Benito Pérez Galdós

La Familia de León Roch


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con sus brazos el cuello de su marido. «¿Qué hora es?—preguntó.

      —Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.

      —Y tú, ¿no duermes?

      —No tengo sueño.

      —Entonces vas á velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?

      —Medito.

      —¿Piensas en aquello que hablamos?

      —En aquello y en tí.

      —Eso, eso: piensa mucho en las verdades que te dije, y así te irás preparando sin saberlo... Me parece que oigo campanas tocando á fuego.»

      Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios, suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos. Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía, y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj de León en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.

      «No es todavía hora de tocar á misa—dijo él.—Duérmete.

      —No tengo sueño, no quiero dormir—replicó María echando atrás su cabeza.—Me parece que he de volver á verte en el fondo del hoyo, mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!

      —¿Te he dicho yo eso alguna vez?—manifestó León con enfado.

      —No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo sé.

      —¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

      —Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.»

      Apartóse León de su mujer vivamente afectado. Dió algunos pasos para salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:

      «María, voy á pronunciar la última palabra, la última... He tenido en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno.»

      Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo hablaba, María no supo decir nada.

      «En dos palabras te expondré mi idea... ¡Proyecto feliz!... no sé cómo no me había ocurrido antes... Es lo siguiente: yo me comprometo á sacrificarte mis estudios y mis tertulias, te sacrifico la noble amistad de los libros y de los amigos. Mi biblioteca se tapiará como la de D. Quijote, y en nuestra casa no se volverá á oir ni siquiera un concepto sospechoso, ni una observación mundana y ligera sobre las cosas más graves del espíritu, ni se hablará de ciencias ni de historia; en una palabra, no se hablará de nada.

      —¡Qué felicidad!—dijo María incorporándose para besar las manos de su marido.—¿Es cierto que me lo prometes y me cumplirás lo que me prometes?

      —Te lo juro por lo más sagrado. Pero no cantes victoria antes de tiempo. Ya comprenderás que no se hacen concesiones de esta clase sino á cambio de otras. Ya te he dicho mi parte; ahora falta la tuya. Yo te sacrifico lo que llamas estúpidamente mi ateísmo, cuando es cosa muy distinta; sacrifícame tú ahora lo que llamas tu piedad, muy problemática por cierto. Para que nos entendamos, has de renunciar á las devociones diarias é interminables, á confesar todas las semanas con un mismo Padre, á poner todo tu espíritu en los accidentes teatrales del culto. Irás á misa los domingos y fiestas, y confesarás una vez al año, sin previa elección de sacerdote.

      —¡Oh! es mucho, es mucho—dijo María, moviendo sobre la almohada su linda cabeza cual si á sí misma se compadeciera por la deplorable mezquindad á que sus piedades quedaban reducidas.

      —¡Mucho, te parece mucho, tonta! Bueno: aumentaré mi parte. Te concedo más: te concedo que si reduces tus visitas á la iglesia, iré á ella contigo.

      —¡Irás conmigo!—exclamó María saltando bruscamente en el lecho como un pez recién sacado del agua.—¿Es verdad lo que dices?... Tú me engañas.

      —Iré, sí; iré... los domingos.

      —¿Nada más que los domingos?

      —Nada más.

      —¿Y confesarás una vez siquiera cada año, como yo?

      —Eso...—murmuró León.

      —¿Vas á decir que no?

      —Eso no... ¡Oh! tú pides demasiado de una vez. Mi sacrificio es inmenso, mientras el tuyo es insignificante. Te desprendes de lo superfluo, quedándote con lo justo y razonable; te arrancas las feas tocas de mojigata para mostrarte con toda la belleza de mujer cristiana. Esto no es sacrificio: el mío sí que es grande, doloroso, pues poniendo á tus pies mis estudios y mis amigos, te pongo delante lo mejor de mi vida para que lo pisotees.

      —Pero no es bastante, no—dijo María con abandono.—¿Qué te importa dejar de leer, si piensas, piensas, y pensarás siempre lo mismo? Me acompañarás á la iglesia por fórmula; entrará tu cuerpo, y tu alma se quedaré en la puerta; y cuando veas alzada la Hostia sagrada en las manos del sacerdote, soltarás dentro de tí una carcajada diabólica, si no es que estás pensando en los insectillos que ves en el microscopio, y que son, según tú, la causa del sentir y el pensar en nuestra divina alma.

      —No me hacen efecto tus burlas... Conozco el origen de esos juicios ridículos. Yo te prometo una asistencia respetuosa y una atención sincera... ¡Ah! me olvidaba de otra particularidad. También has de sacrificarme... bien lo merezco... la residencia en Madrid. Nos iremos á vivir á otra parte. Elige tú.

      —Mucho pides... ¡qué abuso!—exclamó la dama con entonación de un niño mimoso.—¿Y qué me das tú? Una farsa de catolicismo, una máscara de fe puesta sobre tu cara de incrédulo. No, León, no puedo aceptar.

      —No hay salvación para mí,» exclamó León golpeando su cabeza con ambas manos.

      Transcurrido un instante de agitación muda, miró fríamente á su mujer, y con solemne acento le dijo:

      «María, nuestra separación es inevitable. Yo no puedo vivir así. Dentro de unos días todo se arreglará definitivamente. Tú te quedarás en esta casa ó irás á vivir con tus padres, según quieras; yo me marcharé al extranjero para no volver jamás, jamás.»

      Se levantó. La dama piadosa á la moda le tomó las manos, y estrechándolas contra su seno, rompió á llorar.

      «¡Separarnos!—murmuró sollozando.—Tú estás tonto... ¡Ingrato!»

      María Egipciaca sentía por su marido un afecto semejante al que él sentía por ella. Podría existir un abismo, un divorcio absoluto entre sus almas; pero ¡separarse!... ¡dejar de ser marido y mujer!...

      «Mi resolución es irrevocable,—afirmó con entereza León.

      —Acepto, acepto todo lo que quieras.»

      Y más tarde, después de algunas horas de sueño, volvió á oirse el grito de espanto y la explicación de la pesadilla.

      «¡Qué horrible visión! Ahora me he visto á mí misma muerta, y mirándote desde el fondo del hoyo negro y profundo... Estabas abrazando á otra, besando á otra... ¿Pero es ya de día? Ahora sí que suenan campanas.»

      En efecto: oíanse chillonas y discordes las esquilas colgadas en las torres de esa multitud de barracas enyesadas que en Madrid llevan el nombre de iglesias, dando testimonio así de la religiosidad de este pueblo.

      «Llaman á las primeras misas—pensó María.—Me muero de sueño... ¡á dormir!... Dan las ocho y siguen tocando, siguen llamándome... No, no puedo ir; he dado mi palabra... ¡Jesús, las nueve! Perdón,