y pastiches que oscurecen su núcleo teórico y enroman su filo político. Foucault no da nombres, pero es evidente que tiene en mente las lecturas de Marx y Freud hechas por Louis Althusser y Jacques Lacan, respectivamente. (Recordemos una vez más que escribe a principios de 1969, es decir, cuatro años después de que Althusser publicara Para Marx y Leyendo El capital, y tres después de que aparecieran los Écrits de Lacan, y apenas unos meses después de mayo de 1968, un momento revolucionario que forma constelación con otros momentos semejantes del pasado.) En ambos retornos lo que se pone en cuestión es la estructura del discurso despojado de adiciones: no tanto lo que el marxismo o el psicoanálisis significan cuanto cómo significan y cómo han transformado nuestra concepción del significado. De manera que a principios de los sesenta, tras años de lectura existencialista basada en el joven Marx, Althusser realiza una lectura estructuralista basada en el Marx maduro de El capital. Para Althusser éste es el Marx científico, responsable de una ruptura epistemológica que cambió para siempre la política y la filosofía, no el Marx ideológico obsesionado por problemas humanistas como la alienación. Por su parte, a principios de los cincuenta, después de años de adaptaciones terapéuticas del psicoanálisis, Lacan realiza una lectura lingüística de Freud. Para Lacan éste es el Freud radical que revela nuestras descentradas relaciones con el lenguaje de nuestro inconsciente, no el Freud humanista de las psicologías del ego dominantes en aquella época.
Los movimientos dentro de estos dos retornos son diferentes: Althusser define una ruptura perdida con Marx, mientras que Lacan articula una conexión latente entre Freud y Ferdinand de Saussure, el contemporáneo fundador de la lingüística estructural, una conexión implícita en Freud (por ejemplo, en su análisis del sueño como un proceso de condensación y desplazamiento, un jeroglífico de metáforas y metonimias) pero para él imposible de pensar como tal (dados los límites epistemológicos de su propia posición histórica)[3]. Pero el método de estos retornos es similar: centrar la atención en «la omisión constructiva» crucial en cada discurso[4]. Y los motivos son también similares: no únicamente restaurar la integridad radical del discurso, sino desafiar su status en el presente, las ideas recibidas que deforman su estructura y restringen su eficacia. Esto no es afirmar la verdad última de tales lecturas. Por el contrario, es clarificar su estrategia contingente, que es la de reconectar con una práctica perdida a fin de desconectar de un modo actual de trabajar que se siente pasado de moda, extraviado cuando no opresivo. El primer movimiento (re) es temporal, hecho con la finalidad de, en un segundo movimiento, espacial (des), abrir un nuevo campo de trabajo[5].
Ahora bien, entre todas las repeticiones en el arte de posguerra, ¿hay algunos retornos en este sentido radical? Ninguno parece tan históricamente centrado y teóricamente riguroso como los retornos de Althusser y Lacan. Algunas recuperaciones son rápidas y furiosas, y tienden a reducir la práctica pasada a un estilo o un tema que puede asimilarse; tal como es a menudo el destino del objeto encontrado en los años cincuenta y el readymade en los sesenta. Otras recuperaciones son lentas y parciales, como en el caso del constructivismo ruso a principios de los sesenta, tras décadas de represión y desinformación tanto en el este como en el oeste[6]. Algunos viejos modelos de arte parecen retornar independientemente, como sucede con las diversas reinvenciones de la pintura monócroma en los años cincuenta y sesenta (Robert Rauschenberg, Ellsworth Kelly, Lucio Fontana, Yves Klein, Piero Manzoni, Ad Reinhardt, Robert Ryman, etc.). Otros viejos modelos se combinan en contradicción aparente, como cuando a principios de los sesenta artistas como Dan Flavin y Carl Andre se remontaron a precedentes tan diferentes como Marcel Duchamp y Constantin Brancusi, Alexander Rodchenko y Kurt Schwitters, o cuando Donald Judd concita una serie casi borgiana de precursores en su manifiesto «Objetos específicos», de 1965. Paradójicamente, en este momento crucial del período posbélico, el arte ambicioso se distingue por una ampliación de la alusión histórica así como por una reducción del contenido real. De hecho, tal arte suele invocar modelos diferentes y aun inconmensurables, pero no tanto para embutirlos en un pastiche histérico (como en gran parte del arte de los ochenta), como para elaborarlos mediante una práctica reflexiva, para convertir las auténticas limitaciones de estos modelos en una conciencia crítica de la historia, artística o no. Así, está el método de la lista de precursores de Judd, especialmente cuando parece más delirante, como en su yuxtaposición de las posiciones opuestas de Duchamp y la pintura de la Escuela de Nueva York. Pues Judd no trata solamente de extraer una nueva práctica de estas posiciones, sino de superarlas, en este caso para llegar más allá de la «objetividad» (sea en la versión nominalista de Duchamp o en la formalista de la Escuela de Nueva York) hasta llegar a los «objetos específicos»[7].
Estos movimientos encierran los dos retornos a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta que podrían calificarse como radicales en el sentido anteriormente indicado: los readymades del dadá duchampiano y las estructuras contingentes del constructivismo ruso, es decir, estructuras como los contrarrelieves de Tatlin o las construcciones colgantes de Rodchenko, que se reflejan internamente en el material, la forma y la estructura, y externamente en el espacio, la luz y el contexto. Inmediatamente surgen dos preguntas. ¿Por qué, pues, estos retornos? ¿Y qué relación plantean entre los momentos de aparición y de reaparición? ¿Son los momentos de posguerra repeticiones pasivas de los momentos prebélicos, o es que la neovanguardia actúa sobre la vanguardia histórica de un modo que únicamente ahora podemos apreciar?
Permítaseme responder a la cuestión histórica brevemente; luego me centraré en la cuestión teórica, que afecta a la temporalidad y narratividad de las vanguardias. Mi explicación del retorno del readymade dadaísta y la estructura constructivista no resultará una sorpresa. Por más que estética y políticamente diferentes, ambas prácticas combaten los principios burgueses del arte autónomo y el artista expresivo, la primera mediante la aceptación de los objetos cotidianos y una pose de indiferencia estética, la segunda mediante el empleo de materiales industriales y la transformación de la función del artista (especialmente en la fase productivista de las campañas de agitprop y los proyectos de fábricas)[8]. Así, para los artistas norteamericanos y europeos occidentales de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, dadá y constructivismo ofrecían dos alternativas históricas al modelo moderno dominante en la época, el formalismo específico para el medio desarrollado por Roger Fry y Clive Bell para el postimpresionismo y sus secuelas y refinado por Clement Greenberg y Michael Fried para la Escuela de Nueva York y sus secuelas. Puesto que este modelo fue proyectado en particular sobre la autonomía intrínseca de la pintura moderna, comprometida con los ideales de la «forma significante» (Bell) y la «opticidad pura» (Greenberg), los artistas descontentos se vieron arrastrados a los dos movimientos que trataban de superar esta autonomía aparente: definir la institución del arte en una investigación epistemológica de sus categorías estéticas y/o destruirla en un ataque anarquista a sus convenciones formales, como hizo dadá, o bien transformarla según las prácticas materialistas de una sociedad revolucionaria, como hizo el constructivismo ruso; en cualquier caso, reubicar el arte en relación no sólo con el espacio-tiempo mundano, sino con la práctica social. (Por supuesto, el desprecio de estas prácticas dentro de la explicación dominante de la modernidad no hizo sino aumentar, según la antigua asociación vanguardista de lo crítico con lo marginal, la atracción de lo subversivo y lo reprimido.)
En su mayoría, estas recuperaciones fueron autoconscientes. A menudo formados en novedosos programas académicos (el título de licenciado en bellas artes se creó en esa época), muchos artistas de finales de los cincuenta y principios de los sesenta estudiaron las vanguardias de antes de la guerra con un nuevo rigor teórico; y algunos empezaron a ejercer como críticos de un modo distinto de sus predecesores belletristas u oráculo-modernos (piénsese en los primeros textos de Robert Morris, Robert Smithson, Mel Bochner y Dan Graham entre otros). En los Estados Unidos a esta conciencia histórica se unió la recepción de la vanguardia en la misma institución que con frecuencia