al arte contemporáneo como atrasado, redundante, repetitivo.
Junto con una tendencia a tomar en serio la retórica vanguardista de ruptura, este evolucionismo residual lleva a Bürger a presentar la historia como a la vez puntual y final. Así, para él una obra de arte, un deslizamiento en la estética, ocurre toda a la vez, enteramente significante en su primer momento de aparición, y ocurre de una vez por todas, de modo que cualquier elaboración no puede ser sino un ensayo. Esta concepción de la historia como puntual y final subyace a su narración de la vanguardia histórica como puro origen y de la neovanguardia como repetición espúrea. Esto es bastante malo, pero las cosas empeoran, pues repetir la vanguardia histórica, según Bürger, es cancelar su crítica de la institución del arte autónomo; más aún, es invertir esta crítica hasta convertirla en una afirmación del arte autónomo. Así, si los readymades y los collages desafiaban los principios burgueses del artista expresivo y la obra de arte orgánica, los neoreadymades y los neocollages reinstauran estos principios, los reintegran mediante la repetición. Asimismo, si dadá ataca por igual al público y al mercado, los gestos neodadá se adaptan a ellos, pues los espectadores no están sólo preparados para tal impacto, sino ansiosos de su estimulación. Y la cosa no para ahí: para Bürger la repetición de la vanguardia histórica por la neovanguardia no hace sino convertir lo antiestético en artístico, lo transgresor en institucional.
Por supuesto, esto es verdad. Por ejemplo, la recepción protopop y nouveau-réaliste del readymade sí tendió a hacer a éste estético, a recuperarlo como mercancía artística. Cuando Johns bronceó y pintó sus dos cervezas Ballantine (a propósito de una observación de Willem de Kooning, cuenta la leyenda, de que Leo Castelli era capaz de vender cualquier cosa, incluidos botes de cerveza), él sí redujo la ambigüedad duchampiana del urinario o el escurrebotellas como una (no)obra de arte; únicamente sus materiales significaban lo artístico. Asimismo, cuando Arman reunió y compuso sus readymades asistidos, sí invirtió el principio duchampiano de la indiferencia estética; sus ensamblajes hacían gala de transgresión o de gusto. Más notoriamente, con figuras como Yves Klein la provocación dadaísta se convirtió en espectáculo burgués, «una vanguardia de escándalos disipados», según señaló Smithson en 1966[16]. Pero con eso no se ha dicho todo de la neovanguardia ni termina ahí; de hecho, uno de los proyectos de los años sesenta, como sostendré, es criticar la vieja charlatanería del artista bohemio tanto como la nueva institucionalización de la vanguardia[17]. Pero la cosa no termina aquí para Bürger porque no consigue reconocer el arte ambicioso de su tiempo, un defecto fatal en muchos filósofos del arte. Como resultado, únicamente puede ver la neovanguardia in toto como inútil y degenerada en relación romántica con la vanguardia histórica, sobre la cual en consecuencia proyecta él no sólo una eficacia mágica, sino una autenticidad prístina. Aquí, pese a que parte de Benjamin, Bürger afirma los mismos valores de autenticidad, originalidad y singularidad que Benjamin puso bajo sospecha. Crítico de la vanguardia en otros respectos, aquí Bürger se aferra a su sistema de valores.
Aunque simple, su estructura de pasado heroico frente a presente fracasado no es estable. A veces, los éxitos reconocidos a la vanguardia histórica son difíciles de distinguir de los fracasos atribuidos a la neovanguardia. Por ejemplo, Bürger sostiene que la vanguardia histórica revela que los «estilos» artísticos son convenciones históricas y trata las convenciones históricas como «medios» prácticos (pp. 18-19 [pp. 55-56]), un doble movimiento fundamental para su crítica del arte como algo más allá de la historia y carente de propósito. Pero este movimiento de los estilos a los medios, este paso de una «sucesión histórica de técnicas» a una posthistórica «simultaneidad de lo radicalmente dispar» (p. 63 [p. 123]), parecería empujar al arte a lo arbitrario. Si esto es así, ¿en qué es la supuesta arbitrariedad de la vanguardia histórica diferente de la pretextada absurdidad de la neovanguardia, «una manifestación desprovista de sentido y que permite la postulación de cualquier significado» (p. 61 [p. 121])?[18] Hay una diferencia, sin duda, pero de grado, no de especie, que apunta a un flujo entre las dos vanguardias que por lo demás Bürger no permite.
Jasper Johns, Bronce pintado, 1960.
Mi propósito no es ensañarme con este texto veinte años después; en cualquier caso, su principal tesis es demasiado influyente como para descalificarla sin más. Lo que quiero es más bien mejorarla en lo que pueda, complicarla con sus propias ambigüedades, en particular sugerir un intercambio temporal entre las vanguardias históricas y las neovanguardias, una compleja relación de anticipación y reconstrucción. La narración de causa y efecto directos, de un antes y un después lapsarios, de origen heroico y repetición como farsa por parte de Bürger ya no funciona. Muchos de nosotros recitamos esta narración sin pensar mucho, pero con gran condescendencia hacia la misma posibilidad del arte contemporáneo.
En ocasiones Bürger se aproxima a tal complicación, pero en último término se resiste a ella. Donde más manifiesto resulta esto es en su explicación del fracaso de la vanguardia. Para Bürger la vanguardia histórica también fracasó –los dadaístas en destruir las categorías artísticas tradicionales, los surrealistas en reconciliar la transgresión subjetiva y la revolución social, los constructivistas en hacer colectivos los medios culturales de producción–, pero fracasó heroica, trágicamente. Meramente fracasar de nuevo, como según Bürger hace la neovanguardia, en el mejor de los casos es patético y una farsa, en el peor cínico y oportunista. Aquí Bürger se hace eco de la famosa observación de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), maliciosamente atribuida a Hegel, de que todos los grandes acontecimientos de la historia universal ocurren dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. (A Marx lo que le preocupaba era el retorno de Napoleón, amo del primer Imperio Francés, disfrazado de su sobrino Luis Bonaparte, siervo del segundo Imperio Francés.) Este tropo de la tragedia seguida por la farsa es atractivo –su cinismo protege de muchas ironías históricas–, pero ni mucho menos basta como modelo teórico, no digamos como análisis histórico. Sin embargo, se halla presente en todas las actitudes hacia el arte y la cultura contemporáneos, donde primero construye lo contemporáneo como posthistórico, un mundo simulado de repeticiones fracasadas y pastiches patéticos, y luego lo condena como tal desde un mítico punto de escape crítico más allá de todo ello. En último término, este punto es posthistórico y su perspectiva es tanto más mítica allí donde pretende ser más crítica[19].
Para Bürger el fracaso tanto de las vanguardias históricas como de las neovanguardias nos lanza a todos a la irrelevancia pluralista, «la postulación de cualquier significado». Y concluye que «ningún movimiento en las artes hoy en día puede legítimamente afirmar que es históricamente más avanzado, en cuanto arte, que otro» (p. 63 [p. 124]). Esta desesperación tiene también su atractivo –tiene el pathos melancólico de toda la Escuela de Frankfurt–, pero su fijación en el pasado es la otra cara del cinismo en relación con el presente que Bürger a la vez desprecia y apoya[20]. Y la conclusión es histórica, política y éticamente errónea. En primer lugar, pasa por alto la auténtica lección de la vanguardia que Bürger enseña en otra parte: la historicidad de todo el arte, incluido el contemporáneo. Tampoco tiene en cuenta que una comprensión de esta historicidad puede ser un criterio por el cual en la actualidad el arte puede afirmar que es avanzado. (En otras palabras, el reconocimiento de la convención no tiene por qué resultar en la «simultaneidad de lo radicalmente dispar»; por el contrario, puede inspirar un sentido de lo radicalmente necesario.) En segundo lugar, pasa por alto que, más que invertir la crítica de preguerra de la institución del arte, la neovanguardia ha contribuido a ampliarla. También pasa por alto que con ello la neovanguardia ha producido nuevas experiencias estéticas, conexiones cognitivas e intervenciones políticas, y que estas aperturas pueden constituir otro criterio por el cual hoy en día el arte puede afirmar que es avanzado. Bürger no ve estas aperturas,