Benito Pérez Galdós

La Fontana de Oro


Скачать книгу

pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.

      Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento a la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo o ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto a las puertas de Palacio, de la casa de Villa o de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.

      ¡Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia, incómoda, desapacible y obscura villa! Sin embargo, no era ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos: sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían sobremanera. Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.

      A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muy desagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la más concreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía a aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.

      Si fuera posible trasladar al lector a las gradas de San Felipe, capitolio de la chismografía política y social, o sentarle en el húmedo escaño de la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un público más plebeyo, comprendería cuán distinto de lo que hoy vemos era lo que veían nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que una gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde que existe, lo abandonaban a la caída de la tarde para dirigirse a la Carrera de San Jerónimo o a otra de las calles inmediatas. Aquel público iba a los clubs, a las reuniones patrióticas, a La Fontana de Oro, al Grande Oriente, a Lorencini, a La Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían ser tenidas en grande estima por los demás. Aparentaban querer imponer silencio a la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en cruz, volvíanse atrás como quien pide atención: todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande o presunción no pequeña.

      La mayor parte se dirigía a la Carrera. Es porque allí estaba el club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs: La Fontana de Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antes crucemos, desde el Buen Suceso a los Italianos, esta alegre y animada Carrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y lo que será siempre: la calle más concurrida de la capital.

      Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está formada por viviendas particulares, no podéis comprender lo que era entonces una vía pública ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres o cuatro conventos. Imposible es comprender hoy la obscuridad que proyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho paredón del Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corroída tapia del Buen Suceso por otro. Más allá formaban en línea de batalla las monjas de Pinto; por encima de la tapia, que servía de prolongación al convento, se veían las copas de los cipreses plantados junto a las tumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos ridícula entonces que hoy, y más abajo, en lo más rápido del declive, el Espíritu Santo, que después fue Congreso de los Diputados.

      Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más bajo de la calle se veía la vasta fachada del palacio de Medinaceli, con su ancho escudo, sus innumerables ventanas, su jardín a un lado y su fundación piadosa a otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis y Gonzagas; más acá los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de Híjar, que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena histórica, distintivo de la hospitalidad ofrecida a un monarca. Quedaba para casas particulares, para tiendas y sitios públicos la tercera parte de la calle: esto es lo que describiremos con más detención, porque es importante dar a conocer el gran escenario donde tendrán lugar algunos importantes hechos de esta historia.

      Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, se hallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima casa que, a pesar de su escudo decorativo, grabado en la clave del balcón, era en aquel tiempo una casa de vecindad en que vivían hasta media docena de honradas familias. Su noble origen era indudable; pero fue adquirida no sabemos cómo por la comunidad vecina, que la alquiló para atender a sus necesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran por él las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de Ocaña a la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su tienda de tres menguados cajoncillos, en que había algunos paquetes de peines, unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de rosarios con cruces y medallones de estaño.

      La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo a la puerta, era un lugar en el que el público ejercía un incontestable derecho de servidumbre. Era un centro urinario: la secreción pública había trocado aquel rincón en foco de inmundicia, y especialmente por las noches la ofrenda líquida aumentaba de tal modo, que el escribiente y su hermano hacían propósito firme de abandonar el local. En vano se amonestaba al público con terribles pragmáticas de policía urbana, promulgadas por la autorizada voz del memorialista. El público no renunciaba por esto a su costumbre, y de seguro lo habrían pasado mal los dos hermanos si hubieran tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, autorizada por un derecho consuetudinario que, según la feliz expresión de un parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y en la hospitalidad forzosa del vecindario.

      Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los dos yelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal de Alcaraz y suspendidos a un lado y otro, se venía en conocimiento de que aquello era una barbería. Por mucho de notable que tuviera el exterior de este establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma de sanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos viñetas dignas de Maella, que representaban la una un individuo en el momento de ser afeitado, y la otra una dama a quien sangraban en un pie, mucho más notable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestro Calleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales de los más recalcitrantes. Allí se discutía, se hablaba del Rey, de las Cortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza. Oiríais allí la peroración contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que se decía pariente de Porlier, el mártir de la Libertad. Al compás de la navaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y las voces camarilla, coletilla, trágala, Elío, la Bisbal, Vinuesa, formaban el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la barbería más notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se había quitado el Don después de 1820), héroe de la revolución, y uno de los mayores enemigos que tuvo Fernando el año 14. Así lo decía él.

      Más lejos estaba la tienda de géneros de unos irlandeses establecidos aquí desde el siglo pasado. Vendían, juntamente con el raso y el organdí, encajes flamencos y catalanes, alepín para chalecos, ante para pantalones, corbatas de color de las llamadas guirindolas, y carrikes de cuatro cuellos, que estaban entonces en moda. El patrón era un irlandés gordo y suculento, de cara encendida, lustrosa y redonda como un queso de Flandes. Tenía fama de ser un servilón de a folio; pero, si esto era cierto, las circunstancias constitucionales del país, y especialmente de la Carrera de San Jerónimo, le obligaban a disimularlo. Fundábanse los que tan feo vicio imputaban al irlandés, en que cuando pasaba por la calle la Majestad de Fernando o Amalia, la Alteza de mi tío el doctor o de don Carlos, el buen comerciante dejaba apresuradamente su vara y su escritorio para correr a la puerta, asomándose con ansiedad y mirando la real comitiva con muestras de ternura y adhesión. Pero esto pasaba, y el irlandés volvía a su habitual tarea, haciendo