de que incumples mis órdenes. No quiero que quede ningún turco para contarlo.
Seis agentes descendieron no sin cierta dificultad los ciento cincuenta metros del desnivel que separaba a los serbios de los cadáveres. Desde lo alto, Darko aún pudo escuchar algunos disparos destinados a rematar a unos heridos que, en su estado, hubieran fallecido pocas horas después. Ivanković, desoyendo las órdenes recibidas, fue incapaz de rematar a un joven que, con los miembros destrozados, imploraba una muerte rápida. Sin embargo, sintiendo una enorme compasión por el muchacho, le entregó su propia pistola para que acabara él mismo con su sufrimiento, como así hizo de inmediato. Cuando los serbios se hubieron retirado del lugar de la masacre, solo quedó un escenario dantesco de cadáveres sanguinolentos y desfigurados. Sin embargo, a pesar de la implacable minuciosidad con la que actuaron contra sus víctimas, doce personas sobrevivieron. Uno de ellos, de nombre Midhat Mujkanović, que había podido saltar al abismo sin recibir ni un solo disparo, logró cubrirse bajo un cadáver salvando de esta forma la vida.
Los policías serbios regresarían dos días después al lugar de la matanza para quemar los cadáveres y enterrar los restos. Darko pretendía evitar que alguien acabara descubriendo la masacre no por un tardío sentimiento de vergüenza ante el vil acto cometido, sino para no incrementar la mala prensa que su causa estaba recibiendo en diversos medios internacionales. En el mundo se conocían ya las matanzas de Bijeljina o Sanski Most, la existencia de campos de prisioneros donde los musulmanes sufrían todo tipo de vejaciones o las sistemáticas violaciones de mujeres practicadas por los serbios. Sin embargo, la medida no logró evitar el escándalo. En cuanto se sintieron a salvo en manos de otros serbios menos crueles, los supervivientes tuvieron el valor de denunciar lo sucedido, añadiendo un nuevo episodio de brutalidad a la ya abultada lista de crímenes cometidos por los nacionalistas serbios en Bosnia.
Ajeno a la mala prensa que tenía su causa, Darko continuó ejerciendo de policía en Prijedor hasta que, a finales de 1995, la guerra concluyó mediante un acuerdo del que no quedó para nada satisfecho. La injerencia norteamericana y la amenaza de una intervención masiva de la OTAN obligaron a los políticos serbobosnios, presionados asimismo por un cansado Slobodan Milosević, presidente de Serbia y su antiguo mentor, a aceptar un tratado de paz que los obligaba a ceder una parte del territorio conquistado. A pesar de todo, se reconoció la existencia de una república serbia autónoma dentro de la República de Bosnia y Herzegovina. Algo que para Darko no era más que una concesión a los «turcos», una resolución que impedía integrar a los serbobosnios en la Madre Patria Serbia con capital en Belgrado.
En los años sucesivos, Darko continuó en su puesto de policía en Prijedor, donde se consideraba a salvo a pesar de que el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia había dictado una orden de detención contra él, acusado de crímenes contra Humanidad y violación de las leyes y costumbres de guerra.
El 12 de junio de 2002 se presentó en su domicilio una unidad de tropas británicas integradas en las fuerzas de pacificación de la OTAN desplazadas en Bosnia, que procedió a su arresto y lo trasladó de inmediato a La Haya donde sería juzgado por aquellos crímenes. Atrás dejaba a su esposa y dos hijos, temiendo que nunca más volvería a verlos.
El 31 de marzo de 2004, Darko tuvo que escuchar de labios del juez holandés Alphonsus Martinus Maria Orie, presidente del tribunal que vio su causa, la sentencia que lo condenaba a diecisiete años de cárcel. Dura pena que, no obstante, habría podido ser más elevada de no ser porque el procesado reconoció los hechos imputados, mostró arrepentimiento y declaró haber actuado en cumplimiento de órdenes superiores.
Ante la falta de plazas en Holanda para tanto serbobosnio condenado o en prisión preventiva, el ex-policía sería trasladado, en noviembre, a la prisión Madrid IV, ubicada en el municipio de Navalcarnero. Allí dispondría de tiempo suficiente para aprender a hablar español con fluidez, y para mostrarse ante todo aquel que se prestara a escucharle, orgulloso por su actuación en la guerra de Bosnia.
Cierto día coincidió en el comedor de la cárcel con un joven recién llegado, en tránsito desde la prisión de Cádiz a la de Asturias, que se presentó como Josué Estébanez de la Hija.
—¿Y tú por qué estás aquí? —le preguntó el serbobosnio.
—Por matar en defensa propia a un antifascista que pretendía agredirme en el metro de Madrid.
—¿Por matar a un antifascista? ¿Y eso?
—El tío y su cuadrilla pretendían reventar una manifestación de los nuestros y al final todo se lio.
—Chico —le indicó Darko—, equivocaste el objetivo. Los enemigos de España, como también lo son los de mi patria serbia, son los musulmanes, los turcos. Yo maté unos cuantos durante la guerra, y vosotros deberíais hacer lo mismo. Los antifascistas, en definitiva, no tienen ni media hostia, no representan peligro alguno.
Durante el traslado a la prisión asturiana de Villabona, Josué no hizo sino meditar sobre las palabras de aquel tipo. Quizá tuviera razón, quizá tendría que haber liquidado a dos o tres malditos terroristas islámicos en lugar de a un chaval alocado cuyo único pecado había sido el de meterse con él. Posiblemente, de haber actuado de esa forma, hubiera salido mejor parado en el juicio.
El 25 de octubre de 2013, Darko abandonó su prisión española y pudo regresar a Prijedor, tras haber recibido la libertad condicional del tribunal que lo juzgó en La Haya. Sin embargo, en Bosnia lo aguardaban, además de su esposa y sus hijos, nuevos problemas con la justicia, pues dos años más tarde el alto tribunal de Sarajevo volvió a condenarlo a quince años más de prisión por otros asesinatos cometidos durante la guerra mientras ejerció como policía en Prijedor. Los cerdos musulmanes, así lo pensó, se estaban saliendo con la suya.
EL MUERTO AGARROTADO
El mismo viernes día 15, por la noche, el asesinato —porque de un asesinato se trataba, tal y como determinó la autopsia— de Francisco Rodríguez García pasó a ser investigado por inspectores de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta (conocida comúnmente como UDEV). El juez que había llevado en Guadalajara las primeras diligencias de la instrucción acabaría pasando el caso ese mismo día, en cuanto se conoció la identidad del muerto, a un juzgado de instrucción madrileño ubicado en la plaza de Castilla.
El traspaso se produjo en torno a las nueve de la noche, cuando toda la información y todas las muestras obtenidas en el lugar del hallazgo fueron trasladadas informática y físicamente a esos mismos inspectores —que ya estaban al corriente de la desaparición por haber recibido el dato desde la comisaría de Madrid-Chamartín— y a las instalaciones de la policía científica situadas en el complejo de Canillas. Todo de acuerdo con el escrupuloso protocolo determinado para un crimen de aquellas características, encaminado a evitar la contaminación de las pruebas de cara a un más que previsible juicio penal.
Los agentes encargados del caso por el jefe de la Brigada de Investigación de Delitos contra las Personas eran la inspectora María José Salaverri, a todos efectos considerada jefa de un equipo que incluía a otros subinspectores especializados en cuestiones informáticas o científicas, y el inspector Víctor Casamián. Dos funcionarios perfectamente capaces de resolver cualquier crimen en el que se conociera la identidad de la víctima, por muy extraña que hubiera sido su forma de morir. Porque, en el caso que les había tocado en suertes, lo primero que llamaba la atención era precisamente eso, la forma de morir del difunto Rodríguez García, tal y como se recogía en la autopsia practicada.
«Compromiso neurológico en anoxia con parada cardiorrespiratoria, además de las consecuencias derivadas de rotura traqueal y vértebras cervicales, todo ello producido por algún mecanismo que incluya una argolla metálica...».
El reloj señalaba ya las diez de la noche, cuando los dos investigadores todavía seguían asombrados ante aquellas palabras. Para estar más seguros de lo que pretendían decir, habían telefoneado al forense encargado de la necropsia en Guadalajara. Este, aunque se encontraba ya en su domicilio, atendió amablemente la consulta de los policías.
—Perdone