Benito Pérez Galdós

La Familia de León Roch


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de la candidez y de otra por la curiosidad imprudente de quien no tiene familia.

      —No, tonto—dijo María irónicamente:—mejor será que yo busque reglas y buenas ideas para mi conciencia en la dirección espiritual de tus tertulias ateas... Por cierto que ya causa enfado la ligereza con que algunos de tus amigos hablan aquí de asuntos religiosos. Te he dicho hace tiempo que nuestras reuniones me iban pareciendo una ostentación escandalosa de malos principios, y al fin llegará un día en que me resista resueltamente á presentarme en ellas. No niego que sean muy respetables algunos de los que vienen á casa; pero otros no lo son: conozco las ideas de algunos.

      —¿Quién te las ha dicho?—preguntó León vivamente.

      —No sé... Lo que digo es que me he cansado de ser complaciente, de disimular mi disgusto en presencia de hombres que han escrito ciertas cosas, de otros que las han dicho públicamente, de otros, en fin, que no las han dicho ni las han escrito... pero yo sé que las piensan, yo lo sé.

      —Mucho sabes tú... Veo que ya se ha fulminado la sentencia contra nuestras tertulias. Detrás de esa sentencia vendrán otras.»

      Y por una aberración natural del dolor que suele quebrarse en su curso sombrío, estallando é iluminándose con el brillo engañoso de un júbilo apócrifo, León rompió á reir.

      «Pues sí: tus tertulias son muy cargantes—dijo María algo turbada.—Son muy perjudiciales, porque entre una frase política, otra de música, otra sobre inventos y alguna sobre historia, ello es que nuestro salón es una cátedra de ateísmo.

      —Sería una cátedra de buenas costumbres si se bailara y se murmurara. En mi salón no se hablado nunca de ateísmo ni cosa que lo valga. ¡Reposa en paz, oh conciencia pura, conciencia infantil! ¡Feliz criatura, que piensas cumplir tus deberes con la práctica externa llevada hasta el desenfreno y adorando con fervor supersticioso las palabras, la forma, el objeto, la rutina, mientras tu alma sola, fría, inactiva, sin dolores ni alegrías, sin lucha y sin victoria, se adormece en sí misma en medio de ese murmullo de sermones, de toques de órgano y del roce de vestidos de seda que entran y salen!... ¡Te crees perfecta, y ni aun tienes el mérito de la vacilación contenida, de la duda sofocada, de la tentación vencida, del placer sacrificado! ¡Qué fácil y cómoda santidad la de estos tiempos!... Antes el lanzarse á la devoción significaba renuncia pronta y radical de todos los goces, abdicación completa de la personalidad, odio á las glorias vanas del mundo, desprecio de la riqueza, del lujo, de las comodidades, para quedarse en los puros huesos y espiritualizarse y poder pensar mejor en las cosas del Cielo; significaba el vivir absolutamente la vida del espíritu hasta el delirio, hasta la embriaguez, y el rico envidiaba al pobre, el sano pedía á Dios que le enfermase, y el limpio quería cubrirse de asquerosas llagas. Esto era una aberración si se quiere, mas era grande, sublime, porque la abnegación y la humildad son las virtudes que menos se desvirtúan por la exageración; esto era como un suicidio, el único suicidio disculpable, el delirio, la enfermedad del sacrificio; pero ahora...»

      León dirigió á su mujer una mirada abrumadora de elocuencia y desdén.

      «Pero ahora... las reglas de la beatitud exigen óbolos abundantes, eso sí; exigen asistencia metódica á los templos, ceremonias ostentosas; pero se trata á las personas según su rango: al pobre como pobre, al rico como rico, es decir, permitiéndole que lo sea, siempre que no niegue su ayuda á ciertos intereses. Sí: las devotas de hoy asisten al culto, se mortifican en cómodas sillas-reclinatorios, rezan sobre cojines y limpian con sus colas el polvo de las iglesias. No se les pide más que la mañana; y las noches son libres para bailar, ir al teatro, cubrirse de piedras y de raso, asistir á las tertulias y banquetes de los ricos, aunque sean judíos ó protestantes, ostentarse en los paseos, acicalar y perfeccionar con el arte su belleza para perder á los hombres... ¿pero qué importa? Satanás se ha vuelto tonto... ha transigido, está viejo ya, y no sabe lo que hace.

      —¡Qué groseras burlas!—dijo María algo confusa.—Según tú, yo estoy en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro... Parece que hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del mundo.»

      No estaba enojada: prueba de ello es que con un movimiento cariñoso pasó la mano por la barba de su marido.

      «¿Creerás que me has confundido con tu charla, queridito?... Pues has de saber que si me visto bien y voy al teatro, y alguna vez al baile, es porque tengo permiso para ello, es porque puedo hacerlo sin desmentir mi piedad. Quien sabe más que tú de tales cosas me ha tranquilizado sobre este punto, haciéndome ver que como mujer casada no puedo romper los lazos que me unen á la sociedad...

      —Sí: esa, esa es la consigna, yo lo sé...—dijo León riendo.—Divertíos todo lo que queráis, con tal que...

      —Tus reticencias son blasfemias... Calla, idiota... ¡Si te convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!

      —¿Sandeces?—dijo León sonriendo y tomando entre sus dedos la barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez y gracia.

      —¡Cómo me voy á reir de tí, cuando al fin, con la eficacia de mis oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor...! ¿Te ríes? Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos casos que si te los contara te pasmarían.

      —Pues no me los cuentes,—dijo León moviendo á un lado y otro la cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.

      —Sí: hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que se han convertido... y tú no eres malvado...

      —¿Todavía no he sido declarado malvado...? Descuide usted, señora, que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allá se tiene de mí... todavía.»

      María se abalanzó á él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.

      «Tú vendrás al lado mío—le dijo,—y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas...

      —¿Yo?

      —Sí, tú. Tú vendrás á mí. ¡Qué feliz seré entonces!... ¡Te quiero tanto!...»

      ¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante á la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira el fondo para descubrir un objeto perdido. Separóse de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para soltarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino á la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros; á eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino Artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

      «¡Qué linda!—exclamó Roch, hundido en su sillón como un estúpido,—¡Cada vez más linda!»

      Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo ó contra alguien.

      «¡Necio de mí!—exclamó con su voz más íntima.—Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.»

      XV

       Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi.»

       Índice

      Pasó un rato. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador. León fué corriendo á la alcoba y vió á su mujer incorporada en el lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.

      «León, León—dijo con espanto.—¿Eres tú? ¿dónde estás? ¡Ah! ya te veo... Abrázame... ¡Qué horrible pesadilla!»

      León procuró tranquilizarla, y no tardó la dama en sosegarse con la