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Vinieron los días de la dispersión de las gentes. Hostigado por el calor, Madrid era un hormigueo de impaciencias buscando dinero. El oro subía como cuando hay guerra, y menudeaban en la Bolsa las pequeñas operaciones, lo mismo que si hubiera aumento de negocios. No pocas familias apretaban el dogal atado á su cuello por las dilapidaciones del pasado invierno; y otras, no teniendo ni siquiera dogal, se consolaban encareciendo las ventajas y encantos del verano de Madrid, que supera, con sus paseos y embelesadoras noches, al verano triste y eremítico de los pueblos circunvecinos. Veranear en Pinto ó Getafe es como invernar en el Escudo ó en Pajares.
Los Tellerías eran de esos que por nada se quedan. También ellos se iban, contra todo fuero y razón de la aritmética, y dando al traste con toda ley económica. Pero obligada á estirar hasta lo imposible la primavera, la Marquesa decía que el tiempo era aún tolerable, que en el Norte llovía mucho y hacía frío. No teniendo motivos para prorrogar su viaje, sino antes bien, razones poderosas para acelerarlo, León fijó día en la primera semana de Julio. Pero la víspera de la fecha marcada, un suceso trastornó los planes de todos. Ya sabían los hijos del Marqués que su hermano Luis Gonzaga estaba enfermo. Gustavo y León sabían algo más: sabían que le devoraba un mal muy terrible, perseguidor y verdugo de la juventud contemporánea; mal que se aviene con las naturalezas débiles ó extenuadas por las pasiones y el estudio. Como según los informes de los Padres de Puyóo, la enfermedad de Luis hallábase en grado incipiente, no habían dicho nada á la Marquesa, esperando que ésta sabría la verdad por sí misma al hacer la visita acostumbrada al establecimiento durante la temporada de verano. Pero inopinadamente cayó sobre la casa como un rayo de la ira celeste, un aviso del Rector anunciando que Luis Gonzaga había entrado de súbito en un período alarmante, y que... «deseando el joven ver á su familia, saldría al siguiente día para Madrid en el tren expreso.»
Absortos y afligidos quedaron todos, y más aún cuando al otro día vieron entrar al infeliz joven, que tan claro mostraba en su persona el sello de la traidora dolencia, parecido á un espectro con sotana. Su cara ofrecía, á pesar de estar ya como agostada por el frío beso de la muerte, gran semejanza con el rostro hermoso y vivífico de María. Ya se sabe que eran gemelos y que se parecían todo lo que puede parecerse un hombre á una mujer, sólo que la joven, con su aparente lozanía, aventajó siempre en vigor y en representación física á su hermano, harto afeminado desde la infancia.
Barbilampiño y endeble, se le creería nacido para el sacerdocio y para la contemplación de las cosas espirituales. Sus ojos, que por lo verdes y expresivos eran como espejos en que se reflejaba la propia mirada de María Egipciaca, estaban rodeados ya de un cerco obscuro. Durante su niñez y juventud había vivido siempre abrasado por una fiebre constitucional, con la cual iba tirando como si fuera un estado fisiológico. Ahora, cuando la solución se aproximaba, su fiebre era un rescoldo interior que le consumía. La holgada sotana negra y floja marcaba, al sentarse y al andar, los duros ángulos del esqueleto: su voz parecía el eco de quien está hablando en algún rincón invisible y profundo, donde las corrientes de aire suspenden, entrecortan y apagan el sonido, haciéndolo oscilar como el chorrillo de una gotera.
Sentado en un sillón, á las demostraciones cariñosas de la familia respondía con escasas frases en que la intensidad del afecto compensaba el laconismo, con apretones de manos, con miradas ardientes y amorosas.
Desolada y suspirante, la Marquesa no sabía contener la expresión de su dolor, y sus quejas concluían siempre con proyectos de administrar á su hijo aires puros, aires campesinos, aires de establo, y de llevarle á beber aguas salutíferas. Lo primero que se decidió fué celebrar junta de médicos, convocando á lo más selecto. El enfermo sonreía con expresión de incredulidad, pero sin oponer resistencia á nada, porque el hábito de la obediencia, tan arraigado en él, dábale fuerzas para dejarse zarandear en su agonía.
León no le había visto nunca. Cuando entró á verle, la Marquesa le dijo: «Aquí tienes á tu hermano que no conoces...
—Le conozco,» contestó Luis Gonzaga, dejándose estrechar su mano por la de León.
Y diciéndolo, clavó en él la mirada atenta, penetrante, por tanto tiempo, que la Marquesa, alarmada de aquel largo discurso de asombro mudo, dijo así:
«Ya sabes que es muy bueno.
—Ya, ya sé—repuso Luis mirando á su hermano.—¿Y os marcháis de Madrid?
—¿Cómo quieres que nos vayamos dejándote así?—replicó María, derramando abundantes lágrimas.
—Pero tu esposo no querrá detenerse.
—Nos quedaremos—afirmó León, sentándose en el grupo que rodeaba al joven.—Ni María quiere separarse de su hermano, á quien no ha visto en tanto tiempo, ni yo quiero que se separe.
—Ni tampoco quieres tú separarte de ella—añadió la Marquesa.—Eres un modelo de maridos complacientes y bondadosos... Quizás nos vayamos todos juntos.
—Luis mejorará—dijo León,—y entonces emprenderemos nuestro viaje.»
No sabemos si fué aquel mismo día ó el siguiente cuando León, hallándose á solas con su suegra, presenció uno de los más fuertes accesos de tristeza que en ella había visto, y que se determinaban en suspiros, en lamentos de su desgraciada suerte y en protestas de poner las cosas en un pie conveniente de orden y economía. La excelente señora derramaba copiosas lágrimas, y estrechaba la mano de su yerno prodigándole los nombres más dulces de que se vale el cariño materno.
Atravesaba, según ella, la familia una de las más graves crisis que podrían perturbar á familia alguna. El mal de Luis Gonzaga exigía dispendios inmediatos. La ilustre dama no tenía carácter para tratar á la junta de médicos como trataba á sus acreedores de escalera abajo el Marqués, cuyos despilfarros habían llegado á un extremo escandaloso. Se sentía fatigada, consumida de aquel género de vida aparatosa y de relumbrón en que la sostenía, mal de su grado, el orgullo de su marido y de sus hijos. Se consumía en el tedio de los saraos, y devoraba en silencio las ansias del hambre disimulada y de aquel malestar continuo que hacía de su casa un infierno. ¡Oh! su educación, su clase, sus principios, sus nobles sentimientos pugnaban con la farsa; mas era débil, amaba entrañablemente, aunque sin premio, á los mismos autores de aquel malestar, y no podía desprenderse de los hábitos que se le habían impuesto. Pero estaba decidida á ser enérgica, implacable; á cortar para siempre las malas costumbres introducidas en su casa; á enfrenar al Marqués; á hablar claro, muy claro, á sus hijos; á establecer un orden riguroso, excesivamente, ferozmente riguroso; á vivir de sus recursos propios y naturales renunciando al brillo engañoso y á la competencia ridícula con fortunas saneadas y enteras. Lloraba en silencio y pedía á Dios que apartase de la casa de su hija las calamidades que pesaban sobre el hogar paterno, favor que Dios parecía resuelto á conceder desde que adjudicó á la bienaventurada joven un marido ejemplar, un marido juicioso, un marido modelo, un marido de elección, un marido canonizable, dicho sea con perdón de la Iglesia.
Y no sabemos tampoco si fué aquel día ó el siguiente cuando el Marqués se encerró con León en su despacho, y con acento patético y desembarazado desarrolló ante los ojos de éste el panorama desconsolador de su propia situación, dando en él toques de grandísimo efecto, agrupando sabiamente las sombras, y dibujando con energía la figura más convincente, que era la enfermedad del mejor, del más querido de sus hijos. Este infortunio acercaba la mecha á la casa de Tellería, toda desvencijada y llena de puntales, atestada de oropeles, de colorines, de bambolla inútil... Veíase el insigne cuanto desventurado señor enfrente de un problema terrible, y su decoro de hombre público y su dignidad de padre de familia estaban como reos de muerte á quienes ya se ha subido en el fatal tablado. Lo peor es que no tenía él la culpa, sino la Marquesa, autora indirecta de las filtraciones
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