antes de la hora y sorprendí a uno de los estudiantes, poco más joven de lo que yo era en aquel entonces, imitando maravillosamente mi gestualidad, mis ademanes, mis muletillas verbales y el tono de mi voz. Y varias personas de la clase hablaron también de los profesores excéntricos de sus años universitarios, esos de los que apenas recordamos de qué hablaban o qué enseñaban, pero cuya personalidad inconfundible e imborrable estaba, precisamente, en la peculiaridad de sus gestos. Canetti continúa así:
Ahora, evocándolos, me quedo asombrado ante la heterogeneidad, la peculiaridad y la riqueza de mis profesores de Zúrich. Aprendí de muchos, como correspondía a sus propósitos, y la gratitud que siento después de cincuenta años se hace cada día, por raro que parezca, mayor. Pero también aquellos que no me enseñaron gran cosa destacan tan nítidamente en mi recuerdo como personas o personajes, que solo por eso siento que les debo algo (…). Son inconfundibles, una de las cualidades de más alto rango; el hecho de que además se hayan convertido en figuras típicas no resta nada a su personalidad. La frontera fluida entre individuos y tipos es una gran preocupación del escritor.
Los profesores como primera muestra de la diversidad humana. Frente a los que elaboran sesudos “modelos de profesor” a través de complejas investigaciones, Canetti nos hace echar de menos a los niños y a su imaginación tipológica, seguramente más aguda. Frente a los profesores clónicos y sin carácter de la escuela actual, Canetti nos hace extrañar a esos profesores con carácter que representaban ante nosotros durante varias horas a la semana una manera inconfundible de estar en el aula, que a veces gozábamos y a veces padecíamos, pero que siempre era interesante. Y no digamos nada de los profesores impersonales que está construyendo el capitalismo cognitivo, meras prótesis al servicio del buen funcionamiento de las máquinas de aprender.
Canetti dice en varias ocasiones que desarrolló la idea de máscara acústica escuchando a Karl Kraus y a la capacidad que tenía de llegar al fondo de una persona imitando su modo de hablar, algo que no tiene que ver solo con la elección de las palabras sino con el ritmo, la tonalidad o la modulación: “Kraus me enseñó a oír las voces de Viena; a través de él aprendí realmente a escuchar las voces humanas” (15). Pero por lo que dice en su autobiografía, seguramente fue en la escuela y con los alumnos que imitan a los profesores donde comenzó a forjarse su talento de escritor y de “oidor”. Y es que para Canetti no existía el “profesor en general”, como no podía existir el “aprendizaje en general”, porque la escuela que él vivió y a la que, según dice, está cada vez más agradecido, era un lugar singular de encuentro de singularidades, eso sí, por mediación siempre de una materia de estudio que cada profesor encarnaba y hacía presente de una manera propia. Y con la que cada estudiante se relacionaba también, claro, de una forma propia (de hecho, Canetti aplica también su talento caracterológico a sus compañeros de clase y a sus diferentes maneras de ser estudiantes).
Los signos del mundo
(Con Gilles Deleuze y Vladimir Nabokov)
Para ofrecer una versión materialista de la idea de vocación, una en la que la llamada, el vocare, venga del mundo, de la atención y la responsabilidad con el mundo (y no de alguna entidad trascendente o ultramundana), usé en clase una cita célebre de Gilles Deleuze, de ese libro maravilloso que se titula Proust y los signos. Como se sabe, Deleuze lee ahí la obra de Proust como el relato de aprendizaje, o de formación, de un hombre de letras. El párrafo que me interesaba, muy conocido, es el siguiente:
Aprender concierne esencialmente a los signos. Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal y no de un saber abstracto. Aprender es, en primer lugar, considerar una materia, un objeto, un ser, como si emitieran signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea “egiptólogo” de algo. No se llega a carpintero más que haciéndose sensible a los signos de la madera, no se llega a médico más que haciéndose sensible a los signos de la enfermedad. La vocación es siempre predestinación con relación a signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. La obra de Proust está basada en el aprendizaje de los signos y no en la exposición de la memoria. (16)
El mundo emite signos. Esos signos piden ser descifrados, interpretados. Aprender es hacerse sensible a los signos (de la madera, en el caso del carpintero; de la enfermedad, en el caso del médico). Descubrir una vocación es descubrir a qué signos se está predestinado, a qué signos se es sensible, cuáles son los signos que son relevantes o significativos para cada uno. Y eso se aprende en el tiempo y con el tiempo (es un aprendizaje temporal) y de un modo concreto (no a través de un saber abstracto). Se aprende, digámoslo así, en el trato con el mundo. Es ahí, en ese trato, donde uno descubre que hay cosas que no le dicen nada, que son mudas y opacas, insignificantes, que no emiten signos, y que hay cosas, sin embargo, que están como queriéndonos decir algo, como llamándonos de algún modo. Desde ahí, la vocación sería algo así como una llamada del mundo, como algo del mundo, de los signos del mundo, que nos atrae, que nos llama, que nos reclama. Y eso que el mundo llama o solicita, es, en primer lugar, nuestra atención.
Descubrir la vocación es reconocer lo que nos llama la atención. Pero una atención, si seguimos a Deleuze, de naturaleza interpretativa ya desde su raíz. Una atención, podríamos decir, que nos lleva a querer descifrar, a querer leer lo que allí se nos está diciendo o se nos está queriendo decir. Aprender sería entonces como una progresiva interpretación de esos signos que nos llaman, es decir, una lectura.
Y una lectura que no es solo teórica, abstracta, sino que tiene lugar en el proceso mismo de hacer algo, de hacer un armario en el caso del carpintero, de curar una enfermedad en el caso del médico o de escribir el tiempo perdido en el caso del hombre de letras. El mundo se lee también con las manos, manipulando o manejando o manoseando aquello que se lee, habiéndoselas con ello. Por eso el mundo es eso que quiere decirnos algo, que nos llama, que nos dice o nos quiere decir algo, que nos importa, nos incumbe, nos afecta, nos toca, nos conmueve. El mundo es eso que se deja tocar, manosear, manipular, manejar; eso que se ofrece a nuestra atención y, desde luego, a nuestra sensibilidad y a nuestra inteligencia, pero también a nuestras manos. En ese sentido, descubrir una vocación es sentirse llamado a interpretar, a leer, pero también a hacer (a hacer un mueble, a curar a un enfermo, a escribir).
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Por eso no hay mundo sino mundos. La obra de Proust, dice Deleuze, consiste en la exploración de diferentes mundos de signos “ya que los signos son específicos y constituyen la materia de tal o cual mundo”. Cada mundo sería una especie de sistema de signos “emitidos por personas, objetos, materias”. De ahí que descubrir una vocación significa descubrir cuál es el mundo que nos interesa (el mundo de la carpintería, o el de la medicina, o el de la escritura) y de ahí también que iniciarse en un oficio significa introducirse en un mundo específico. Lo que llama, en la vocación, no es el mundo en general sino un mundo. Y esa llamada, a veces, se parece a la del amor. Enamorarse, dice Deleuze, es “individualizar a alguien por los signos que causa o emite. Es sensibilizarse frente a esos signos, hacer de ellos el aprendizaje”. Pero los signos del amor son engañosos (y hacen sufrir) si no se trascienden hacia otra cosa. Por eso, parece decir Deleuze, la llamada de la vocación no es solo un flechazo, un deslumbramiento, sino también una exigencia, una obligación, una ascesis “que requiere un trabajo del pensamiento”. En la interpretación de signos “se trata no del placer sino de la verdad”, y la verdad “nunca es el producto de una buena voluntad previa, sino el resultado de una violencia en el pensamiento”. O, un poco más adelante, “es la inteligencia, y solo la inteligencia, la que es capaz de suministrar el esfuerzo del pensamiento o de interpretar el signo”.
Descubrir una vocación no es solo averiguar lo que nos gusta o lo que nos satisface, sino lo que nos exige. Y esa exigencia tiene que ver con corresponder a lo que hay ahí para aprender, para interpretar, para hacer, para pensar. Sin esa dimensión que, para Deleuze, tiene que ver con la verdad, con la exigencia de la verdad, la práctica de cualquier actividad, de cualquier oficio, permanece en la frivolidad, la superficialidad, la apariencia, el carácter convencional y vacío de lo meramente mundano (en el sentido de convencional); o en el engaño, la disipación y el egocentrismo de lo meramente amoroso (en el sentido de emocional).
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