Benito Pérez Galdós

Miau


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de letra en letra. Los ojos se le humedecieron. ¿Iría él en aquella combinación? Cabalmente, los amigos que le recomendaban al Ministro en aquella campaña fatigosa, proponíanle para la próxima hornada. «¡Dios mío, si iré en esa bendita combinación! ¿Y cuándo será? Me dijo Pantoja que sería cosa de tres ó cuatro días».

      Y como la esperanza reanimaba todo su ser dándole un inquieto hormigueo, lanzóse al dédalo obscuro de los pasillos. «La combinación... la plantilla nueva... dar entrada á los funcionarios inteligentes, y además de inteligentes, digo yo, identificados con... ¡Dios mío! inspírales, mete todas tus luces dentro de esas molleras... que vean claro... que se fijen en mí; que se enteren de mis antecedentes. Si se enteran de ellos, no hay cuestión; me nombran... ¿Me nombrarán? No sé qué voz secreta me dice que sí. Tengo esperanza. No, no quiero consentirme ni entusiasmarme. Vale más que seamos pesimistas, muy pesimistas, para que luego resulte lo contrario de lo que se teme. Observo yo que cuando uno espera confiado, ¡pum! viene el batacazo. Ello es que siempre nos equivocamos. Lo mejor es no esperar nada, verlo todo negro, negro como boca de lobo, y entonces, de repente, ¡pum!... la luz... Sí, Ramón, figúrate que no te dan nada, que no hay para ti esperanza, á ver si creyéndolo así, viene la contraria... Porque yo he observado que siempre sale la contraria... Y en tanto, mañana moveré todas mis teclas, y escribiré á unos amigos y veré á otros, y el Ministro... ante tantas recomendaciones... ¡Dios mío! ¡qué idea! ¿no sería bueno que yo mismo escribiese al Ministro?...»

      Al decir esto, volvió maquinalmente á donde Cadalsito dormía, y, contemplándole, pensó en las caminatas que tenía que dar al día siguiente para repartir la correspondencia. Cómo se encadenó esto con las imágenes que en el cerebro del niño determinaba el sueño, no puede saberse; pero ello es que mientras su abuelo le miraba, Luis, ya profundamente dormido, estaba viendo al mismo sujeto de barba blanca; y lo más particular es que le veía sentado delante de un pupitre en el cual había tantas, tantísimas cartas, que no bajaban, según Cadalsito, de un par de cuatrillones. El Señor escribía con una letra que á Luis le parecía la más perfecta cursiva que se pudiera imaginar. Ni don Celedonio, el maestro de su escuela, la haría mejor. Concluída cada carta, la metía el Padre Eterno en un sobre más blanco que la nieve, lo acercaba á su boca, sacaba de ésta un buen pedazo de lengua fina y rosada, para humedecer con rápido pase la goma; cerraba, y volviendo á coger la pluma, que era, ¡cosa más rara!, la de Mendizábal, y mojada, por más señas, en el mismo tintero, se disponía á escribir la dirección. Mirando por encima del hombro, Luisito creyó ver que aquella mano inmortal trazaba sobre el papel lo siguiente:

      B. L. M.

       Al Excmo. Sr. Ministro de Hacienda, cualisquiera que sea, seguro servidor, Dios.

      V

       Índice

      Aquella noche no durmió Villaamil ni un cuarto de hora seguido. Se aletargaba un instante; pero la idea de la combinación próxima, el criterio pesimista que se había impuesto, poniéndose en lo peor y esperando lo malo para que viniese lo bueno, le sembraban de espinas el lecho, desvelándole apenas cerraba los ojos. Cuando su mujer volvió del teatro, Villaamil habló con ella algunas palabras extraordinariamente desconsoladoras. Ello fué algo referente á la dificultad de allegar provisiones para el día siguiente, pues no había en la casa ninguna especie de moneda ni tampoco materia hipotecable; el crédito estaba agotado, y apuradas también la generosidad y paciencia de los amigos.

      Aunque afectaba serenidad y esperanza, doña Pura estaba muy intranquila, y también pasó la noche en claro, haciendo cálculos para el día siguiente, que tan pavoroso y adusto se anunciaba. Ya no se atrevía á mandar traer géneros á crédito de ningún establecimiento, porque todo era malas caras, grosería, desconsideración, y no pasaba día sin que un tendero exigente y descortés armase un cisco en la misma puerta del cuarto segundo. ¡Empeñar! La mente de la señora hizo rápida síntesis de todas las prendas útiles que estaban condenadas al ostracismo: alhajas, capas, mantas, abrigos. Se había llegado al máximum de emisión, digámoslo así, en esta materia, y no había forma humana de desabrigarse más de lo que ya lo estaba toda la familia. Una pignoración en grande escala se había verificado el mes anterior (Enero del 78) el mismo día del casamiento de D. Alfonso con la reina Mercedes. Y sin embargo, las tres Miaus no perdieron ninguna de las fiestas públicas que con aquel motivo se celebraron en Madrid. Iluminaciones, retretas, el paso de la comitiva hacia Atocha; todo lo vieron perfectamente, y de todo gozaron en los sitios mejores, abriéndose paso á codazo limpio entre las multitudes.

      ¡La sala, hipotecar algo de la sala! Esta idea causaba siempre terror y escalofríos á doña Pura, porque la sala era la parte del menaje que á su corazón interesaba más, la verdadera expresión simbólica del hogar doméstico. Poseía muebles bonitos, aunque algo anticuados, testigos del pasado esplendor de la familia Villaamil; dos entredoses negros con filetes de oro y lacas, y cubiertas de mármol; sillería de damasco, alfombra de moqueta y unas cortinas de seda que habían comprado al Regente de la audiencia de Cáceres, cuando levantó la casa por traslación. Tenía doña Pura á las tales cortinas en tanta estima como á las telas de su corazón. Y cuando el espectro de la necesidad se le aparecía y susurraba en su oído con terrible cifra el conflicto económico del día siguiente, doña Pura se estremecía de pavor, diciendo: «No, no; antes las camisas que las cortinas». Desnudar los cuerpos le parecía sacrificio tolerable; pero desnudar la sala... ¡eso nunca! Los de Villaamil, á pesar de la cesantía con su grave disminución social, tenían bastantes visitas. ¡Qué dirían éstas si vieran que faltaban las cortinas de seda, admiradas y envidiadas por cuantos las veían! Doña Pura cerró los ojos queriendo desechar la fatídica idea y dormirse; pero la sala se había metido dentro de su entrecejo y la estuvo viendo toda la noche, tan limpia, tan elegante... Ninguna de sus amigas tenía una sala igual. La alfombra estaba tan bien conservada, que parecía que humanos pies no la pisaban, y era que de día la defendían con pasos de quita y pon, cuidando de limpiarla á menudo. El piano vertical, desafinado, sí, desafinadísimo, tenía el palisandro de su caja resplandeciente. En la sillería no se veía una mota. Los entredoses relumbraban, y lo que sobre ellos había, aquel reloj dorado y sin hora, los candelabros dentro de fanales, todo estaba cuidado exquisitamente. Pues las mil baratijas que completaban la decoración, fotografías en marcos de papel cañamazo, cajas que fueron de dulces, perritos de porcelana y una licorera de imitación de Bohemia, también lucían sin pizca de polvo. Abelarda se pasaba las horas muertas limpiando estos cachivaches y otros que no he mencionado todavía. Eran objetos de frágiles tablillas caladas, de esos que sirven de entretenimiento á los aficionados á la marquetería doméstica. Un vecino de la casa tenía maquinilla de trepar y hacía mil primores que regalaba á los amigos. Había cestos, estantillos, muebles diminutos, capillas góticas y chinescas pagodas, todo muy mono, muy frágil, de mírame y no me toques, y muy difícil de limpiar.

      Doña Pura dió una vuelta en la cama, como queriendo variar sus lúgubres ideas con un cambio de postura. Pero entonces vió en su mente con mayor claridad las suntuosas cortinas, color de amaranto, de seda riquísima, de esa seda que no se ve ya en ninguna parte. Todas las señoras que iban de visita habían de coger y palpar la incomparable tela, y frotarla entre los dedos para apreciar la clase. ¡Pero había que tomarle el peso para saber lo que era aquello!... En fin, doña Pura consideraba que mandar las cortinas al Monte ó la casa de préstamos, era trance tan doloroso como embarcar un hijo para América.

      En tanto que la figura de Fra Angélico se agitaba en su angosto colchón (dormía en la alcobita de la sala, y su marido, desde que vino de Filipinas, ocupaba solo la alcoba del gabinete), proponíase distraer y engañar su pena recordando las emociones de la ópera y lo bien que dijo el barítono aquello de rivedrai le foreste imbalsamate...

      Villaamil, solo, insomne y calenturiento, se revolcaba en el gran camastro matrimonial, cuyo colchón de muelles tenía los ídem en lastimoso estado, los unos quebrados y hundidos, los otros estirados y en erección. El de lana, que encima estaba, no le iba en zaga, pues todo era pelmazos por aquí, vaciedades por allá, de modo que la cama habría