Katherine Applegate

La primera


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decir muerta —Gambler negó—. No es de la preferencia de un felivet.

      Tobble, que no come carne, arrugó la nariz y Gambler se alejó, moviéndose a su modo felino, que da la impresión de ser a la vez despreocupado y veloz.

      Mientras yo recogía ramas y palitos, Tobble desembaló nuestros utensilios de cocina. Pronto logramos encender una pequeña fogata, y él canturreó mientras sacaba unas hierbas y una olla.

      Tobble había resultado ser el mejor cocinero entre nosotros. Renzo también era bueno, sobre todo cuando hacía uso de lo poco de teúrgia, magia y encantamientos que había comenzado a aprender al cumplir los quince este año. No era mucho lo que podía hacer todavía, pero conseguía que un estofado frío se calentara, o que una verdura sosa adquiriera sabor. Una noche trató de impresionarnos al abrir bellotas de pino tallin. Las convirtió en pequeñas luciérnagas que se alejaron flotando en la brisa.

      Había sido bonito, sí. Pero no era comestible.

      —Teúrgia —resopló Tobble mientras veíamos las luciérnagas elevarse hacia el cielo como estrellas bebé—. Un buen cocinero no necesita de magia. —Y en ese punto y hora nos preparó un poco de kitlattis, una especie de galleta que su tatara-tatara-tatarabuela le había enseñado a hacer. Era como comer nubes pequeñas, si es que las nubes tuvieran sabor a miel.

      Los wobbyks, como Tobble, no ejecutaban encantamientos teúrgicos. Sólo las seis grandes especies gobernantes lo hacían: humanos, dairnes, felivets, natites, raptidontes y terramantes.

      —Tendremos té caliente en un abrir y cerrar de ojos —anunció Tobble.

      —Gracias, Tobble —dije—. Avisaré a Kharu y a Renzo.

      Fui a reunirme con ellos en el límite del prado, donde estaban mirando al mar.

      —Más gaviodagas —declaró Renzo, señalando.

      Las vimos precipitarse en picado.

      —No parece que vayan a acercarse —dije.

      —Jamás había visto aves que se movieran con semejante precisión —opinó Kharu, retirándose de la vista un mechón de pelo ondulado y oscuro con el que el viento jugueteaba. Tenía los ojos casi negros, rodeados de pestañas abundantes, de mirada inteligente y precavida. Como solía ser su costumbre, llevaba sencillas prendas de campesino, cual si fuera un cazador furtivo, su ocupación anterior, de un color levemente más claro que el tono de su piel apenas morena.

      A veces a Kharu le resultaba más fácil hacerse pasar por chico en sus andanzas. Al parecer, algunos humanos tienen pocas expectativas en cuanto a las capacidades de una hembra. No entiendo bien por qué. En el mundo de los dairnes, machos y hembras son iguales.

      Tal vez debería decir “eran” iguales.

      Pero hay tantas cosas del comportamiento humano que me parecen desconcertantes...

      Colgando a un lado del cinturón, Kharu llevaba una espada herrumbrosa. Daba grima verla, pero quienes habíamos presenciado su entrada en acción entendíamos sus poderes ocultos. Esa espada torcida era la Luz de Nedarra, un arma con una historia muy ilustre.

      —¿Cuánto crees que podamos avanzar antes de que caiga la noche? —le preguntó Kharu a Renzo.

      Kharu era nuestra líder, pero en este tramo del recorrido, Renzo era quien nos guiaba, pues era el único que se había aventurado por esta parte montañosa de Dreylanda, uno de los dos países limítrofes con Nedarra.

      Miró tras de sí, a los picos altísimos.

      —No es fácil saberlo. El terreno se pondrá traicionero y parece que va a nevar.

      —Sigamos nuestro plan inicial, en la medida de lo posible —dijo Kharu, con un gesto decidido.

      El plan, aunque incierto, consistía en dirigirnos al norte para rodear las montañas costeras, con la esperanza de avistar una isla flotante llamada Tarok. Habíamos contemplado la idea de buscarla por mar, pero no teníamos los recursos para pagar ni siquiera por la embarcación más humilde. Y, en todo caso, había pocas a nuestra disposición. En esta helada época del año, hasta los piratas se mantenían a distancia de la rocosa costa de Dreylanda. Las mareas eran peligrosas y los bancos de hielo, impredecibles.

      ¿Por qué una isla flotante, viva, como Tarok, se dirigía al norte en esta época? No lo sabíamos. Lo que sabíamos, y eso me alegraba el corazón en las noches oscuras, era la leyenda de una colonia de dairnes que había vivido alguna vez en aquella isla.

      Todavía recordaba el poema que había tenido que aprender de cachorra:

       Canta, oh poeta, de los antiguos las hazañas

       a través de crueles y traicioneras montañas,

       que las frías aguas del norte navegaron

      y hasta Dairneholme, isla viviente llegaron.

      Había parecido una búsqueda imposible. Y a pesar de eso, tras mucho viajar en medio de tribulaciones y penurias, había logrado vislumbrar, hacía apenas unos días, lo que se me asemejó a otro dairne en la isla, planeando de árbol en árbol.

      Al menos, eso fue lo que tuve la impresión de ver.

      Mi estómago gimió de nuevo.

      —Tobble dice que tendrá listo el té...

      Me interrumpí en medio de la frase, silenciada por el sonido del aleteo.

      Las gaviodagas habían cambiado su trayectoria con una simetría tal que me quedé atónita. Se movían como abejas molestas que se dirigieran hacia un blanco.

      El corazón me dio un salto, y mi nada bienvenido amigo, el miedo, regresó.

      Nosotros éramos el blanco que ahora perseguían las gaviodagas.

      3

      Ataque desde el cielo

      e1

      —¡Vienen hacia aquí! —exclamó Renzo, poniéndose en movimiento.

      —¡Byx! ¡Tobble! Al suelo, de inmediato —gritó Kharu, desenvainando su espada.

      —Coge mejor una antorcha —dijo Renzo. Corrió hacia la pequeña hoguera de Tobble y levantó un tronco encendido—. Detestan el humo.

      Kharu guardó su espada y recogió un palo crepitante.

      Tobble, con sensatez, decidió quedarse tendido en el suelo como le habían indicado, pero yo no estaba dispuesta a permitir que Kharu y Renzo lucharan también por mí, aunque me parecía que yo no iba a ser de gran ayuda.

      Encontré una rama sin quemar y metí un extremo entre las llamas. Recogí puñados de hierba húmeda y los eché al fuego. Una humareda gris y de olor amargo se levantó hacia el cielo.

      Agité mi antorcha que apenas ardía, tosiendo porque el viento cambió, y volví hacia donde Kharu y Renzo estaban.

      Las aves ya no eran un remolino negro, sino cientos de misiles que se lanzaban directamente hacia nosotros.

      Nos llovieron encima como granizo, impactando contra nuestros pechos y cabezas, golpeando con esos crueles picos que les habían ganado su nombre. En cuestión de segundos, yo tenía cortes en ambos brazos y a duras penas había logrado esquivar un tajo que me hubiera abierto el cuello. Oí a Perro ladrar de dolor cuando una gaviodaga consiguió rasgar su carne a través del pelaje.

      El corazón me galopaba en el pecho. Las heridas en mis brazos ardían, y vi que de ellas brotaba sangre perlada.

      —¡No! —grité, alzando la antorcha y agitando los brazos a tientas.

      Las aves no se daban por vencidas. Las más cercanas se alejaron, pero rápidamente volvieron a atacarme desde atrás. Divisé a Kharu, Renzo y Tobble a través de un tornado