la Baja Edad Media hasta bien entrada la Edad Moderna tuvo lugar la edad de oro de la persecución contra la brujería, y los tribunales civiles complementados por la Inquisición “se pusieron las botas”. Las brujas y los brujos fueron objeto de una desmedida represión, cuando en su mayor parte eran personas inofensivas que la gente mitificó, y aumentaron en grado sumo el número de los practicantes provocando una auténtica cacería. Quizás en el alborear de los tiempos, en épocas antiguas o antes del encuentro con el Nuevo Mundo o entre los pueblos todavía no desarrollados, convenga la etiqueta sangrienta a brujas, brujos o hechiceros.
La historia de la brujería es contradictoria, hay cosas que hacen reír y cosas que llenan de temor, repugnan o hacen llorar. Lo fantástico, sobre todo, protagonizado por mujeres, seduce, atrae, divierte y hasta llega a apasionar o se rechazan de pleno sus efectos. Pensemos, sin embargo, como los gallegos: “Non creo nas meigas, pero habelas hainas!” (No creemos que existan las meigas (brujas), pero, sin embargo, las hay).
La brujería desde los albores de la humanidad
Brujas, hechiceras o magas, pues en el inicio de los tiempos son términos sinónimos, tendrían como protectoras a Hécate o Diana, descontando los posibles amuletos del hombre fósil representado a veces en las pinturas rupestres, provisto de una máscara con cuernos. Las primeras pinturas rupestres son el primer ejemplo de magia simpática. El hombre prehistórico se refugió en las cuevas con el recrudecimiento del clima, y al escasear la caza, la plasmó en las paredes de la cueva para que la encontrara a la vuelta de la esquina y le fuera propicia.
Después de las clásicas Hécate y Diana (Artemisa), habría que añadir la figura de Selene, la Luna, no en vano quedan de ella expresiones populares como “lunático” para quienes están bajo la influencia de dicho astro. Diosas reflejo de la Gran Madre a quienes acompañan las magas, Medea y Circe, que se consideran hijas de Hécate. En el ámbito helénico, se creyó que Tesalia era la tierra que ofrecía el contingente mayor de hechiceras.
La Gran Madre ha sido venerada en todos los países desde tiempo inmemorial bajo diferentes nombres, e incluso en la actualidad nos referimos a ella con el nombre de la Madre Naturaleza, diosa de la magia y de la fertilidad. Las colinas y las montañas representaban sus pechos y las cuevas simbolizaban su vientre. Todo lo que recordara en cierto modo, los órganos genitales de una mujer, como un palo con una hendidura, un óvalo, una concha de molusco o una piedra con un agujero, se convertía en un símbolo de la diosa.
Una ceremonia antiquísima
Las ceremonias de iniciación al sacerdocio femenino se iniciaron quizás con la aparición del sedentarismo y son en cierto modo, un antecedente remoto de los futuros sabbats o aquelarres.
La iniciada representaba la semilla masculina y ante todo, tenía que introducirse en la vagina de la Gran Madre, simbolizada por el pasadizo que conducía a la entrada de la gran cueva.
Primero a la aspirante le ataban las manos a la espalda y luego se colocaba en una posición agachada para semejarse a un embrión en una posición prenatal. Para atarla utilizaban hiedra o juncos trenzados antes del invento del cordel y la cuerda.
Las mujeres acompañantes formaban fila de a dos y la neófita era transportada sobre las cabezas de las cuatro o seis primeras mujeres, según el peso o altura de la aspirante. La procesión se dirigía entonces hasta la entrada de la cueva. La doble línea de mujeres simbolizaba el falo masculino.
Con paso cansino, la procesión penetraba (verbo emparentado con el vocablo pene, miembro masculino) en el pasadizo de la cueva y se detenía a la entrada de la cámara que simbolizaba el útero. Entonces toda la línea de mujeres comenzaba a oscilar hacia atrás y adelante, recordando el movimiento rítmico del acto sexual. A la voz de mando de la sacerdotisa más conspicua, la aspirante era lanzada violentamente a la cámara, simbolizando el clímax del acto. La eyaculación del semen en el útero se realizaba sin tener en cuenta las probables heridas de la interfecta a causa de la caída. Sola permanecía allí un tiempo indeterminado que representaba el lapso necesario para que la semilla madurara y se convirtiera en un nuevo ser. Ni qué decir tiene que la pobre mujer se llenaba de miedo y de sufrimiento, necesarios para ganarse la iniciación.
Inmóvil, toda clase de bichos (murciélagos, ratas), etc., campaban a sus anchas por su cuerpo, si es que otros animales más peligrosos no se enamoraban de ella. También la muerte podía sobrevenirle de miedo o de frío. Incluso otras mujeres podían vestirse de animales y, emitiendo variados sonidos, terminaban por aterrarla. Si moría, como podía ser habitual, significaba un aborto de la diosa y que no era digna de ser admitida.
Tras el tiempo estipulado, si la iniciada continuaba viva, el resto de las mujeres penetraba de nuevo en la cueva y cuatro de ellas clavaban cuatro antorchas simbolizando los cuatro puntos cardinales e iluminando de esta forma la caverna. Se marcaba el círculo mágico protector alrededor de la aspirante con una vara de avellano y se invocaba a la diosa invitándola a presenciar la ceremonia. Después todas las mujeres comenzaban a correr cada vez más deprisa hasta caer agotadas como recuerdo de la aceleración del útero que representaba el círculo.
Tras tanto sacrificio, la candidata había renacido a una vida nueva y sus compañeras con las piernas abiertas, cogidas de la cintura representaban el triángulo del renacimiento y el túnel que formaba la vagina.
La ceremonia culminaba con el paso de la neófita, todavía atada y sufriendo los más espantosos calambres, por el túnel que formaban las otras con las piernas al tiempo que estas gemían recordando los dolores del parto. Según la ligereza en el paso de la neófita, se consideraba un parto fácil o difícil.
Tras el paso por el túnel, se ponía en pie y se le cortaban las ataduras, hecho que recordaba el corte del cordón umbilical. Luego le daban las ligaduras para que las utilizara en futuros actos mágicos.
La sacerdotisa que dirigía el ritual ofrecía a la nueva miembro del clan sus pechos como una madre ofrece su leche a un recién nacido. Todas las demás hacían lo mismo entre ellas, señal de que aceptaban a la nueva sacerdotisa y la protegerían como lo haría una madre.
La nueva sacerdotisa se purificaba entonces con un baño ritual y si no existía agua suficiente se buscaba en un lugar cercano. Posteriormente se construyeron círculos de piedras artificiales a manera de crómlechs en lugares consagrados a la Gran Madre.
Las sacerdotisas de la antigua religión permanecían vírgenes, como las vestales de Roma, o las vírgenes incas del Perú (eso en teoría, aunque en algunos casos podían unirse con dignatarios sagrados o civiles). La sacerdotisa desfloraba a las doncellas ordinarias conducidas al círculo con el cuchillo sagrado. Cuando el dios cornudo se unió a estas ceremonias, se cree que un falo de imitación que representaba a aquel sustituyó al cuchillo, y que las vírgenes sacrificaban su virginidad no a la diosa sino al nuevo dios.
Después de la ceremonia de la desfloración de las doncellas que cohabitaban con los hombres, la sumo sacerdotisa cubría un pequeño cazo con una hoja y empujaba en su interior el dedo de la joven para mostrarle que el himen ya había sido roto y que la copulación ya no resultaba ningún peligro (la sangre menstrual era considerada tabú y en algunos pueblos primitivos cuando a las mujeres les viene el periodo las apartan de la tribu, salvo en el caso de quedarse embarazada era el objetivo). La hoja se la ataba alrededor del cuello para mostrar su condición de poder ser una madre futura. Más tarde la hoja se convirtió en el anillo de bodas colocado por el novio en el dedo anular porque se creía que en este dedo iba una vena que llegaba al corazón.
Las primeras brujas
La mitología ha conservado que para realizar sus fechorías con mayor comodidad, las sacerdotisas de aquellas primeras divinidades preclásicas, más allá de los tiempos primitivos, se transformaban en perros, aves o moscas, podían entrar en las casas reduciendo su corporeidad y usaban las entrañas de los cadáveres para componer sus hechizos y atraer a los hombres, vengándose con crueldad cuando no les hacían caso, se contentaban con convertir a sus enemigos en ranas, castores o carneros durante periodos de mayor o menor duración.
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