un moretón y eso, en nuestra condición de heridos y maltrechos, era un gran problema.
Cuando finalmente llegamos a una playa angosta de arena negra, nos derrumbamos formando un montículo, unos sobre otros.
—¿Deberíamos buscar leña para hacer una fogata? —preguntó Tobble, examinando una venda ensangrentada en su pata izquierda.
Kharu negó con la cabeza.
—No, hasta que sepamos quién encendió esas fogatas al otro lado del lago.
—¿Alguien necesita vendas limpias? —pregunté.
Habíamos utilizado toda la tela disponible y no nos quedaba nada para cubrir las heridas excepto algunas hojas de lammint, de olor amargo, que yo había recogido antes. Esas hojas tienen propiedades medicinales, pero, como todos teníamos tantas heridas superficiales producidas por las gaviodagas, y tantos raspones y magulladuras de las estalagmitas, de poco servirían. Mi cuerpo era un moretón enorme, acentuado por un montón de cortes dolorosos.
Estrujé unas cuantas hojas de lammint y se las pasé a mis amigos, que se frotaron con ellas las heridas más recientes que se habían hecho en la cueva.
—Lo lamento mucho —dije.
—¿Qué es lo que lamentas? —preguntó Renzo.
Señalé la venda de su brazo.
—Esto —y señalé alrededor con la mano—. Todo esto. No estarías herido si no fuera por mí.
—Byx —dijo él mirándome a los ojos—, ése es un camino y una forma de pensar que no te puedes permitir. Estamos juntos en esto. Todos.
—Renzo tiene razón. Todos estamos comprometidos con esta misión. Si hay dairnes que vivan aún, Byx —dijo Kharu—, vamos a encontrarlos.
Asentí. Pero era difícil evitar el sentimiento de que yo era la responsable de todo esto. Ahí estábamos, en medio de la nada, heridos y agotados, por la única razón de que me había parecido ver a otro dairne. A causa de ese fugaz vistazo que me detuvo el corazón unos momentos, mi nueva manada de amigos estaba dispuesta a arriesgarlo todo.
En los últimos tiempos había tenido que acostumbrarme a las decisiones difíciles. Pero es más fácil tomar ese tipo de decisiones cuando los amigos no están involucrados. Lo peor era que, incluso si encontrábamos más dairnes, no estábamos seguros de poder regresar a salvo a nuestra patria. El Murdano no estaba exactamente feliz con nuestra presencia. Aunque quizá sería más correcto decir que estaría feliz de vernos muertos a todos.
Nos había encargado la misión de encontrar más dairnes, con la expectativa de capturar a unos cuantos y matar al resto.
El Murdano tenía sus razones, aunque fueran malvadas. Como los dairnes pueden distinguir cuando alguien miente, resultan extremadamente útiles para quienes están en el poder. Por otro lado, si llegara a haber demasiados dairnes, se convertirían en una amenaza para alguien como el Murdano, que desea concentrar todo el poder. La verdad puede ser algo peligroso. Sobre todo, cuando uno miente y engaña.
Como solía decir Dalyntor, el anciano de mi manada, es “nuestro costoso don”.
Por supuesto que habíamos decidido no cumplir tal misión. Y ahora, hasta donde sabíamos, nos perseguían los soldados del malvado déspota.
Suspiré, más sonoramente de lo que hubiera querido, y Perro se acercó, con la lengua fuera y batiendo la cola sin parar. Tenía el pelaje manchado de sangre, pero parecía tan contento como siempre.
—Quiere asegurarse de que estás bien —dijo Renzo, quien, por alguna razón, creía que Perro era incapaz de hacer daño.
Logré esbozar una sonrisa tolerante. Tengo sentimientos extraños con respecto a los perros.
Sé que no está bien. Mis padres me enseñaron a tratar a todas las especies con respecto, pero me parece importante dejar claro que yo no soy un perro.
Desafortunadamente, con frecuencia me confunden con un canino. Han sido demasiadas las personas que al pasar me acarician la cabeza y me dicen con voz cariñosa: “Qué buen perrito” (es evidente que los humanos no son los mamíferos más observadores, pues salta a la vista que no soy un perrito, ni bueno, ni nada parecido).
Para empezar, los dairnes tienen sus aeromembranas que les permiten planear por el aire, un poco como los murciélagos. Aunque no sirven para surcar grandes distancias. Pero eso de flotar por encima del mundo, aunque sea durante unos instantes, es una dicha que ningún perro podrá experimentar jamás.
Además, tenemos manos con pulgares oponibles. Son tan hábiles y capaces como las manos humanas. Y muy superiores a las torpes y poco confiables patas perrunas.
Más aún, podemos usar el lenguaje humano a la perfección. Mejor que muchos humanos, de hecho. En cambio, un perro que se quiera comunicar con humanos tiene opciones muy limitadas. Básicamente se reduce a tres: ladrar, mendigar o morder.
Hay otra ventaja de ser dairne: a diferencia de los perros, tenemos una membrana en la barriga llamada “patchel”, que es muy útil para cargar cosas. Hace tiempo, usaba la mía para guardar pequeños tesoros... una piedra brillante, una pelota para jugar con mis compañeros de la manada. Ahora conserva pocas cosas, entre las cuales se cuenta un mapa que tal vez contenga mi destino en sus pálidas líneas.
Y eso no es todo. Los dairnes no sólo estamos mejor diseñados que los perros, también nos comportamos mejor.
No enloquecemos de alegría al ver una ardilla cebra.
No nos retorcemos panza arriba en el suelo para humillarnos pidiendo que se nos rasque la barriga.
No olisqueamos de manera descortés el trasero de los que van pasando.
En una palabra, los perros son groseros. Y a pesar de eso, parece que en cualquier pueblo hay montones, de todas formas y tamaños. Unos son enormes y corpulentos, como loborrocas, y otros no mucho más grandes que ratoncitos bien alimentados.
Tantos perros.
Tan pocos dairnes.
Mi padre, cuyo corazón ojalá brille como el sol, tenía otro dicho preferido: “Un dairne sin otros a su lado no es un dairne”.
Se refería a que, para mi especie, la manada lo es todo. No tener manada implica dejar de ser quien se supone que debemos ser.
Yo solía mofarme de los dichos de mi padre. Mis hermanos también.