Michael Caine

La gran vida


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End que uno pueda imaginar. Fue duro, muy duro: a la niñera no le habría gustado nada. El jaleo empezó ya en la cola, con todo el mundo colándose y empujando, y cuando nos sentamos comenzó el lanzamiento de misiles de un extremo al otro de la sala. Pero entonces se apagaron las luces, empezó la película, y me trasladé a otro mundo. Me dieron con una naranja en la cabeza y ni me enteré. Me tiraron encima un helado y me limpié sin apartar los ojos de la pantalla. Estaba tan absorto en la historia que al rato apoyé los pies contra el asiento de delante para estirar las piernas, con la mala fortuna de que alguien había desatornillado los asientos del suelo y toda mi fila de asientos se volcó sobre el regazo de los espectadores de atrás. Ellos gritaban y nosotros allí, patas arriba: caos absoluto. Pararon la película. Las acomodadoras vinieron corriendo. «¿Quién ha sido?». Fui delatado sin piedad y, de paso, me llevé una colleja. El orden se restableció y reanudaron la película. Segí viéndola con los ojos anegados en lágrimas. Así supe que había descubierto mi porvenir.

      Por supuesto, para entonces yo ya llevaba actuando alrededor de un año. La primera lección de interpretación me la dio mi madre cuando yo tenía tres años. Ella misma escribió el guion, de hecho. Éramos pobres y a veces mamá se retrasaba en el pago de las facturas, así que cada vez que el casero venía a cobrar el alquiler, se escondía detrás de la puerta mientras yo abría y repetía, con gran precisión, mi primera frase: «Mi mamá no está». Al principio respondía muerto de miedo, pero poco a poco fui ganando confianza. Enseguida accedí a un público más exquisito. Cierta vez, incluso, logré convencer al pastor que venía a recolectar dinero para la iglesia del barrio. Sin embargo, no siempre tenía éxito. En otra ocasión sonó el timbre y nos preparamos para la actuación habitual, pero cuando abrí la puerta no me encontré con el casero, sino con un desconocido de pelo largo, alto, con barba tupida y mirada penetrante. Creo que nunca antes había visto una barba y me quedé como un pasmarote, con la boca abierta y mirándolo fijamente. Me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.

      —Soy testigo de Jehová—, dijo fulminándome con la mirada—. ¿Está tu madre en casa?

      Apenas pude tartamudear la réplica:

      —Mi mamá no está.

      No se lo tragó.

      —Nene, si dices mentiras no irás al cielo.

      Le cerré la puerta en las narices y apoyé la espalda contra ella, temblando. Ya sabía a quién me recordaba: a Jesucristo. Mientras subíamos los tres largos tramos de escaleras que había hasta nuestro piso, le pregunte a mi madre:

      —Mamá, ¿dónde está el cielo?

      —No tengo ni idea, hijo, pero te aseguro que no muy cerca de aquí —resopló ella.

      Debuté en un escenario a los siete años, en la función de Navidad del colegio. Estaba muy nervioso, pero cuando hice mi aparición el público estalló en una carcajada. Me encantó. No está nada mal, pensé. En ese momento me di cuenta de que tenía la bragueta bajada. Muchos años después, ­preparándome para interpretar a un psiquiatra en Vestida para matar (un psiquiatra homicida y travestido, para más señas), leí algunos estudios psiquiátricos y una de las conclusiones me impactó especialmente: sugería que todos nos convertimos en lo que más tememos. Durante mi infancia padecí un miedo escénico agudo. Cuando recuerdo lo tímido que era entonces me doy cuenta de lo acertado de esa teoría en mi caso. Yo no era uno de esos chavales que hacen monerías delante de cualquiera. Si venía un extraño a casa, me parapetaba tras las cortinas hasta que se marchaba. Era el niño más tímido del mundo, hasta el punto de que me hice actor para superar ese miedo a enfrentarme a los demás. Cuando actúas, proyectas hacia el público un papel y mantienes a tu verdadero yo tras las cortinas. Durante la promoción de Harry Brown, un periodista me preguntó a qué personaje me parecía más: a Alfie, a Harry Palmer o a Jack Carter. Contesté: «Jamás he interpretado a nadie ni remotamente parecido a mí». No parecía entenderlo. Así que añadí: «Los conozco a todos, pero no soy ninguno de ellos».

      Mi primera aparición pública tuvo lugar en el ala benéfica del hospital St. Olave’s, en Rotherhithe, en donde vine al mundo el martes 14 de marzo de 1933. No fue un comienzo fácil. Y probablemente tampoco fui el bebé más guapo del mundo, en contra de la opinión de mi madre. Me pusieron Maurice Joseph Micklewhite por mi padre, y nací con blefaritis, una enfermedad ocular leve pero incurable, no contagiosa, que hace que los párpados se inflamen. Nunca le pregunté a Robert Mitchum si también la padecía. Pero como muchas cosas que en principio parecen un inconveniente, aquello acabó siendo una ventaja: en pantalla, los párpados caídos me daban un aire somnoliento y apático. Por supuesto, cierto aire desabrido puede resultar atractivo. Pero, en lo tocante a la apariencia, mis orejas tampoco pasaban desapercibidas. Aquello nunca supuso un problema en la carrera de Clark Gable, pero mi madre estaba decidida a que nadie se burlase de mí y cada noche, durante mis primeros dos años de vida, me pegó las orejas a la cabeza con esparadrapo antes de acostarme. Funcionó, sí, pero me resisto a recomendárselo.

      Así que ese era yo: ojos ridículos, orejas de soplillo y, para colmo, raquítico. El raquitismo es la enfermedad de los pobres, una falta de vitaminas que debilita los huesos. Aunque acabé superándolo, todavía hoy tengo los tobillos endebles. Cuando empecé a caminar, los tobillos no soportaban mi peso, de modo que me vi obligado a usar zapatos ortopédicos. Ah, y también tenía un tic facial incontrolable. Sinceramente, la actuación era lo último en lo que nadie habría pensado al verme.

      Puede que fuésemos pobres. Puede que yo fuese tímido y, al menos en mis primeros años, bastante feo; pero cuando miro atrás, me doy cuenta de la suerte que tuve. No recuerdo haber pasado nunca hambre o frío, ni haber ido desaseado, ni sentirme poco querido. Mis padres eran de clase obrera y trabajan duro para poder darnos un hogar a mí y a mi hermano Stanley —que nació dos años y medio después que yo—. Papá era medio gitano. Dos ramas de la familia, los O’Neill y los Callaghan (dos mujeres apellidadas así firman en mi certificado de nacimiento), habían emigrado desde Irlanda y habían acabado en Elephant porque se dedicaban a la venta de caballos y allí había un gran mercado. Mi padre no se incorporó al negocio; trabajaba como mozo en la lonja de pescado de Billingsgate, al igual que generaciones y generaciones de Micklewhite antes que él durante cientos de años. Se levantaba a las cuatro de la mañana y pasaba las siguientes ocho horas acarreando cajas de pescado congelado. No era una ocupación que le apasionase pero, aunque era un hombre muy inteligente, no tenía estudios y el trabajo físico era la única salida. Los puestos de trabajo en Billingsgate estaban muy cotizados, era un empresa sindical, así que solo podías conseguir un empleo si un familiar tuyo trabajaba allí. Mi padre me dijo una vez, con cierto orgullo, que cuando fuese mayor podría conseguirme trabajo sin problema. No osé responderle que antes prefería la muerte.

      Incluso sin estudios, papá era una de las personas más brillantes que he conocido. Se construyó una radio de cero y leía biografías a todas horas. Se interesaba mucho por la vida real de las personas. Murió cuando yo tenía tan solo veintidós años, no llegué a conocerlo como adulto, pero hasta entonces nos llevamos muy bien. En muchos sentidos, era mi ídolo. Mi madre siempre rompía a llorar en Navidad. Me miraba y decía: «Eres igual que tu padre». A lo que yo respondía: «Sí, lo soy». Mi carácter es calcado al suyo: él fue un chaval duro, como yo. Cuando pienso en su vida, me conmueve tanto talento desperdiciado (no solo el suyo, sino el de generaciones y generaciones de su familia y de familias como la suya) en trabajos manuales no cualificados. Y aunque sé que ahora el mundo es un lugar mejor, que los chicos como mi padre tienen al menos la oportunidad de ir a la escuela y aprender algo, sigo pensando que estamos fallando a todos aquellos que no encajan en el sistema educativo. Lo sé porque yo tampoco encajaba.

      Por aquel entonces, mi padre formaba parte de una nueva generación de trabajadores que no confiaban en recibir ningún tipo de ayuda; se limitaban a procurar salir adelante junto a sus familias. Nací en plena Depresión, todo el mundo se dejaba la piel para sobrevivir. Mi padre leía la prensa a diario, pero no recuerdo haberlo visto nunca discutiendo de política, y tampoco era miembro de ningún sindicato ni militante de causa alguna. De hecho, no votó en su vida. Se veía totalmente fuera del sistema y, aunque se benefició de los fondos del estado de bienestar, de la seguridad social y de las medidas de