a Bumble House dos días atrás, ya que si no se habría visto obligada a bailar o incluso a tomar ratafía con el duque de Marwick.
Y a nadie le gustaba la ratafía. El motivo por el que estaba presente en todos y cada uno de los bailes seguía siendo una incógnita para Felicity.
—No podrías habernos presentado —le dijo al fin—. Todavía no conoces a Marwick. Nadie lo conocía. Porque es un ermitaño y un loco, si hemos de dar crédito a los rumores.
—Nadie se cree los rumores.
—Madre, todo el mundo cree en los rumores. Si no lo hicieran… —Se detuvo mientras la marquesa estornudaba—. ¡Jesús!
—Si Jesús tuviera algo que ver, ya se habría encargado él de casarte con el duque de Marwick.
Felicity puso los ojos en blanco.
—Madre, después de esta noche, si el duque de Marwick mostrara algún interés en mí sería un claro indicio de que es el tipo de loco de remate que corretea por esa enorme casa que tiene y colecciona mujeres solteras para ponerles vestidos bonitos y exponerlas en su museo privado.
Arthur parpadeó.
—Eso es un poco grotesco.
—Tonterías —dijo su madre—. Los duques no coleccionan mujeres. —Se detuvo antes de proseguir—. Espera, ¿después de esta noche?
Felicity se quedó en silencio.
—¿Arthur? —le instigó—. ¿Qué ha pasado esta noche?
Felicity le dio la espalda a su madre y miró a su hermano con los ojos muy abiertos y suplicantes. No podía soportar tener que relatarle la desastrosa noche a su madre. Para eso, antes necesitaba dormir. Y posiblemente un poco de láudano.
—Sin incidentes, ¿no es así, Arthur?
—Qué lástima —respondió la marquesa—. ¿No ha picado nadie más?
—¿Nadie más? —repitió Felicity—. Arthur, ¿tú también estás buscando un marido?
Arthur se aclaró la garganta.
—No.
Las cejas de Felicity se levantaron.
—¿No, a quién de las dos?
—No a mamá.
—Oh —replicó la marquesa desde su elevada posición—. ¿Ni siquiera Binghamton? ¿O el alemán?
Felicity parpadeó.
—El alemán. Herr Homrighausen.
—¡Dicen que tiene un castillo! —chilló la marquesa antes de sumirse en otro ataque de tos, seguido de un coro de ladridos.
Felicity ignoró a su madre y no dejó de observar a su hermano, que hizo todo lo posible para evitar mirarla antes de responder al fin con tono irritado.
—Sí.
La palabra desbloqueó el pensamiento que había estado rondándole antes por la cabeza a Felicity.
—Son ricos.
Arthur le lanzó una mirada enfurruñada.
—No sé a qué te refieres.
Ella se giró hacia su madre.
—El señor Binghamton, herr Homrighausen, el duque de Marwick. —Miró a Arthur de nuevo—. Ninguno de ellos es mi pareja ideal. Pero todos son ricos.
—¡Cielos, Felicity! ¡Las damas no hablan sobre la situación financiera de sus pretendientes! —gritó la marquesa, y sus perros salchicha ladraron y brincaron en torno a ella como pequeños y rechonchos querubines.
—Pero no son mis pretendientes, ¿verdad? —preguntó. De repente lo comprendió todo, y dirigió una mirada acusatoria a su hermano —. Y si lo fueran, esta noche lo he echado todo a perder.
La marquesa jadeó al escucharla.
—¿Qué has hecho esta vez?
Felicity ignoró el tono, como si ya hubiera esperado que hiciera algo para espantar a sus pretendientes. El que hubiera sido justo eso lo que hizo era del todo irrelevante. Lo que importaba era lo siguiente: que su familia le ocultaba secretos.
—¿Arthur?
Arthur se volvió para mirar a su madre, y Felicity reconoció la mirada de súplica frustrada de cuando eran niños, como cuando robaba la última porción de tarta de cereza o cuando le pedía que la dejaran ir con él y sus amigos al estanque por la tarde. Siguió su mirada hasta donde se encontraba su madre, vigilando desde arriba y, por un momento, se preguntó cuántas veces habían estado ya en aquella misma posición, los niños abajo y uno de sus padres arriba, como Salomón, esperando una solución a sus ínfimos problemas.
Pero este problema no era ínfimo.
A juzgar por la mirada de impotencia de su madre, el problema era más grande de lo que Felicity se había imaginado.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Felicity antes de colocarse justo frente a su hermano—. No. A ella no. Es evidente que yo también estoy metida en esto, así que me gustaría saber qué ha pasado.
—Yo podría preguntar lo mismo —replicó su madre desde arriba.
Felicity no la miró al responder.
—Le dije a todo Londres que me iba a casar con el duque de Marwick.
—¡¿Que has hecho qué?!
Los perros comenzaron a ladrar de nuevo, esta vez enloquecidos, mientras su ama se sumía en otro ataque de tos. Aun así, Felicity no apartó la vista de su hermano.
—Lo sé. Es terrible. He armado un buen lío. Pero no soy la única… ¿verdad? —La mirada culpable de Arthur se encontró con la suya, y ella repitió—: ¿Verdad?
Él inspiró profundamente y luego soltó todo el aire con lentitud y frustración.
—No.
—Algo ha sucedido.
Él asintió.
—Algo relacionado con el dinero.
Otro asentimiento.
—Felicity, no hablamos