Alessandro Manzoni

Los novios


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extraviado, avergonzándose entre sí, aun en medio de tales apuros, de haber permanecido tanto tiempo sola y tan familiarmente con él, cuando esperaba ser dentro de pocos instantes su esposa. Pero disipando ya desgraciadamente aquel lisonjero sueño, se arrepentía de haberse excedido tanto; y entre los infinitos motivos de temor, temblaba también, no por efecto de aquel pudor que nace de la certeza del mal obrar, sino de ciertos recelos desconocidos semejanttcs al miedo del muchacho que tiembla en la oscuridad sin saber qué es lo que teme.

      —¿Y nuestra casa? —exclamó Inés de pronto.

      Pero por muy justo que fuese el cuidado que arrancaba aquella exclamación, nadie contestó, porque nadie podía darle una respuesta satisfactoria. De esta manera continuaron en silencio su camino, hasta que por fin desembocaron en una plazuela, delante de la iglesia del convento.

      Acercóse Lorenzo a la puerta, y habiéndola empujado suavemente, se abrió, iluminando los rayos de la luna que penetraban en ella la cara pálida y la barba blanca del padre Cristóbal, que los estaba aguardando cuidadoso. Viendo que nadie faltaba:

      —¡Gracias a Dios! —exclamó.

      Y les hizo señas de que entrasen. Estaba al lado del religioso otro capuchino, y era el sacristán lego, que cediendo a las súplicas y razones del padre Cristóbal, se había prestado a velar con él, a dejar entornada la puerta, y a quedar de centinela para acoger a aquellos desgraciados.

      Y a la verdad era necesaria toda la autoridad de fray Cristóbal y su opinión de santo, para determinar al lego a una condescendencia, sobre incómoda, irregular y peligrosa. Así que entraron, entornó el padre Cristóbal otra vez la puerta, y entonces fue cuando no pudiendo resistir ya el sacristán, le llamó aparte susurrándole al oído:

      —¡Pero, padre, de noche! ¡En la iglesia! ¡Con mujeres!... ¡Cerrar la puerta!... ¿Y la regla?... ¡Pero, padre! (diciendo esto meneaba la cabeza).

      Mientras pronunciaba con dificultad estas palabras, el padre Cristóbal estaba pensando que si hubiese sido un asesino, perseguido por la justicia, fray Fado no le hubiera puesto dificultad ni embarazo, y ¡a una pobre inocente que huía de las garras del lobo!... «Omnia munda mundis», dijo luego volviéndose de repente a fray Fado, sin acordarse que no entendía latín; pero semejante olvido fue justamente lo que produjo su efecto; porque si el padre Cristóbal se hubiera puesto a argüir con raciocinios, no le hubieran faltado a fray Fado razones que oponer, y sabe Dios hasta cuándo hubiera durado la disputa; pero al oír aquellas palabras, para él misteriosas, y pronunciadas con tanta resolución, se le figuró que debían contener la solución de todos sus escrúpulos. Tranquilizóse, pues, y dijo:

      —Está bien; usted sabe más que yo.

      —Fíese usted de mí —contestó el padre Cristóbal.

      Y a la luz lánguida que ardía delante del altar, se acercó a sus protegidos, que perplejos estaban aguardando, y les dijo:

      —Hijos míos, dad gracias al Señor que os ha librado de un peligro... Quizá en este momento...

      Y aquí se extendió explicándoles lo que les había mandado a decir por el muchacho, pues no sospechaba que tuviesen más noticias que él, y suponía que Mingo los había encontrado tranquilos en su casa antes que llegasen los bandoleros. Ninguno le desengañó, ni tampoco Lucía, a quien sin embargo le acusaba la conciencia por semejante simulación con un hombre de su clase; pero aquélla era la noche de los enredos y de las ficciones.

      —Ya veis —prosiguió el religioso— que en esta tierra no hay seguridad para vosotros. Éste es vuestro país; habéis nacido en él; no habéis hecho daño a nadie; pero Dios lo quiere. Es una prueba, hijos míos; soportadla con paciencia, con fe, sin resentimiento, y no dudéis que llegará un tiempo en que os alegréis de lo que ahora os está pasando. Yo he pensado ya en buscaros un refugio por estos primeros momentos, pues espero que presto podréis volver a vuestra casa. De todos modos, Dios proveerá para vuestro provecho, y yo procuraré corresponder a la gracia que me hace, eligiéndome como ministro suyo para consolaros en vuestras tribulaciones. Vosotras —continuó dirigiéndose a las mujeres—, iréis a***, allí estaréis fuera de peligro, y al mismo tiempo no lejos de vuestra casa. Buscaréis nuestro convento, y preguntando por el padre guardián, le entregaréis esta carta. Él será para vosotras otro fray Cristóbal. Y tú también, Lorenzo mío, debes por ahora sustraerte a la ira ajena y a la tuya. Lleva, pues, esta otra carta al padre Buenaventura de Lodi en nuestro convento de la puerta oriental de Milán: este religioso te servirá de padre, te acomodará y te buscará dónde trabajar hasta que puedas volver a vivir aquí tranquilamente. Iréis todos a la orilla del lago cerca de donde desagua el Bión, arroyo a poca distancia del convento. Allí veréis un bote parado, diréis «Barca», os preguntarán para quién, responderéis «San Francisco». Entonces os acogerán en él, y os trasladarán al otro lado, en donde encontraréis un carruaje que os llevará en derechura a***.

      El que preguntase cómo fray Cristóbal tenía tan presto a su disposición semejantes medios, manifestaría que ignoraba cuán grande era en aquel tiempo el poder de un capuchino en opinión de santo.

      Faltaba hablar del cuidado de las casas. Tomó el padre las llaves, encargándose de entregarlas a los que Lorenzo e Inés le indicaron. Al dar Inés la suya, arrojó un profundo suspiro acordándose de que su casa estaba abierta, que había puesto en ella los pies el diablo, ¿y quién sabe lo que quedaba que guardar?

      —Antes que os marchéis —<lijo el padre—, dirijamos nuestras súplicas al Señor, para que sea con vosotros en este viaje, y siempre, y sobre todo para que os dé fuerza y voluntad de querer lo que Él quiere.

      Diciendo esto, se arrodilló en medio de la iglesia, y todos hicieron lo mismo. Después de haber rezado algunos instantes en silencio, pronunció el padre en voz sumisa, pero clara, una plegaria en que todos le acompañaron, implorando la divina misericordia en favor del que era la causa principal de aquel trastorno, y pidiendo a Dios que le tocase el corazón para que se convirtiera.

      Levantándose después aprisa, dijo:

      —Vaya, hijos; no hay que perder tiempo: Dios os guíe, y el ángel de la guarda os acompañe; adiós.

      Y mientras ellas se iban con aquella conmoción que no pueden expresar las palabras, y que se manifiesta sin ellas, añadió el padre con voz de enternecimiento:

      —Me da el corazón que presto hemos de volvernos a ver.

      Y sin aguardar respuesta, se retiró apresuradamente. Salieron los viajeros, y fray Facio cerró la puerta, despidiéndolos también él con voz algo alterada.

      Dirigiéronse, pues, los tres a la orilla indicada, vieron el bote, y dada la señal, se embarcaron en él. Cogiendo el barquero dos remos, y bogando luego a dos brazos, se largó hacia el lado opuesto.

      No corría viento alguno, estaba el lago como una balsa de aceite, y hubiera parecido inmóvil, a no ser por el ligero y trémulo ondear de la luna, que desde lo alto del cielo reflejaba en él como en un espejo; oíase sólo el suave y lento murmullo de las olas que lamían el guijo de la orilla; más lejos el ruido del agua que se estrellaba en los pilares del puente, y los golpes compasados de los remos que cortaban el agua, salían de ella goteando y volvían a sumergirse. Las ondas que cortaba el bote, reuniéndose detrás de la popa, dejaban señalada una raya que se iba separando de la orilla. Silenciosos los pasajeros, con la cara vuelta al punto que abandonaban, miraban las montañas y el país iluminados por el resplandor de la luna y variados de trecho en trecho por medio de grandes sombras.

      Divisábanse las aldeas, las casas y hasta las cabañas. Descollando el palacio de don Rodrigo con su torre chata sobre el miserable caserío amontonado en la falda del cerro, despertaba la idea de un hombre feroz que de pie en las tinieblas, al lado de unos compañeros dormidos, velaba meditando un delito. Viole Lucía y estremecióse. Atravesó con la vista toda la pendiente hasta fijarla en su aldea: buscó la extremidad de ella, descubrió su casita, distinguió la espesa copa de la higuera que sobresalía de la cerca del corralito, vio la ventana de su aposento, y sentada como estaba en el bote, apoyó el codo en el borde, bajó la frente sobre él como para