academia ayuda poco. En ambos mundos, una reacción política ha manipulado una crisis económica para producir un clima reactivo dominado por la llamada a la vuelta conservadora a las tradiciones de autoridad (y a menudo de autoritarismo)[11]. La gran amenaza para el arte y la academia, se nos dice, procede de los artistas sinvergüenzas y de los radicales irredentos; pero esto nos lo dicen reaccionarios subsidiados, y son estos ideólogos de los fundamentos conservadores quienes han hecho el verdadero daño, pues lo que erosiona la fe pública en el arte y la academia son tales fantasmas del artista y del académico. Esto es casi un secreto de Estado: en cuanto la derecha ha dictado las guerras culturales y dominado la imagen pública del arte y la academia, el lego ha asociado aquél con la pornografía, ésta con el adoctrinamiento y a ambos con un mal uso del dinero del contribuyente. Tales son los réditos de la campaña derechista: mientras la izquierda hablaba de la importancia política de la cultura, la derecha la practicaba[12]. Sus filósofos han triunfado donde los lectores de Marx fracasaron: han transformado el mundo, y volverlo a transformar costará un gran esfuerzo.
Cuando tanto el Estado cooperativo como el contrato social han caducado, preocuparse por el mundo del arte y el mundo académico puede resultar ridículo. Pero las batallas que se libran en estos terrenos también son importantes: los ataques a la acción afirmativa y a las iniciativas multiculturales, a la financiación pública y a la corrección política (un ejemplo clásico de crítica de izquierdas convertida en arma de derechas). También en estos mundos muestra sus verdaderos colores la revolución de los ricos, pues nuestros gobernantes actuales han revelado un renovado desprecio no sólo hacia la compensación social, sino hacia el apoyo cultural (al menos, los antiguos ricos tenían el buen gusto de ser arribistas). En último término, sin embargo, el arte y la academia tienen el muy fundamental interés de la conservación, en una cultura administrada y afirmativa, de espacios para el debate crítico y la visión alternativa.
Una vez más (rei)vindicar tales espacios no es fácil. Por una parte, es un trabajo de desarticulación: de redefinición de términos culturales y de recuperación de posiciones políticas. (Aquí uno tiene que disipar los fantasmas reaccionarios del arte y la academia así como desenmarañar las críticas de izquierdas a tales instituciones de los ataques de la derecha.[13]) Por otra, es un trabajo de articulación: de mediación entre contenido y forma, significantes específicos y marcos institucionales. Ésta es una tarea difícil pero no imposible; me ocuparé de algunas prácticas exitosas, aunque provisionalmente, en tales (des)articulaciones. Un punto de partida es recuperar las prácticas críticas interrumpidas por el golpe neoconservador de los ochenta, que es precisamente lo que algunos artistas, críticos e historiadores jóvenes hacen hoy en día. Este libro es mi contribución a ese trabajo[14].
El capítulo 1 prepara mi estudio de los modelos críticos en el arte y la teoría desde 1960 mediante una nueva articulación de las vanguardias históricas y las neovanguardias. El capítulo 2 presenta el arte minimalista como un punto capital en esta relación en los años sesenta. El capítulo 3 se ocupa de la subsiguiente reformulación de la obra de arte como texto en los setenta. Y el capítulo 4 narra la disolución de este modelo textual en un convencionalismo generalizado durante los años ochenta. En los capítulos 5 y 6 se examinan dos reacciones contemporáneas a esta doble inflación del texto y la imagen: un giro hacia lo real en cuanto evocado a través del cuerpo violado y/o el sujeto traumático, y un giro hacia el referente en cuanto fundamentado en una identidad dada y/o una comunidad concreta. Por último, el capítulo 7 (que es más epílogo que conclusión) amplía mi estudio a tres discursos cruciales para el arte y la teoría de este tiempo: la crítica del sujeto, la negociación del otro cultural y el papel de la tecnología. Los capítulos cuentan historias conectadas entre sí (para mí es muy importante recuperar la eficacia de tales narraciones), pero no es preciso leerlos consecutivamente.
Dedico este libro a tres personas que han mantenido espacios críticos abiertos para mí: Thatcher Bailey, fundador de Bay Press; Charles Wright, director del Dia Art Center desde 1986 hasta 1994; y Ron Clark, jefe del Whitney Museum Independent Study Program. Crecí con Thatcher y Charlie en Seattle, y ellos me apoyaron como crítico en Nueva York: Thatcher como editor, Charlie como patrocinador y ambos como amigos durante años. Con el mismo espíritu quiero dar las gracias a otros viejos amigos (Andrew Price, John Teal, Rolfe Watson y Bob Strong) y a mi familia (Jody, Andy y Becca). Hace más de una década Ron Clark me invitó a tomar parte en el Programa Whitney, donde fui director de estudios críticos y de conservación en la época en que concebí este libro. Nuestros seminarios con Mary Kelly siguen siendo importantes para mí y amplío mi gratitud a todos los participante en el programa durante años. En cuanto a la comunidad intelectual, estoy en deuda con mis amigos de October: Yve-Alain Bois, Benjamin Buchloh, Denis Hollier, Silvia Kolbowski, Rosalind Krauss, Annette Michelson y Mignon Nixon; así como en Cornell: David Bathrick, Susan Buck-Moors, Mark Seltzer y Geoff Waite. (Me siento agradecido a otros amigos también, especialmente a Michel Feher, Eric Santner y Howard Singerman... demasiados para citarlos a todos.) Algunas partes de este libro fueron escritas en la Cornell Society for the Humanities y doy las gracias a sus directores, Johanthan Culler y Dominick LaCapra. Finalmente, estoy en deuda con Carolyn Anderson, Peter Brunt, Miwon Kwon, Helen Molesworth, Charles Reeve, Lawrence Shapiro, Blake Stimson y Frazer Ward; ellos me han enseñado tanto como yo a ellos. Lo mismo es cierto en otro sentido de Sandy, Tait y Thatcher.
Nueva York, invierno de 1995
[1] Véase Alois Riegl, «Late Roman or Oriental?» (1902), en Gerd Schiff (ed.), German Essays on Art History, Nueva York, Continuum, 1988, p. 187; y Heinrich Wölfflin, Principles of Art History: The Problem of the Development of Style in Later Art, trad. ingl. M. D. Hottinger, Nueva York, Dover, 1950, p. 234 [ed. cast.: Conceptos fundamentales de la historia del arte, Madrid, Espasa-Calpe, 1997, p. 454].
[2] Clement Greenberg, «Modernist Painting» (1961), Art and Literature (Primavera de 1965), p. 199, y Michael Fried, Three American Painters: Kenneth Noland, Jules Olitski, Frank Stella, Cambridge, Fogg Art Museum, 1965, p. 9.
[3] Greenberg, «Modernist Painting», cit., pp. 193, 201.
[4] Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde,1974, trad. ingl. de Michael Shaw, Mineápolis, University of Minnesota Press, 1984, p. 64 [ed. cast.: Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987, p. 123]. De sus influyentes tesis me ocupo en los capítulos 1 y 2.
[5] La dimensión etnográfica no es nueva en la historia del arte; se detecta a cada paso en los escritos de Riegl, Aby Warburg y otros, donde a menudo se halla en tensión con el imperativo hegeliano de la disciplina. Esta dimensión reaparece en estudios de la cultura visual (por no hablar de los estudios culturales y el nuevo historicismo); de hecho, la presencia de la «cultura» a este respecto sugiere que el discurso guardián de este campo emergente puede ser la antropología más que la historia. Sobre esta cuestión, véase October 77 (verano de 1996).
[6] Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde, cit. Los años sesenta vieron las elaboraciones teóricas más importantes de tales rupturas, como en el «deslizamiento del paradigma» anticipado por Thomas Kuhn en The Structure of Scientific Revolutions, 1962 [ed. cast.: La estructura de las revoluciones científicas, Madrid, FCE, 1990] y la «ruptura epistemológica» desarrollada por Louis Althusser y Michel Foucault (partiendo de Gaston Bachelard y Georges Canguilhem). Algunos artistas y críticos aspiraban a tal reflexividad epistemológica, a pensar en términos de paradigmas más que de teleología. Sin embargo, innovación artística y revolución científica tienen