por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se veía saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del día acurrucado en un rincón, durmiendo el sueño de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jamás interrumpía la discusión, ni se permitía maullar ni derribar ninguna botella en los momentos críticos. Este gato se llamaba Robespierre.
En el local que hemos descrito se reunía la ardiente juventud de 1820. ¿De dónde habían salido aquellos jóvenes? Unos salieron de las Constituyentes del año 12, esfuerzo de pocos, que acabó iluminando a muchos. Otros se educaron en los seis años de opresión posteriores a la vuelta de Fernando. Algunos brotaron en el trastorno del año 20, más fecundo tal vez que el del 12. ¿Qué fue de ellos? Unos vagaron proscriptos en tierra extranjera durante los diez años de Calomarde; otros perecieron en los aciagos días que siguieron a la triste victoria de los cien mil nietos de San Luis. Entre los que lograron vivir más que el inicuo Fernando, algunos defendieron el mismo principio con igual entereza; otros, creyendo sustentarle, tropezaron con las exigencias de una generación nueva. Encontráronse con que la generación posterior avanzaba más que ellos, y no quisieron seguirla.
Al crearse el club, no tuvo más objeto que discutir en principio las cuestiones políticas; pero poco a poco aquel noble palenque, abierto para esclarecer la inteligencia del pueblo, se bastardeó. Quisieron los fontanistas tener influencia directa en el gobierno. Pedían solemnemente la destitución de un ministro, el nombramiento de una autoridad. Demarcaron los dos partidos moderado y exaltado, estableciendo una barrera entre ambos. Pero aún descendieron más. Como en la Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo. El Rey, entre tanto, fomentaba secretamente el ardor de la Fontana, porque veía en él un peligro para la libertad. La tradición nos ha enseñado que Fernando corrompió a alguno de los oradores e introdujo allí ciertos malvados que fraguaban motines y disturbios con objeto de desacreditar el sistema constitucional. Pero los ministros, que descubrían esta astucia de Fernando, cerraban La Fontana, y entonces esta se irritaba contra el gobierno y trataba de derribarlo. Fomentaba el Rey el escándalo por medio de agentes disfrazados; ayudaba el club a los ministros; estos le herían; vengábase aquel, y giraban todos en un círculo de intrigas, sin que los crédulos patriotas que allí formaban la opinión conociesen la oculta trascendencia de sus cuestiones.
Pero oigamos a Calleja, que pide a voz en cuello que comience la sesión. Dos elementos de desorden minaban la Fontana: la ignorancia y la perfidia. En el primero ocupaba un lugar de preferencia el barbero Calleja. Este patriota capitaneaba una turba de aplaudidores semejantes a él, y la tal cuadrilla alborotaba de tal modo cuando subía a la tribuna un orador que no era de su gusto, que se pensó seriamente en prohibirle la entrada.
En la noche a que nos referimos, nuestro hombre daba con sus pesadas manos tales palmadas, que sonaban como golpes de batán, y los demás metían ruido dando porrazos en el suelo con los bastones. En vano pedían silencio y moderación los del interior, personas entre las cuales había diputados, militares de alta graduación, oradores famosos. Los bullangueros no callaron hasta que subió a la tribuna Alcalá Galiano.
Era este un joven de estatura más que regular, erguido, delgado, de cabeza grande y modales desenvueltos y francos. Tenía el rostro bastante grosero, y la cabeza poblada de encrespados cabellos. Su boca era grande, y muy toscos los labios; pero en el conjunto de la fisonomía había una clara expresión de noble atrevimiento, y en su mirada profunda la penetración y el fuego de los ingenios de la antigua raza.
Comenzó a hablar relatando un suceso de la sesión anterior, que había dado ocasión a que salieran de la Fontana Garelli, Toreno y Martínez de la Rosa. Indicó las diferencias de principio que en lo sucesivo habían de separar a los moderados de los exaltados, y pintó la situación del gobierno con exactitud y delicadeza. Pero cuando con más robusta voz y elocuencia más vigorosa hacía un cuadro de las pasadas desdichas de la nación, ocurrió un incidente que le obligó a interrumpir su discurso. Era que se oía en la calle fuerte ruido de voces, el cual creció formando gran algazara. Muchísimos se levantaron y salieron. El auditorio empezó a disminuir, y al fin disminuyó de tal modo, que el orador no tuvo más remedio que callarse.
Cortado y colérico estaba el andaluz cuando bajó de la tribuna3. El tumulto aumentaba fuera, y por fin no quedaron en el café sino cinco o seis personas. Estas querían satisfacer la curiosidad, y acompañadas del mismo Galiano, salieron también.
En diez minutos la Fontana se quedó sin gente, y el rumor exterior pasaba, se oía cada vez más lejano, porque andaba a buen paso la oleada de pueblo que lo producía. Todas las señales eran de que había comenzado una de aquellas asonadas tan frecuentes entonces.
Era ya tarde: los quinqués habían llegado al tercer período de su reverberación dificultosa, es decir, estaban en los instantes precursores de su completo aniquilamiento, y las mechas despedían humo más hediondo y abundante. Uno de los mozos se había marchado a dormir; otro roncaba junto a la puerta, y el tercero había salido con los parroquianos. A lo lejos se oía un eco de voces siniestras, las voces del tumulto popular, que rodaba por la villa, agitándola toda.
El cafetero continuaba inmóvil en su trípode. Dos luminosos puntos de claridad verdosa brillaban detrás de él. Era Robespierre que se acercaba a su amo, y saltando por encima de sus hombros, se ponía delante para recibir una caricia. El hombre del café le pasó la mano afectuosamente por el lomo, y el animal, agradecido, alzó el rabo, arqueó el espinazo, se lamió los bigotes, y después de estirarse muy a sabor, se volvió a su rincón, donde se agazapó de nuevo.
Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del café, principió a destacarse una figura humana, invisible hasta entonces. Esta persona salía de la sombra, y avanzando lentamente hacia el mostrador, entraba en el foco de la escasa luz que aclaraba el recinto, siendo posible entonces observar las formas de aquel silencioso y extraño personaje.
Era un hombre de edad avanzada; pero en vez de la decrepitud propia de sus años, mostraba entereza, vigor y energía. Su cara era huesosa, irregular, sumamente abultada en la parte superior; la frente tenía una exagerada convexidad, mientras la boca y los carrillos quedaban reducidos a muy mezquinas proporciones. A esto contribuía la falta absoluta de dientes, que, habiendo hecho de la boca una concavidad vacía, determinaba en sus labios y en sus mejillas depresiones profundas que hacían resaltar más la angulosa armazón de sus quijadas. En su cuello, los tendones, huesos y nervios formaban como una serie de piezas articuladas, cuyo movimiento mecánico se observaba muy bien, a pesar de la piel que las cubría. Los ojos eran grandes y revelaban haber sido hermosos. Por extraño fenómeno, mientras los cabellos habían emblanquecido enteramente, las cejas conservaban el color de la juventud, y estaban formadas de pelos muy fuertes, rígidos y erizados. Su nariz corva y fina debió también de haber sido muy hermosa, aunque al fin, por la fuerza de los años, se había afilado y encorvado más, hasta el punto de ser enteramente igual al pico de un ave de rapiña. Alrededor de su boca, que no era más que una hendidura, y encima de sus quijadas, que no eran otra cosa que una armazón, crecía un vello tenaz, los fuertes retoños blancos de su barba que, afeitada semanalmente en cuarenta años, despuntaban rígidos y brillantes como alambres de plata. Hacían más singular el aspecto de esta cara dos enormes orejas extendidas, colgantes y transparentes. La amplitud de estos pabellones cartilaginosos correspondía a la extrema delicadeza timpánica del individuo, la cual, en vez de disminuir, parecía aumentar con la edad. Su mirada era como la mirada de los pájaros nocturnos, intensa, luminosa y más siniestra por el contraste obscuro de sus grandes cejas, por la elasticidad y sutileza de sus párpados sombríos, que en la obscuridad se dilataban mostrando dos pupilas muy claras. Estas, además de ver mucho, parecía que iluminaban lo que veían. Esta mirada anunciaba la vitalidad de su espíritu, sostenido a pesar del deterioro del cuerpo, el cual era inclinado hacia adelante, delgado y de poca talla. Sus manos eran muy flacas, pudiéndose contar en ellas las venas y los nervios; los dedos parecían, por lo angulosos y puntiagudos, garras de pájaro rapaz.
La piel de la frente era amarilla y arrugada como las hojas de un incunable; y mientras hablaba, esta piel se movía rápidamente y se replegaba sobre las cejas formando una serie de círculos concéntricos alrededor de los ojos, que remataban en semejanza con un lechuzo. Vestía