Sarah MacLean

Lady Felicity y el canalla


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con su al­tu­ra. Los ner­vios de Fe­li­city re­vo­lo­tea­ron en su in­te­rior al con­tem­plar su fi­gu­ra, her­mo­sa­men­te es­bel­ta, de an­chos hom­bros y es­tre­chas ca­de­ras.

      —He ve­ni­do a dar­le lo que desea, Fe­li­city Fair­cloth.

      La pro­me­sa es­con­di­da en ese su­su­rro re­co­rrió todo su cuer­po. ¿Era mie­do lo que sen­tía? ¿O algo más? Negó con la ca­be­za.

      —Pero no pue­de ha­cer­lo. Na­die pue­de.

      —Quie­re el fue­go —dijo en voz baja.

      Ella vol­vió a ne­gar.

      —No, no lo quie­ro.

      —Por su­pues­to que sí. Pero no es eso todo lo que desea, ¿ver­dad? —Dio un paso más ha­cia ella, y ella pudo oler­lo, cá­li­do y ahu­ma­do, como si pro­ce­die­ra de al­gún lu­gar prohi­bi­do—. Lo quie­re todo. El mun­do, el hom­bre, el di­ne­ro, el po­der. Y algo más, tam­bién. —Se acer­có to­da­vía más, abru­mán­do­la con su al­tu­ra y su em­bria­ga­do­ra y ten­ta­do­ra ca­li­dez—. Algo más. —Sus pa­la­bras se con­vir­tie­ron en un su­su­rro—. Algo se­cre­to.

      Ella dudó y odió que él, ese ex­tra­ño, pa­re­cie­ra co­no­cer­la tan bien.

      Odió su de­seo de res­pon­der­le. Odió ha­ber­lo he­cho.

      —Más de lo que pue­do te­ner.

      —¿Y quién ha di­cho eso, mi­lady? ¿Quién le ha di­cho que no pue­de te­ner­lo todo?

      Ella le miró la mano. El man­go pla­tea­do del bas­tón re­lu­cía en­tre sus lar­gos y fuer­tes de­dos, y el ani­llo de pla­ta de su ín­di­ce le lan­za­ba des­te­llos. Es­tu­dió el pa­trón del me­tal para tra­tar de dis­cer­nir la for­ma que se ocul­ta­ba en el bas­tón. Des­pués de lo que pa­re­ció una eter­ni­dad, ella lo miró.

      —¿Tie­ne un nom­bre?

      —Dia­blo.

      Su co­ra­zón se ace­le­ró al es­cu­char esa pa­la­bra, que pa­re­cía to­tal­men­te ri­dí­cu­la pero sen­ci­lla­men­te per­fec­ta.

      —Ese no es su ver­da­de­ro nom­bre.

      —Es ex­tra­ño el va­lor que le da­mos a los nom­bres, ¿no cree, Fe­li­city Fair­cloth? Llá­me­me como quie­ra, pero soy el hom­bre que pue­de dár­se­lo todo. Todo lo que desee.

      Ella no le cre­yó. Es­ta­ba cla­ro. En ab­so­lu­to.

      —¿Por qué yo?

      Él ten­dió en­ton­ces su mano ha­cia ella, y ella supo que de­be­ría ha­ber re­tro­ce­di­do. Sa­bía que no de­be­ría ha­ber per­mi­ti­do que la to­ca­se, so­bre todo cuan­do sus de­dos le re­co­rrie­ron la me­ji­lla iz­quier­da de­jan­do un ras­tro de fue­go a su paso, como si es­tu­vie­sen de­jan­do su mar­ca so­bre ella, la mar­ca de su pre­sen­cia.

      Pero el ar­dor que pro­vo­ca­ba su tac­to no se pa­re­cía en nada al do­lor. Es­pe­cial­men­te cuan­do res­pon­dió.

      —¿Por qué no?

      ¿Por qué no ella? ¿Por qué no de­be­ría te­ner lo que desea­ba? ¿Por qué no de­be­ría ha­cer un tra­to con este dia­blo que ha­bía apa­re­ci­do de la nada y que pron­to des­apa­re­ce­ría?

      —De­seo no ha­ber men­ti­do —dijo.

      —No pue­do cam­biar el pa­sa­do. Solo el fu­tu­ro. Pero pue­do cum­plir su pro­me­sa.

      —¿Con­ver­tir la paja en oro?

      —Ah, así que es­ta­mos en un cuen­to, des­pués de todo.

      Ha­cía que todo pa­re­cie­ra tan fá­cil, tan po­si­ble, como si pu­die­ra ha­cer un mi­la­gro en la no­che sin es­fuer­zo al­guno.

      Cla­ro que era una lo­cu­ra. No po­día cam­biar lo que ella ha­bía di­cho. La men­ti­ra que ha­bía con­ta­do, la ma­yor de to­das. Las puer­tas se ha­bían ce­rra­do en torno a ella esa no­che, blo­queán­do­le cual­quier ca­mino po­si­ble, cer­ce­nan­do su fu­tu­ro y el fu­tu­ro de su fa­mi­lia. Re­cor­dó la im­po­ten­cia de Art­hur. La de­ses­pe­ra­ción de su ma­dre. La re­sig­na­ción de am­bos. Como ce­rra­du­ras que no se po­dían for­zar.

      Y aho­ra, ese hom­bre… blan­día una lla­ve.

      —¿Pue­de ha­cer­lo reali­dad?

      Él giró la mano, y ella sin­tió su ca­lor con­tra la me­ji­lla y a lo lar­go de su man­dí­bu­la y, du­ran­te un fu­gaz ins­tan­te, Dia­blo se con­vir­tió en el rey de las ha­das, que la te­nía cau­ti­va.

      —El com­pro­mi­so es fá­cil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿ver­dad?

      ¿Cómo lo sa­bía?

      Su tac­to pren­dió fue­go por su cue­llo, y sus de­dos le be­sa­ron la cur­va del hom­bro.

      —Cuén­te­me el res­to, Fe­li­city Fair­cloth. ¿Qué más desea la prin­ce­sa de la to­rre? Que el mun­do esté a sus pies, que su fa­mi­lia sea rica de nue­vo, y…

      Las pa­la­bras se fue­ron apa­gan­do y lle­na­ron la ha­bi­ta­ción has­ta que la res­pues­ta bro­tó de lo más pro­fun­do de Fe­li­city.

      —Quie­ro que él sea la po­li­lla. —Él le­van­tó la mano de su piel, y ella sin­tió una agu­da pér­di­da—. De­seo ser el fue­go.

      Dia­blo asin­tió, sus la­bios se cur­va­ron como el pe­ca­do, sus ojos in­co­lo­ros se os­cu­re­cie­ron en­tre las som­bras y ella se pre­gun­tó si se sen­ti­ría me­nos cau­ti­va si pu­die­ra ver su co­lor.

      —Desea que se sien­ta atraí­do por us­ted.

      Un re­cuer­do le so­bre­vino, un ma­ri­do de­ses­pe­ra­do por su mu­jer. Un hom­bre de­ses­pe­ra­do por su amor. Una pa­sión que no se po­día ne­gar, todo por una mu­jer que po­seía todo el po­der.

      —Sí.

      —Ten­ga cui­da­do con la ten­ta­ción, mi­lady. Es una pa­la­bra pe­li­gro­sa.

      —Hace que sue­ne como si ya la hu­bie­ra ex­pe­ri­men­ta­do.

      —Eso es por­que lo he he­cho.

      —¿Su bar­be­ra? —¿Se­ría esa mu­jer su es­po­sa? ¿Su aman­te? ¿Su amor? ¿Por qué le im­por­ta­ba a Fe­li­city?

      —La pa­sión que­ma en am­bos sen­ti­dos.

      —No tie­ne por qué —dijo, sin­tién­do­se de re­pen­te pro­fun­da y ex­tra­ña­men­te có­mo­da con ese hom­bre al que no co­no­cía—. Es­pe­ro po­der lle­gar a amar a mi es­po­so, pero no ten­go por qué es­tar con­su­mi­da por él.

      —Quie­re ser us­ted quien lo con­su­ma.

      Que­ría que ser desea­da. Más allá de la ra­zón. Desea­ba que se mu­rie­ran por ella.

      —Quie­re que vue­le has­ta su lla­ma.

      «Im­po­si­ble».

      —Cuan­do las es­tre­llas te ig­no­ran —re­pu­so ella—, te pre­gun­tas si al­gu­na vez se­rás ca­paz de bri­llar. —In­me­dia­ta­men­te aver­gon­za­da por las