Benito Pérez Galdós

Miau


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Cadalsito tan fatigado que, para recobrar las fuerzas, se sentó en el escalón de una de las tres puertas con rejas que tiene en dicha calle el convento de Don Juan de Alarcón. Y lo mismo fué sentarse sobre la fría piedra, que sentirse acometido de un profundo sueño... Más bien era aquello como un desvanecimiento, no desconocido para el chiquillo, y que no se verificaba sin que él tuviera conciencia de los extraños síntomas precursores. «¡Contro!—pensó muy asustado,—me va á dar aquello... me va á dar, me da...» En efecto, á Cadalsito le daba de tiempo en tiempo una desazón singularísima, que empezaba con pesadez de cabeza, sopor, frío en el espinazo, y concluía con la pérdida de toda sensación y conocimiento. Aquella noche, en el breve tiempo transcurrido desde que se sintió desfallecer hasta que se le nublaron los sentidos, se acordó de un pobre que solía pedir limosna en aquel mismo escalón en que él estaba. Era un ciego muy viejo, con la barba cana, larga y amarillenta, envuelto en parda capa de luengos pliegues, remendada y sucia, la cabeza blanca, descubierta, y el sombrero en la mano, pidiendo sólo con la actitud y sin mover los labios. Á Luis le infundía respeto la venerable figura del mendigo, y solía echarle en el sombrero algún céntimo, cuando lo tenía de sobra, lo que sucedía muy contadas veces.

      Pues como iba diciendo, cayó el pequeño en su letargo, inclinando la cabeza sobre el pecho, y entonces vió que no estaba solo. Á su lado se sentaba una persona mayor. ¿Era el ciego? Por un instante creyó Luis que sí, porque tenía barba espesa y blanca, y cubría su cuerpo con una capa ó manto... Aquí empezó Cadalso á observar las diferencias y semejanzas entre el pobre y la persona mayor, pues ésta veía y miraba y sus ojos eran como estrellas, al paso que la nariz, la boca y frente eran idénticas á las del mendigo, la barba del mismo tamaño, aunque más blanca, muchísimo más blanca. Pues la capa era igual y también diferente; se parecía en los anchos pliegues, en la manera de estar el sujeto envuelto en ella; discrepaba en el color, que Cadalsito no podía definir. ¿Era blanco, azul ó qué demonches de color era aquél? Tenía sombras muy suaves, por entre las cuales se deslizaban reflejos luminosos como los que se filtran por los huecos de las nubes. Luis pensó que nunca había visto tela tan bonita como aquélla. De entre los pliegues sacó el sujeto una mano blanca, preciosísima. Tampoco había visto nunca Luis mano semejante, fuerte y membruda como la de los hombres, blanca y fina como la de las señoras... El sujeto aquél, mirándole con paternal benevolencia, le dijo:—¿No me conoces? ¿No sabes quién soy?

      Luisito le miró mucho. Su cortedad de genio le impedía responder. Entonces el señor misterioso, sonriendo como los obispos cuando bendicen, le dijo:—Yo soy Dios. ¿No me habías conocido?

      Cadalsito sintió entonces, además de la cortedad, miedo, y apenas podía respirar. Quiso envalentonarse mostrándose incrédulo, y con gran esfuerzo de voz pudo decir:—¿Usted Dios, usted?... Ya quisiera...

      Y la aparición, pues tal nombre se le debe dar, indulgente con la incredulidad del buen Cadalso, acentuó más la sonrisa cariñosa, insistiendo en lo dicho:—Sí, soy Dios. Parece que estás asustado. No me tengas miedo. Si yo te quiero, te quiero mucho...

      Luis empezó á perder el miedo. Se sentía conmovido y con ganas de llorar.

      —Ya sé de dónde vienes—prosiguió la aparición.—El señor de Cucúrbitas no os ha dado nada esta noche. Hijo, no siempre se puede. Lo que él dice, ¡hay tantas necesidades que remediar!...

      Cadalsito dió un gran suspiro para activar su respiración, y contemplaba al hermoso anciano, el cual, sentado, apoyando el codo en la rodilla y la barba resplandeciente en la mano, ladeaba la cabeza para mirar al chiquitín, dando, al parecer, mucha importancia á la conversación que con él sostenía:—Es preciso que tú y los tuyos tengáis paciencia, amigo Cadalsito, mucha paciencia.

      Luis suspiró con más fuerza, y sintiendo su alma libre de miedo y al propio tiempo llena de iniciativas, se arrancó á decir esto:—¿Y cuándo colocan á mi abuelo?

      La excelsa persona que con Luisito hablaba dejó un momento de mirar á éste, y fijando sus ojos en el suelo, parecía meditar. Después volvió á encararse con el pequeño, y suspirando, ¡también él suspiraba!, pronunció estas graves palabras:—Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los Ministros se vuelven locos y no saben á quién contentar. Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo viven los pobres. Paciencia, hijo, paciencia, que ya os caerá la credencial cuando salte una ocasión favorable... Por mi parte, haré también algo por tu abuelo... ¡Qué triste se va á poner esta noche cuando reciba esa carta! Cuidado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero es preciso que estudies algo más. Hoy no te supiste la lección de Gramática. Dijiste tantos disparates, que la clase toda se reía, y con muchísima razón. ¿Qué vena te dió de decir que el participio expresa la idea del verbo en abstracto? Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas, y cuando estudias estás pensando en las musarañas...

      Cadalsito se puso muy colorado, y metiendo sus dos manos entre las rodillas, se las apretó.

      —No basta que seas formal en clase; es menester que estudies, que te fijes en lo que lees y lo retengas bien. Si no, andamos mal; me enfado contigo, y no vengas luego diciéndome que por qué no colocan á tu abuelo... Y así como te digo esto, te digo también que tienes razón en quejarte de Posturitas. Es un ordinario, un mal criado, y ya le restregaré yo una guindilla en la lengua cuando vuelva á decirte Miau. Por supuesto que esto de los motes debe llevarse con paciencia; y cuando te digan Miau, tú te callas y aguantas. Cosas peores te pudieran decir.

      Cadalsito estaba muy agradecido, y aunque sabía que Dios está en todas partes, se admiraba de que estuviese tan bien enterado de lo que en la escuela ocurría. Después se lanzó á decir:

      —¡Contro, si yo le cojo!...

      —Mira, amigo Cadalso—le dijo su interlocutor con paternal severidad,—no te las eches de matón, que tú no sirves para pelearte con tus compañeros. Son ellos muy brutos. ¿Sabes lo que haces? Cuando te digan Miau, se lo cuentas al maestro, y verás como éste pone á Posturitas en cruz media hora.

      —Vaya que si lo pone... y aunque sea una hora.

      —Ese nombre de Miau de lo encajaron á tu abuela y tías en el paraíso del Real, es á saber, porque parecen propiamente tres gatitos. Es que son ellas muy relamidas. El mote tiene gracia.

      Sintió Luis herida su dignidad; pero no dijo nada.

      —Ya sé que esta noche van también al Real—añadió la aparición.—Hace un rato les ha llevado ese Ponce los billetes. ¿Por qué no les dices tú que te lleven? Te gustaría mucho la ópera. ¡Si vieras qué bonita es!

      —No me quieren llevar... ¡bah!... (desconsoladísimo). Dígaselo usted.

      Aun cuando á Dios se le dice en los rezos, á Luis le parecía irreverente, cara á cara, tratamiento tan familiar.

      —¿Yo? No quiero meterme en eso. Además, esta noche han de estar todos de muy mal temple. ¡Pobre abuelito tuyo! Cuando abra la carta... ¿La has perdido?

      —No, señor, la tengo aquí—dijo Cadalso, sacándola.—¿La quiere usted leer?

      —No, tontín. Si ya sé lo que dice... Tu abuelo pasará un mal rato; pero que se conforme. Están los tiempos muy malos, muy malos...

      La excelsa imagen repitió dos ó tres veces el muy malos, moviendo la cabeza con expresión de tristeza; y desvaneciéndose en un instante, desapareció. Luis se restregaba los ojos, se reconocía despierto y reconocía la calle. Enfrente vió la tienda de cestas en cuya muestra había dos cabezas de toro, con jeta y cuernos de mimbre; juguete predilecto de los chicos de Madrid. Reconoció también la tienda de vinos, el escaparate con botellas; vió en los transeúntes personas naturales, y á Canelo, que á su lado seguía, le tuvo por verídico perro. Volvió á mirar á su lado buscando un rastro de la maravillosa visión, pero no había nada. «Es que me dió aquéllo—pensó Cadalsito, no sabiendo definir lo que le daba;—pero me ha dado de otra manera». Cuando se levantó