Benito Pérez Galdós

Miau


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Señorón aquél!... ¡Si sería el Padre Eterno en vida natural!... ¡Si sería el anciano ciego que le quería dar un bromazo!...

      Pensando de este modo, dirigióse Luis á su casa con toda la prisa que la flojedad de sus piernas le permitía. La cabeza se le iba, y el frío del espinazo no se le quitaba andando. Canelo parecía muy preocupado... ¡Si habría visto también algo!... ¡Lástima que no pudiese hablar para que atestiguara la verdad de la visión maravillosa! Porque Luis recordaba que, durante el coloquio, Dios acarició dos ó tres veces la cabeza de Canelo, y que éste le miraba sacando mucho la lengua... Luego Canelo podría dar fe...

      Llegó por fin á su casa, y como le sintieran subir, Abelarda le abrió la puerta antes de que llamara. Su abuelo salió ansioso á recibirle, y el niño, sin decir una palabra, puso en sus manos la carta. Don Ramón fué hacia el despacho, palpándola antes de abrirla, y en el mismo instante doña Para llamó á Luis para que fuera á comer, pues la familia estaba ya concluyendo. No le habían esperado porque tardaba mucho, y las señoras tenían que irse al teatro de prisa y corriendo, para coger un buen puesto en el paraíso antes de que se agolpara la gente. En dos platos tapados, uno sobre otro, le habían guardado al nieto su sopa y cocido, que estaban ya fríos cuando llegó á catarlos; mas como su hambre era tanta, no reparó en la temperatura.

      Estaba doña Pura atando al pescuezo de su nieto la servilleta de tres semanas, cuando entró Villaamil á comer el postre. Su cara tomaba expresión de ferocidad sanguinaria en las ocasiones aflictivas, y aquel bendito, incapaz de matar una mosca, cuando le amargaba una pesadumbre parecía tener entre los dientes carne humana cruda, sazonada con acíbar en vez de sal. Sólo con mirarle comprendió doña Pura que la carta había venido in albis. El infeliz hombre empezó á quitar maquinalmente las cáscaras á dos nueces resecas que en el plato tenía. Su cuñada y su hija le miraban también, leyendo en su cara de tigre caduco y veterano la pena que interiormente le devoraba. Por poner una nota alegre en cuadro tan triste, Abelarda soltó esta frase:—Ha dicho Ponce que la ovación de esta noche será para la Pellegrini.

      —Me parece una injusticia—afirmó doña Pura con sus cinco sentidos—que se quiera humillar á la Scolpi Rolla, que canta su parte de Amneris muy á conciencia. Verdad que sus éxitos los debe más al buen palmito y á que enseña las piernas. Pero la Pellegrini con tantos humos no es ninguna cosa del otro jueves.

      —Calla, mujer—indicó Milagros doctoralmente.—Mira que la otra noche dijo el fuggi fuggi, tu sei perdutto como no lo hemos oído desde los tiempos de Rossina Penco. No tiene más sino que bracea demasiado, y, francamente, la ópera es para cantar bien, no para hacer gestos.

      —Pero no nos descuidemos—dijo Pura.—En noches así, el que se descuida se queda en la escalera.

      —¡Quiá!... ¿Pero no creéis que Guillén ó los chicos de Medicina nos guardarán los asientos?

      —No hay que fiar... Vámonos, no nos pase lo de la otra noche, ¡Dios mío!, que si no es por aquellos muchachos tan finos, los de Farmacia, ¿sabes?, nos quedamos en la puerta como unas pasmarotas.

      Villaamil, que nada de esto oía, se comió un higo pasado, creo que tragándolo entero, y fué hacia su despacho con paso decidido, como quien va á hacer una atrocidad. Su mujer le siguió, y cariñosa le dijo:—¿Qué hay? ¿Es que esa nulidad no te ha mandado nada?

      —Cero—replicó Villaamil con voz que parecía salir del centro de la tierra.—Lo que yo te decía, se ha cansado. No se puede abusar un día y otro día... Me ha hecho tantos favores, tantos, que pedir más es temeridad. ¡Cuánto siento haberle escrito hoy!

      —¡Bandido!—exclamó iracunda la señora, que solía dar esta denominación y otras peores á los amigos que se ladeaban para evitar el sablazo.

      —Bandido no—declaró Villaamil, que ni en los momentos de mayor tribulación se permitía ultrajar al contribuyente.—Es que no siempre se está en disposición de socorrer al prójimo. Bandido, no. Lo que es ideas no las tiene ni las ha tenido nunca; pero eso no quita que sea uno de los hombres más honrados que hay en la Administración.

      —Pues no será tanto (con enfado impertinente), cuando le luce el pelo como le luce. Acuérdate de cuando fué compañero tuyo en la Contaduría Central. Era el más bruto de la oficina. Ya se sabía; descubierta una barbaridad, todos decían: «Cucúrbitas». Después, ni un día cesante, y siempre para arriba. ¿Qué quiere decir esto? Que será muy bruto, pero que entiende mejor que tú la aguja de marear. ¿Y crees que no se hace pagar á tocateja el despacho de los expedientes?

      —Cállate, mujer.

      —¡Inocente!... Ahí tienes por lo que estás como estás, olvidado y en la miseria; por no tener ni pizca de trastienda y ser tan devoto de San Escrúpulo bendito. Créeme, eso ya no es honradez, es sosería y necedad. Mírate en el espejo de Cucúrbitas; él será todo lo melón que se quiera, pero verás cómo llega á Director, quizás á Ministro. Tú no serás nunca nada, y si te colocan, te darán un pedazo de pan, y siempre estaremos lo mismo (acalorándose). Todo por tus gazmoñerías, porque no te haces valer, porque fray modesto ya sabes que no llegó nunca á ser guardián. Yo que tú, me iría á un periódico y empezaría á vomitar todas las picardías que sé de la Administración, los enjuagues que han hecho muchos que hoy están en candelero. Eso, cantar claro, y caiga el que caiga... desenmascarar á tanto pillo... Ahí duele. ¡Ah! entonces verías cómo les faltaba tiempo para colocarte; verías cómo el Director mismo entraba aquí, sombrero en mano, á suplicarte que aceptaras la credencial.

      —Mamá, que es tarde—dijo Abelarda desde la puerta, poniéndose la toquilla.

      —Ya voy. Con tantos remilgos, con tantos miramientos como tú tienes, con eso de llamarles á todos dignísimos, y ser tan delicado y tan de ley que estás siempre montado al aire como los brillantes, lo que consigues es que te tengan por un cualquiera. Pues sí (alzando el grito), tú debías ser ya Director, como esa es luz, y no lo eres por mandria, por apocado, porque no sirves para nada, vamos, y no sabes vivir. No; si con lamentos y con suspiros no te van á dar lo que pretendes. Las credenciales, señor mío, son para los que se las ganan enseñando los colmillos. Eres inofensivo, no muerdes, ni siquiera ladras, y todos se ríen de ti. Dicen: «¡Ah, Villaamil, qué honradísimo es! ¡Oh! el empleado probo...» Yo, cuando me enseñan un probo, le miro á ver si tiene los codos de fuera. En fin, que te caes de honrado. Decir honrado, á veces es como decir ñoño. Y no es eso, no es eso. Se puede tener toda la integridad que Dios manda, y ser un hombre que mire por sí y por su familia...

      —Déjame en paz—murmuró Villaamil desalentado, sentándose en una silla y derrengándola.

      —Mamá—repetía la señorita, impaciente.

      —Ya voy, ya voy.

      —Yo no puedo ser sino como Dios me ha hecho—declaró el infeliz cesante.—Pero ahora no se trata de que yo sea así ó asado; trátase del pan de cada día, del pan de mañana. Estamos como queremos, sí... Tenemos cerrado el horizonte por todas partes. Mañana...

      —Dios no nos abandonará—dijo Pura intentando robustecer su ánimo con esfuerzos de esperanza, que parecían pataleos de náufrago.—Estoy tan acostumbrada á la escasez, que la abundancia me sorprendería y hasta me asustaría... Mañana...

      No acabó la frase ni aun con el pensamiento. Su hija y su hermana le daban tanta prisa, que se arregló apresuradamente. Al envolverse en la cabeza la toquilla azul, dió esta orden á su marido: «Acuesta al niño. Si no quiere estudiar, que no estudie. Bastante tiene que hacer el pobrecito, porque mañana supongo que saldrá á repartirte dos arrobas de cartas».

      El buen Villaamil sintió un gran alivio en su alma cuando las vió salir. Mejor que su familia le acompañaba su propia pena, y se entretenía y consolaba con ella mejor que con las palabras de su mujer, porque su pena, si le oprimía el corazón, no le arañaba la cara, y doña Pura, al cuestionar con él, era toda pico y uñas toda.

      IV