por los oficios artesanos, pero que eso no suponía necesariamente afirmar que el trabajo de los profesores fuera un oficio (como el de los carpinteros o los panaderos) o que alguna vez lo haya sido. De lo que se trataba, al menos en lo que habíamos hecho hasta ese momento, era de experimentar la fuerza de ese “como si”. En ese sentido, insistí en que lo que les estaba proponiendo era una especie de ejercicio de pensamiento, que yo mismo tampoco sabía adónde podía ir a parar ese ejercicio, y que, desde luego, en algún momento, tanto ellos como yo podíamos tener la impresión de habernos equivocado, de estar andando por caminos que no ofrecen nada interesante para conversar o para pensar.
Dije que el ejercicio que les proponía partía de la suposición de que tratar del oficio de profesor (y no, por ejemplo, de la “tarea docente”) nos permitiría también tratar del lenguaje, de las herramientas, del lugar y de los gestos del profesor “como si” fueran los lenguajes, herramientas, lugares y gestos de un oficio; y, sobre todo, que nos permitiría intentar “ver” a los profesores trabajando. En cualquier caso, ni sucesión ni alternativa: ni un relato del tipo “antes y después”, ni una alternativa de tipo “esto o lo otro”. La propuesta tenía que ver más bien con probar si el punto de vista del oficio nos daba una buena perspectiva para conversar sobre lo que somos, lo que hacemos y lo que nos pasa cuando ejercemos de profesores.
En ese sentido, la introducción de la palabra “vocación” no tiene que ver necesariamente con construir una historia según un antes y un después (del profesor vocacional al profesor profesional) para hacer en relación con ella un listado de ganancias y pérdidas, sino que tiene que ver más bien con provocar un efecto intempestivo o inactual que, en la clase, elaboré al modo benjaminiano, ese que trata de buscar en el pasado no algo que ha sido superado sino algo que ha sido destruido, vencido, humillado o desechado. Y eso no para sugerir su reinstauración, sino para ver de qué modo nos puede ayudar a identificar dos cosas: la primera, cuáles podrían ser las posibilidades no realizadas del pasado, y la segunda, cuáles son las fuerzas destructivas del presente. La cita que usé (y que leí de una forma un poco sesgada, elidiendo sus motivos políticos y teológicos), es muy conocida:
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro (…). En cada época es preciso esforzarse por arrancar la tradición al conformismo que está a punto de avasallarla (…). Solo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si este vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer. (10)
Contextualicé y comenté un poco esa cita, tratando de situar lo que habíamos leído (lo que Zambrano, Sennett o Pardo decían o sugerían del pasado) como si fuera un recuerdo del que podríamos, quizá, adueñarnos. Aunque no para saber “lo que verdaderamente ha sido” sino para poder pensar mejor lo que nos pasa, cuáles son los peligros que nos amenazan, y también, desde luego, para que el relato de los vencedores (de los que piensan en términos de avances, progresos o superaciones) no sea el único relato. Algo así como utilizar una cierta imagen del pasado (y del pasado vencido) como crítica del presente y, quizá, como la apertura de un posible que no sea solo el de los que ya saben de antemano hacia dónde va el correr de los tiempos.
* * *
Pasé enseguida a la segunda de las objeciones, a eso de cómo pensar “la liberación de las ataduras”. Dije que, si pensamos desde el oficio, esa “liberación del profesor” no puede ser vista como una “liberación personal” o como una liberación “que viene de la persona” (de sus ideas, sus posiciones, sus intenciones, sus deseos, su experiencia), sino como algo que tiene que ver con el amor al oficio, con la lealtad al oficio, con ese deseo de “hacer las cosas bien” que, según Sennett, es la fuente de toda artesanía. O, dicho de otro modo: no se trata de pensar qué sería un “profesor libre”, sino qué sería un profesor que hace de un modo libre y con sus propias maneras “lo que debe hacer”, es decir, lo que está ya dado en las tradiciones y las reglas de su oficio y que él debe interpretar e incorporar.
En ese contexto, creí que sería bueno poner sobre la mesa la manera en que Sennett enmarca su trabajo y leer algunas citas, no de la conclusión de El artesano (que habíamos comentado en la primera clase), sino de la introducción. La primera cita insistía en que la artesanía no se refiere a lo que era, sino a lo que continúa siendo, pero tal vez esté oculto y haya que revelarlo: “Es posible que el término ‘artesanía’ sugiera un modo de vida que languideció con el advenimiento de la sociedad industrial, pero eso es engañoso. ‘Artesanía’ designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más”. La segunda cita, también muy breve, se refiere a la variedad de ocupaciones que se pueden pensar desde la artesanía: “La artesanía abarca una franja mucho más amplia que la correspondiente al trabajo manual especializado. Efectivamente, es aplicable al programador informático, al médico y al artista”. La tercera, apenas dos líneas, tiene que ver con los obstáculos que se oponen a lo que podríamos llamar “el espíritu artesano” y que no son necesariamente de ahora: “Sin embargo, a menudo las condiciones sociales y económicas se interponen en el camino de disciplina y compromiso del artesano”. La cuarta cita, en relación al carácter objetivo o subjetivo del oficio: “La artesanía se centra en patrones objetivos, en la cosa misma”. (11) Por último:
El modo de trabajar del artesano puede servir para anclarse en la realidad material. La historia ha trazado falsas líneas divisorias entre práctica y teoría, técnica y expresión, artesano y artista, productor y usuario; la sociedad moderna padece esta herencia histórica. Pero el pasado de la artesanía y los artesanos también sugiere maneras de utilizar herramientas, organizar movimientos corporales y reflexionar acerca de los materiales, que siguen siendo propuestas alternativas viables acerca de cómo conducir la vida.
* * *
Casi para terminar, pedí a los estudiantes un poco de confianza, un poco de paciencia, y les dije que esperaba que todo eso fuera más claro cuando trabajásemos con ejemplos concretos, cuando viésemos en acción a carpinteros, músicos, cocineros, zapateros o cineastas; que sería entonces cuando podríamos pensar si su manera de entender y de practicar su oficio es capaz de decirnos algo interesante sobre qué es eso de hacer de profesor; y que tal vez entonces, a partir de sus ejemplos rigurosos, podríamos seguir dándole vueltas a eso de las manos libres y las manos atadas. De hecho, insistí, un curso es el despliegue en el tiempo de un asunto, unos textos y unos ejercicios; algo que se sigue, algo en lo que las cosas no se dan todas a la vez, sino que vienen, como en la escritura, alineadas, una después de otra. Y, por tanto, esperaba que esas objeciones que me habían planteado pudieran precisarse o modificarse más adelante.
Como una de las estudiantes había dicho que tanto la lectura de los textos como la conversación en clase tenían que ver inevitablemente con la manera en que cada uno lo relacionaba con su propia experiencia personal, pensé que tal vez el tono con el que yo había hecho sonar las lecturas sobre la descualificación del trabajo tuviera que ver con mi propia experiencia como viejo profesor universitario de filosofía de la educación (subrayando eso de profesor “viejo”, eso de profesor “universitario” y eso de profesor “de filosofía”), es decir, como miembro de una generación de profesores que ha sufrido en sus carnes, y en muy pocos años, los efectos arrasadores del modo mercantilista y credencialista de entender su trabajo.
Pensé que las resonancias que tenían para mí los textos que habíamos leído y comentado podían ser muy diferentes que las que podrían tener para profesores de otra generación, de otras materias y de otros niveles escolares. Y pensé también que en una conversación no solo es importante la letra sino también la música; no solo lo que se dice, sino también cómo se dice y desde dónde se dice. Y eso me hizo pensar que la maravilla del oficio de profesor no está (solo) en la posibilidad que tiene de ser “inspirado” por la materia de estudio (al convertirse él mismo en estudiante), sino por la posibilidad que también tiene de trabajar en público esa materia, y por la alegría de ver cómo los textos que él pone sobre la mesa suenan y resuenan en una conversación que es, por definición, plural y que, desde luego, no se ajusta a lo que el profesor ha proyectado.