con su altura. Los nervios de Felicity revolotearon en su interior al contemplar su figura, hermosamente esbelta, de anchos hombros y estrechas caderas.
—He venido a darle lo que desea, Felicity Faircloth.
La promesa escondida en ese susurro recorrió todo su cuerpo. ¿Era miedo lo que sentía? ¿O algo más? Negó con la cabeza.
—Pero no puede hacerlo. Nadie puede.
—Quiere el fuego —dijo en voz baja.
Ella volvió a negar.
—No, no lo quiero.
—Por supuesto que sí. Pero no es eso todo lo que desea, ¿verdad? —Dio un paso más hacia ella, y ella pudo olerlo, cálido y ahumado, como si procediera de algún lugar prohibido—. Lo quiere todo. El mundo, el hombre, el dinero, el poder. Y algo más, también. —Se acercó todavía más, abrumándola con su altura y su embriagadora y tentadora calidez—. Algo más. —Sus palabras se convirtieron en un susurro—. Algo secreto.
Ella dudó y odió que él, ese extraño, pareciera conocerla tan bien.
Odió su deseo de responderle. Odió haberlo hecho.
—Más de lo que puedo tener.
—¿Y quién ha dicho eso, milady? ¿Quién le ha dicho que no puede tenerlo todo?
Ella le miró la mano. El mango plateado del bastón relucía entre sus largos y fuertes dedos, y el anillo de plata de su índice le lanzaba destellos. Estudió el patrón del metal para tratar de discernir la forma que se ocultaba en el bastón. Después de lo que pareció una eternidad, ella lo miró.
—¿Tiene un nombre?
—Diablo.
Su corazón se aceleró al escuchar esa palabra, que parecía totalmente ridícula pero sencillamente perfecta.
—Ese no es su verdadero nombre.
—Es extraño el valor que le damos a los nombres, ¿no cree, Felicity Faircloth? Llámeme como quiera, pero soy el hombre que puede dárselo todo. Todo lo que desee.
Ella no le creyó. Estaba claro. En absoluto.
—¿Por qué yo?
Él tendió entonces su mano hacia ella, y ella supo que debería haber retrocedido. Sabía que no debería haber permitido que la tocase, sobre todo cuando sus dedos le recorrieron la mejilla izquierda dejando un rastro de fuego a su paso, como si estuviesen dejando su marca sobre ella, la marca de su presencia.
Pero el ardor que provocaba su tacto no se parecía en nada al dolor. Especialmente cuando respondió.
—¿Por qué no?
¿Por qué no ella? ¿Por qué no debería tener lo que deseaba? ¿Por qué no debería hacer un trato con este diablo que había aparecido de la nada y que pronto desaparecería?
—Deseo no haber mentido —dijo.
—No puedo cambiar el pasado. Solo el futuro. Pero puedo cumplir su promesa.
—¿Convertir la paja en oro?
—Ah, así que estamos en un cuento, después de todo.
Hacía que todo pareciera tan fácil, tan posible, como si pudiera hacer un milagro en la noche sin esfuerzo alguno.
Claro que era una locura. No podía cambiar lo que ella había dicho. La mentira que había contado, la mayor de todas. Las puertas se habían cerrado en torno a ella esa noche, bloqueándole cualquier camino posible, cercenando su futuro y el futuro de su familia. Recordó la impotencia de Arthur. La desesperación de su madre. La resignación de ambos. Como cerraduras que no se podían forzar.
Y ahora, ese hombre… blandía una llave.
—¿Puede hacerlo realidad?
Él giró la mano, y ella sintió su calor contra la mejilla y a lo largo de su mandíbula y, durante un fugaz instante, Diablo se convirtió en el rey de las hadas, que la tenía cautiva.
—El compromiso es fácil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿verdad?
¿Cómo lo sabía?
Su tacto prendió fuego por su cuello, y sus dedos le besaron la curva del hombro.
—Cuénteme el resto, Felicity Faircloth. ¿Qué más desea la princesa de la torre? Que el mundo esté a sus pies, que su familia sea rica de nuevo, y…
Las palabras se fueron apagando y llenaron la habitación hasta que la respuesta brotó de lo más profundo de Felicity.
—Quiero que él sea la polilla. —Él levantó la mano de su piel, y ella sintió una aguda pérdida—. Deseo ser el fuego.
Diablo asintió, sus labios se curvaron como el pecado, sus ojos incoloros se oscurecieron entre las sombras y ella se preguntó si se sentiría menos cautiva si pudiera ver su color.
—Desea que se sienta atraído por usted.
Un recuerdo le sobrevino, un marido desesperado por su mujer. Un hombre desesperado por su amor. Una pasión que no se podía negar, todo por una mujer que poseía todo el poder.
—Sí.
—Tenga cuidado con la tentación, milady. Es una palabra peligrosa.
—Hace que suene como si ya la hubiera experimentado.
—Eso es porque lo he hecho.
—¿Su barbera? —¿Sería esa mujer su esposa? ¿Su amante? ¿Su amor? ¿Por qué le importaba a Felicity?
—La pasión quema en ambos sentidos.
—No tiene por qué —dijo, sintiéndose de repente profunda y extrañamente cómoda con ese hombre al que no conocía—. Espero poder llegar a amar a mi esposo, pero no tengo por qué estar consumida por él.
—Quiere ser usted quien lo consuma.
Quería que ser deseada. Más allá de la razón. Deseaba que se murieran por ella.
—Quiere que vuele hasta su llama.
«Imposible».
—Cuando las estrellas te ignoran —repuso ella—, te preguntas si alguna vez serás capaz de brillar. —Inmediatamente avergonzada por las