lo mejor que me ha pasado nunca. Para un mocoso de la calle muerto de hambre como yo, Norfolk era un paraíso, comparado con la niebla densa y la suciedad de Londres. Cuando llegué allí, estaba hecho un tirillas, pero al cumplir catorce años ya había dado el estirón hasta el metro ochenta, como un girasol. O una mala hierba. Debido al racionamiento no había azúcar, dulces ni pasteles; nada artificial. Muy al contrario: buena comida, complementada con conejos de campo y huevos de gallineta. Y todo era orgánico, porque los fertilizantes químicos hacían falta para fabricar explosivos. En consecuencia, mis años de juventud fueron inesperadamente saludables. Vivíamos apretujados junto a otras diez familias en una vieja granja, pero teníamos aire libre, buena comida y, lo mejor de todo, podíamos corretear a nuestras anchas por el campo. Yo solía salir con un grupo de evacuados, porque las madres del pueblo no permitían a sus hijos jugar con nosotros: les parecíamos muy rudos y nuestra forma de hablar les generaba suspicacias, por decirlo suavemente. Hoy en día lo pienso y, sí, creo que éramos unos auténticos vándalos. Saqueábamos huertos, robábamos la leche de la puerta de los vecinos y nos pasábamos el día peleándonos con los chicos del lugar. Pero todas aquellas experiencias transformaron mi vida. Adoraba el campo porque había acabado allí, y adoraba Londres porque lo había dejado atrás.
Tras seis meses en Norfolk, mi padre volvió a casa con dos semanas de permiso. Nosotros esperábamos que nos relatase sus batallas contra los alemanes al estilo del Llanero Solitario, pero él estaba agotado. Nos dijo que venía de un sitio de Francia que se llamaba Dunkerque. A nosotros aquel nombre no nos dijo nada por aquel entonces, pero hoy en día me imagino el infierno que debió de vivir allí. Cuando acabó el permiso lo destinaron al norte de África con el Octavo Ejército para luchar contra Rommel. No volvimos a verlo en cuatro años.
Y la guerra alcanzó incluso al aletargado Norfolk. Estados Unidos se sumó al conflicto y de pronto vivíamos rodeados de siete enormes bases para bombarderos del Ejército del Aire estadounidense, espectadores en primera fila de la guerra aérea. Desde tierra veíamos a los aviones alemanes atacando a nuestros propios cazas. Fuimos testigos de sus mortales resultados: uno tras otro, los aviones caían en picado y se estrellaban en los campos que nos rodeaban. Nunca se me había ocurrido relacionar las batallas que veía en las películas con la vida real. Ahora, cuando nos acercábamos hasta los aviones abatidos, a menudo antes que la policía o la Guardia Nacional, veía cadáveres por primera vez.
Quizá Hitler no llegó a invadirnos, pero los americanos, ciertamente, sí que lo hicieron. Los pueblos y aldeas de Norfolk estaban infestados de despreocupados y afables aviadores americanos que masticaban chicle, parecían pensar que todo aquello era una guasa y asombraban a los lugareños con su generosidad y sus ganas de diversión. Todo lo que yo sabía sobre los Estados Unidos lo había aprendido en mis visitas semanales al cine, y aquellos valientes jóvenes fueron los primeros americanos que conocí de primera mano. Fue el comienzo de un romance con los Estados Unidos y sus costumbres que ha perdurado durante toda mi vida.
Pero no solo me eduqué a través del cine. Tuve mucha suerte con mi maestra en la escuela primaria: la señorita Linton, una marimacho, fumadora empedernida, bebedora de whisky, y también una gran influencia positiva. Ahora que lo pienso, probablemente era lesbiana y quizá me consideraba el hijo que nunca tuvo. Y también supo ver algo en mí, me animó a leer vorazmente, me enseñó matemáticas a través del póquer, y un día inolvidable atravesó a toda velocidad la pradera del pueblo, ataviada con su indumentaria académica, para comunicarme que, tras superar el examen, me habían concedido una beca para hacer el bachillerato en Londres. Yo era el primer alumno de la escuela local que lo lograba. Mi madre había encontrado un trabajo como cocinera y nos habíamos mudado a las dependencias del servicio de una casona llamada The Grange, en las afueras del pueblo. Comparado con Elephant and Castle, aquello era un lujo inimaginable: luz eléctrica, cocina totalmente equipada, comida de primera categoría e inagotable (nos dejaban las sobras) y agua corriente, fría y caliente. Incluso tenían un piano en la sala de visitas, con un lateral en forma de arpa, nada que ver con los armatostes que yo había visto en los pubs de Londres.
La casa era propiedad de una familia apellidada English y su fortuna provenía de una compañía maderera: Gabriel, Wade and English. El nombre se me quedó grabado. Años después, Shakira y yo dábamos un paseo junto al Támesis un domingo soleado cuando pasamos frente a un viejo almacén que, para mi sorpresa, tenía pintado aquel nombre en un lateral. Creo que, por algún motivo, nunca me creí del todo que fuera una auténtica empresa. El señor English era encantador conmigo e incluso se había ofrecido a costearme el bachillerato y la universidad si no conseguía la beca. Yo era un muchacho peculiar, bastante solitario, pero caía bien a la gente, y el señor English a menudo me invitaba a pasar a las dependencias principales de la casa para tomar el té en la sala de visitas. Yo pensaba: algún día, también yo poseeré todo esto… Y la casa de Surrey en la que ahora vivo es, en realidad, su casa, porque he replicado su vida. Y eso incluye también la comida. Como solíamos alimentarnos de las sobras de las cenas de los English, de joven me acostumbré a la caza —faisán y perdiz—, y aquello me condicionó para siempre. Hoy en día me alimento como un terrateniente… ¡pero como un terrateniente que visita Francia a menudo!
A medida que envejeces, te das cuenta de que hay muchas cosas que quizá estés haciendo ya por última vez. Hace un par de años volví a North Runcton con mi hija Natasha. Me habían invitado para inaugurar una placa en el colegio en el que hice mi primera actuación. Nos ofrecieron una gran bienvenida y nos mostraron las instalaciones, que se habían modernizado de manera impresionante, y después nos llevaron a The Grange, donde el actual propietario me permitió atravesar la puerta principal por primera vez. Al igual que el colegio, la casa había cambiado. Las dependencias donde habíamos vivido ahora eran un garaje doble, pero las dos ventanas en voladizo de la sala de invitados desde las que se dominaban los campos circundantes seguían siendo las mismas que cuando el señor English me invitaba a tomar el té. Y allí, en aquel momento, me di cuenta de que gran parte de mí se había conformado en aquella estancia, mientras que otra gran parte lo había hecho en la escuela que acabábamos de visitar. Cuando emprendimos el viaje de vuelta, a medida que nos alejábamos de North Runcton, fui consciente de estar despidiéndome de mi infancia y de personas que, aunque ya llevaban mucho tiempo muertas, habían sido muy importantes para mí.
Gracias a la señorita Linton —y, de no haber aprobado, al señor English— pude hacer el bachillerato. La escuela de evacuados más cercana, Hackney Downs Grocers, era principalmente judía. Yo nunca había visto antes a un judío, pero mi madre me dijo que el corredor de apuestas de papá era judío, y que también lo era Tubby Isaacs, el tipo que vendía a papá sus jellied eels2. Ambos estaban gordos. Mamá también me dijo que los judíos eran tan listos porque comían mucho pescado (yo odiaba todo lo que papá traía del mercado antes de la guerra) y que la mayoría de ellos tenían mucho dinero, lo cual me parecía lógico, dado que papá gastaba casi todo el suyo en las apuestas, y lo poco que le quedaba, en jellied eels. Así pues, me impactó llegar a mi nueva escuela y descubrir que, aunque eran muy listos, aquellos muchachos ni estaban gordos ni eran ricos: eran, la verdad, exactamente como yo. Incluso compartíamos nombre. «Maurice» era un nombre bastante raro en Elephant and Castle, pero allí parecía que todos se llamasen así. Es más, muchos de ellos, además, se apellidaban Morris3. Muy desconcertante todo. La única diferencia apreciable respecto a los chicos con los que había ido antes a la escuela era que estos trabajaban duro. Habían heredado esa actitud de sus padres. Los padres de mi mejor amigo, Morris (no me invento el nombre), estaban obsesionados con su educación y, efectivamente, casi todos los días comían pescado.
Volvimos a Londres en 1946. Fue una época deprimente. Muchas de las calles de mi infancia habían desaparecido y todo estaba cubierto por los escombros de edificios derruidos. Cuando desmovilizaron a mi padre, después de haber luchado durante toda la guerra, desde El Alamein hasta la liberación de Roma, el Ayuntamiento nos reubicó en una casa prefabricada. Años después, durante el rodaje de La batalla de Inglaterra, comí con el general Adolf Galland, el antiguo jefe de la Luftwaffe, que colaboraba como asesor técnico. Yo no sabía si darle un bofetón o felicitarlo por su programa de erradicación de los suburbios, pero habría dado lo mismo: al parecer, todavía no se había enterado de que los alemanes habían perdido. Se suponía que las casas prefabricadas eran un arreglo temporal