Eladi Romero García

Regreso al planeta de los simios


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      —Vale, vamos a ver qué nos canta ahora nuestro Pablo el asturiano.

      El concierto se prolongó durante una hora más, tiempo en el que Adrián no dejó de escuchar sonoros aplausos y gritos exaltados, con los que la rubia parecía animarse como una colegiala en una actuación de Justin Bieber. Y cuando el cantante dio por finalizado el concierto, levantada ya de su silla y agitando los brazos, no dudó en exigir algún bis que calmara su excitación. Los jóvenes de alrededor, al contemplarla, no dudaron en corear sus exigencias como si estuvieran poseídos. Adrián se rehundió en su asiento, suplicando que, de haber algún mago en la sala, lo hiciera desaparecer de inmediato para evitar la vergüenza ajena que sentía.

      Al final hubo bises. Pablo regaló a su enfervorizado público dos canciones más, y al retirarse fue despedido con un dilatado aplauso general, con toda la gente en pie y gritando consignas como puxa Asturies o «vuelve, Pablo, vuelve». Aprovechando el bullicio, Adrián se dispuso a salir por un pasillo lateral para no verse obligado a hacerlo en medio de aquella exultante marea. Andaba ya por la mitad de la sala cuando le agarraron del hombro.

      —Chico, ¿te ha gustado el concierto? Yo he disfrutado una barbaridad...

      Como si se conocieran de toda la vida, la rubia acababa de sujetarlo con su mano izquierda para dirigirse a él con el cariñoso apelativo de «chico». El pensionista pensó si el principal problema de aquella mujer no radicaría en la vista, porque a su edad, llamarle de aquella manera sin antes haber comido juntos al menos en una ocasión, solo podía explicarse por un asunto de oftalmólogo. ¿Acaso no lo estaría confundiendo con otra persona?

      —Perdone, seño...ra... rita. ¿Nos conocemos de algo?

      —No creo..., ¿por qué lo preguntas?

      —No, por nada, como la noto tan... familiar.

      —Es que como hemos compartido juntos este maravilloso concierto, y al haber asistido los dos sin compañía alguna, no he podido evitar el comentarlo contigo. No tenía a nadie más con quien hacerlo, perdona si te he molestado...

      —No, no me ha molestado..., solo me ha resultado..., chocante.

      —¿Nos tomamos algo juntos?

      —¿Cómo dice?

      —Que si nos tomamos algo juntos. La gente ya comienza a salir, y debemos darnos prisa si no queremos que nos pille el toro.

      Adrián pensó que el toro le había pillado hacía ya un buen rato, aunque, más que dolor, lo que realmente sentía en aquellos momentos era excitación. ¿Qué demonios pretendía aquella atractiva mujer coqueteando con un jubilado cuyo círculo social se reducía a dos gatos y su vecino Ramón, cuando este tenía a bien salir de su casa?

      —Venga, hombre, anímate —insistió la rubia—, vamos a tomarnos un pelotazo.

      —¿Un pelotazo?

      —Ay, chico, quiero decir una copa. Pareces llegado de otro mundo.

      «La que pareces llegada de otro mundo eres tú... ¿Qué es lo que estás buscando? Porque si es dinero, has ido a pinchar en hueso. De todas formas, voy a seguirte la corriente, a ver hasta dónde alcanza este asunto... A nadie le amarga un dulce... Aunque no sé si debería fiarme demasiado...».

      —De acuerdo —aceptó Adrián—, una bebida rápida en algún lugar cercano. Luego tengo que viajar.

      Abandonaron el local casi en procesión, empujados por el público asistente. En la calle la temperatura debía de rondar los cuatro o cinco grados, por lo que ambos se colocaron sus piezas de abrigo. El atribulado pensionista no dejaba de observar disimuladamente a aquella extraña mujer que parecía haberse encaprichado de él, lo cual decía más bien poco en favor de su cordura.

      —¿Es usted de Burgos? —le preguntó.

      —No, madrileña, estoy visitando a unos amigos.

      —¿Y dónde le apetece que vayamos? Yo tampoco vivo aquí, ni conozco demasiado el ambiente de la ciudad.

      —Un poco más adelante hay una cafetería que está bien. Tú déjate guiar, chico.

      La insistencia en el uso del término «chico» comenzó a mosquearlo, porque Adrián, con sesenta y dos años a cuestas, precisamente estaba bien lejos de parecer un chico. En su cráneo, allí donde había pelo, primaban las canas; el clásico diseño de sus gafas le confería un aire de anciano de residencia, y en su rostro podían apreciarse ya algunas arrugas bastante notables. En justicia, llamarle «chico» sonaba más bien a burla. O aquella mujer estaba como una cabra, o definitivamente era una prostituta en busca de cliente, aunque un auditorio no fuera precisamente el lugar más adecuado para hacerlo. Decidió andar con ojo por si las cosas se torcían.

      Mientras cruzaban la plaza de la Libertad, la rubia no dejó de alabar las cualidades musicales de Pablo und Destruktion. Llegados ya a la calle del Condestable, de inmediato dieron con una cafetería bastante concurrida y aparente.

      —Aquí podemos tomarnos un gin-tonic —señaló por la mujer.

      —Bueno, no sé si me conviene tomar alcohol, luego tengo que conducir, ya se lo he dicho. Con este frío, un café con leche me vendrá mejor.

      —Toma lo que quieras, chaval, a mí me apetece un gin-tonic.

      «Chico», «chaval»... Decididamente, o estaba loca de remate, o necesitaba urgentemente una visita al oculista.

      La cafetería resultaba elegante, con un diseño interior bastante moderno y funcional, en el que destacaban algunas reproducciones de pinturas que en su momento fueron vanguardistas. En aquellos momentos apenas acogía a media docena de clientes. La improvisada pareja se acomodó frente a frente ante una mesa, y al instante una joven de acento eslavo les preguntó qué deseaban.

      —Un gin-tonic bien cargado, a poder ser de London.

      —No sé si tenemos —dijo tímidamente la camarera—, ahora le digo.

      —Si no es London, de cualquier otra marca, pero bien cargado —insistió la rubia, a quien parecía importarle más la cantidad que la calidad.

      —Para mí un café descafeinado con leche.

      La muchacha se retiró, y lo dos quedaron solos, Adrián se sentía ciertamente incómodo en una situación en la que no sabía a qué atenerse.

      —¿Acostumbra usted a toma copas con extraños? —se le ocurrió preguntar.

      —Ya lo sé, chico, ya lo sé que suena raro todo esto, pero es que el concierto me ha... emocionado, y necesitaba comentarlo con alguien. Y como tú también estás solo... —insistió la mujer recurriendo de nuevo al argumento de la soledad.

      «Pero antes de que Pablo comenzara a cantar ya me habías sacado la lengua... O sea que ya venías predispuesta...».

      —Yo soy muy abierta —continuó la rubia—, quizá demasiado, ya lo dice Mario, mi pareja...

      —¿Y por qué no ha venido con él?

      —No le va este tipo de música. Es más de Café Quijano y gente así. Por cierto, estamos aquí de cháchara y aún ni sabemos nuestros nombres. Yo me llamo Mónica, ¿y tú?

      El pensionista constató que, de cerca, la tal Mónica era aún mucho más hermosa de lo que había podido apreciar en la distancia. De hecho, lo que él había percibido como arrugas no eran más que unos pequeños hoyuelos en la mejilla que resaltaban la belleza de su rostro, un rostro jovial, en absoluto propio de una prostituta. Algo que le llevó a preguntarse de nuevo qué buscaba ella realmente al empeñarse en tomar una copa con él.

      —Adrián.

      —Pues encantada, Adrián... ¿Y de dónde eres?

      —Vivo en un pueblecito costero de Asturias que se llama Poo de Llanes.

      —Ah,