recibe para calificarlo, para definirlo inclusive”. La vocación, por tanto, se sustancializa en tanto que es oída y seguida, en tanto que da entidad al sujeto que la oye y que la sigue.
La vocación es también una ofrenda “de lo que se hace y de lo que se es”. Por eso, la vocación es lo que hace que “la vida se sustancialice y se realice”, saliendo de su ensimismamiento y vertiéndose en el mundo. Una vida que no ha encontrado su vocación sería una vida “desustanciada” y solipsista. Por otra parte, Zambrano relaciona la vocación con la dimensión de promesa, de libertad y de singularidad de la vida humana, con esa definición y realización de cada uno “que solamente la vida irá librando a la luz”.
Tomando ese texto como punto de partida (y aprovechando el carácter ya anacrónico de la vocación para producir una cierta distancia crítica del presente), traté de dar los primeros pasos para una consideración posterior (que aquí solo apuntaré) de dos de los sentidos posibles de la relación entre la vocación y la escuela. En primer lugar, la escuela como uno de los lugares del descubrimiento de la vocación. En segundo lugar, la naturaleza específica de la vocación del maestro (que es, en realidad, el asunto que está en el trasfondo del texto de María Zambrano).
En cualquier caso, como tanto la palabra vocación como la problemática existencial con la que se relaciona son casi inalcanzables para nosotros (también en el caso del profesor, entendido ahora como un profesional que, felizmente, ha superado la concepción vocacional de su oficio), lo que pretendía en este comienzo de curso era probar una cierta sonoridad para la palabra vocación, tratar de devolverle algo de su dignidad perdida y sugerir apenas algunas de sus posibilidades para un pensamiento de la escuela (y de la educación, y del oficio del profesor) que se aparte un poco de las doxas del presente. O, dicho de otro modo, qué es lo que dice de nosotros (de lo que somos y de lo que nos pasa, de lo que ya no somos, de lo que quizá hubiéramos podido ser) el hecho cierto e irreversible de que la palabra vocación sea ya impronunciable. Lo que pretendía, por tanto, no era recuperar una palabra muerta, sino hacerla sonar por un instante para probar si su evidente anacronismo podría tener, tal vez, un cierto efecto intempestivo, inactual o extemporáneo.
Las manos de los panaderos
(Con Vilém Flusser, Richard Sennett y José Luis Pardo)
Para tratar de captar qué es (o qué era) eso de la vocación habrá que volver a los viejos mundos de los oficios y de la artesanía y será preciso pasar por las manos y las maneras de los artesanos. Si ver trabajar a un artesano nos fascina es, de alguna manera, porque esos mundos ya se han alejado de nosotros. Y lo que nos asombra es, precisamente, el carácter marcadamente corporal de ese trabajo, la precisión de los gestos, la atención a la materia, el uso de las herramientas adecuadas, la manera en que las manos se mueven de un modo tal que casi se diría que piensan por sí mismas, tan expresivas que es como si hablaran, tan ligeras que es como si tuvieran vida propia, a la vez activas y sensibles, firmes y amorosas, eficaces y obedientes. Hacer bien alguna cosa aún se dice “tener buena mano” para algo; mostrar habilidad para algo aún se dice “tener buenas maneras” y descubrir una vocación es (o era) descubrir para qué están hechas nuestras manos.
Uno de los autores que aparecerán más adelante en este rodeo por las manos, Vilém Flusser, dice que hemos pasado de un mundo de cosas (que había que manejar, manipular) a un mundo de no-cosas (intangibles, que no se pueden tocar). En una situación de ese tipo: “las manos no tienen nada que buscar ni nada que hacer (…), se han vuelto innecesarias y pueden atrofiarse”. (2)
El paso de la artesanía a la industria (de la herramienta a la máquina y del taller a la fábrica) y de esta a la sociedad postindustrial (de la máquina al aparato y de la fábrica a la oficina) ha hecho que hayamos perdido las manos. Tal vez por eso ya no podemos intuir qué es (o era) eso de la vocación, en tanto estaba ligada a una especie de llamada que venía del mundo (de la materialidad del mundo) y se dirigía a nuestras manos. Del mismo modo, podríamos decir que el oficio del profesor ya no es un oficio artesano (o está dejando de serlo) y, tal vez por eso, se habla sin parar de los saberes, las competencias, la eficacia o la calidad del profesor, pero ya no de sus manos, sus gestos o sus maneras. Tal vez por eso se habla de su profesionalización, pero ya no de su vocación.
La sospecha, sin embargo, es que lo que ha habido es una gigantesca expropiación. El oficio de profesor, como la mayoría de los oficios, ha sido casi completamente descualificado. Había que convertir el hacer del profesor, lo que ahora se llaman prácticas docentes, la obra de sus manos y de sus maneras, en procedimientos estereotipados, objetivables y evaluables. Había que convertir a los profesores en profesionales intercambiables, reducidos a ser una función de una máquina escolar que se quiere eficaz y, sobre todo, controlada y controlable. Además, para que los expertos y los distintos especialistas pudieran imponer sus metodologías y, en relación a ellas, formar y evaluar a los profesores, había que vaciarlos primero de toda singularidad, de cualquier cosa que remitiera a una manera propia de hacer las cosas. Y para que se pudieran imponer todos esos términos abstractos con los que hoy se nombra lo que se hace y lo que pasa en las escuelas, había que eliminar cualquier vestigio de una lengua del oficio que, como tal, estaba demasiado pegada a situaciones concretas y difícilmente generalizables, así como a una entonación singular (cuando no nos limitamos a impostar comunicativamente jergas especializadas y homogeneizadas, los seres humanos también tenemos maneras propias de hablar). Si la lengua de la escuela ha sido colonizada tan rápidamente por la tecnología, por la psicología y por la economía es porque cualquier otra posibilidad ha sido previamente deslegitimada y arrasada.
Por eso, volver a pensar la vocación a través del rodeo de la artesanía, de las manos y de las maneras, puede servir quizá para reivindicar la dignidad (quizá irremediablemente perdida) de nuestro oficio o, al menos, para recordar que tal vez lo que se nos da como natural y necesario no es sino lo que nos ha sido impuesto y lo que se nos sigue imponiendo, la mayoría de las veces con nuestra colaboración entusiasta.
* * *
Hay un capítulo en La corrosión del carácter, de Richard Sennett, que se titula “Ilegible: por qué son tan difíciles de entender las formas modernas de trabajo”. El texto cuenta la transformación del trabajo (y de los trabajadores) en las panaderías de Boston en un lapso de 25 años. En su primera visita, los panaderos a los que entrevistó Sennett eran todos griegos y casi todos hijos de panaderos que habían trabajado en la misma fábrica. La panadería “unía a sus empleados creándoles una conciencia de sí mismos”. La preparación del pan “era un ejercicio coreográfico que requería años de entrenamiento para salir bien”. Además:
En la panadería imperaba el bullicio; el olor a levadura se mezclaba con el del sudor humano en las salas calientes; las manos de los panaderos se sumergían constantemente en la harina y el agua; los hombres usaban la nariz y los ojos para decidir cuándo estaba listo en pan. El orgullo del oficio era fuerte. (3)
Años después, sin embargo, la panadería se ha convertido en parte de una enorme cadena del ramo de la alimentación y se trabaja “según los principios de la especialización flexible, utilizando máquinas complejas y reconfigurables”. La panadería “ya no huele a sudor y es asombrosamente fresca (…) y bajo las relajantes lámparas fosforescentes todo tiene un aspecto extrañamente silencioso”. Además:
La panadería informatizada había cambiado profundamente las actividades físicas coreográficas de los trabajadores. Ahora no tenían contacto físico con los ingredientes ni con los panes, supervisaban todo el proceso en pantalla mediante íconos (…) y pocos panaderos ven en realidad las hogazas del pan que fabrican (…). El pan se ha convertido en una representación en pantalla (…). Los panaderos ya no saben cómo se hace el pan (…). Los trabajadores dependen de un programa informático y en consecuencia no pueden tener un conocimiento práctico del oficio. El trabajo ya no les resulta legible, en el sentido de que ya no comprenden lo que están haciendo.
Como resultado de todo eso, uno de los trabajadores dice: “En casa sí que hago pan, soy panadero, pero aquí solo aprieto botones”. Sennett afirma que lo que todos los trabajadores dicen, con unas palabras u otras, es justamente eso: “Aquí, en realidad, no soy panadero”. Desde el