hora de venir ésta? —respondió ásperamente Perpetua—. ¡Qué poca consideración! Ven mañana.
—Oiga usted: vendré o no vendré. He cobrado algunos cuartos, y quería pagar aquella friolera que usted sabe. Tenía aquí las veinticinco del pico, pero si no se puede, ¡paciencia! No me falta en qué emplearlas, y volveré cuando haya juntado otras veinticinco.
—Aguarda, aguarda, vuelvo al instante; pero ¿por qué has venido a estas horas?
—La hora puedo variarla; yo no me opongo. Aquí estoy; si no quiere o no puede abrir, me iré.
—No; aguarda un instante, que vuelvo con la respuesta.
Diciendo esto cerró la ventana. Separóse entonces Inés de los novios, y después de decir a Lucía: «ánimo, niña; es obra de un instante como el sacarse una muela», fue a reunirse con los dos hermanos delante de la puerta, poniéndose a charlar con Antoñuelo, de modo que Perpetua, viéndola cuando volviese, pudiera creer que pasando casualmente por allí, Antoñuelo la había detenido un momento.
CAPÍTULO VIII
—¡Carneades! ¿Quién será este Carneades? —discurría para sí don Abundo sentado en un gran sillón en un cuarto del primer piso, con un libro abierto delante, cuando entró Perpetua con la embajada—. ¡Carneades! Este nombre me parece haberle oído, o leído; sin duda debió ser un hombre grande, un literatazo de la antigüedad; es un hombre de ésos; pero ¿quién diablos sería?
Tan lejos estaba el pobre hombre de prever la tormenta que se fraguaba contra su cabeza.
Conviene saber que don Abundo acostumbraba leer cada día unos cuantos renglones, y un cura vecino suyo, que tenía cierto número de libros, solía prestarle algunos, dándole el primero que le venía a la mano. Aquel sobre el que estaba cavilando entonces don Abundo, convaleciente de la calentura del susto, o·por mejor decir, ya más curado de lo que aparentaba, era un panegírico que en alabanza de San Carlos Borromeo se dijo con énfasis y se oyó con admiración en la catedral de Milán dos años antes. En él se comparaba al Santo con Arquímedes en cuanto al estudio; y hasta aquí no había hallado tropiezo don Abundo, porque Arquímedes hizo tales cosas, y tanto se ha hablado de su sabiduría, que para tener noticia de él no es necesaria una erudición muy vasta. Después de Arquímedes seguía el orador la comparación con Carneades, y aquí el lector se hallaba atollado. En esto fue cuando Perpetua anunció la visita de Antoñuelo.
—¡A estas horas! —exclamó también, como era natural, don Abundo.
—¿Qué quiere usted?, esas gentes no tienen tino; pero si no se le coge al vuelo...
—Seguramente que si no le pesco ahora, ¿quién sabe cuándo le echaré la vista encima? Dile que entre... Oye, ¿estás segura que es Antoñuelo?
—Vaya —respondió Perpetua, bajando la escalera.
Abrió la puerta y dijo:
—¿Dónde estás?
Presentóse entonces Antoñuelo, y al mismo tiempo se dejó ver Inés saludando a Perpetua por su nombre.
—¡Buenas noches, Inés! —contestó Perpetua—. ¿De dónde se viene a estas horas?
—Vengo —respondió Inés— de la aldea inmediata... Y si usted supiera... Justamente por usted me he detenido tan tarde.
—¡Por mí! ¿Y cómo? —preguntó Perpetua.
Y vuelta a los dos hermanos:
—Entrad —dijo—, que allá voy luego.
—Una mujer —prosiguió Inés— de las que todo se lo quieren saber y nada saben... ¿Creerá usted?, estaba empeñada en sostener que usted no se había casado con Pepe Suela—vieja ni con Anselmo Longuiña porque ellos no quisieron, y yo porfiaba en que usted, al contrario, les había dado calabazas a los dos.
—Así es... ¡Qué mentirosa!... ¡qué embusterona! ¿Y quién es esa mujer?
—No me lo pregunte usted, porque soy enemiga de meter chismes.
—Sí, me lo ha de decir usted. ¡Se ha visto semejante embustera!
—Basta ya... usted no puede figurarse cuánto sentí no saber toda la historia para confundir a aquella mujer.
—Es una mentira la más grande del mundo —dijo Perpetua—. Por lo que toca a Pepe, todos saben y han visto... Antoñuelo, entorna la puerta y sube, que voy allá al instante.
Antoñuelo respondió que sí por la parte de adentro, y Perpetua continuó su narración.
Enfrente de la puerta de don Abundo había entre dos casillas una callejuela, que luego torcía hacia el campo. Inés se fue insensiblemente retirando a ella, como si quisiese ponerse en paraje donde poder hablar con más libertad, y Perpetua la fue siguiendo maquinalmente.
Así que volvieron la esquina y se hallaron donde no podía verse lo que pasaba delante de la casa de don Abundo, Inés tosió muy recio, que ésta era la señal concertada. La oyó Lorenzo, animó a Lucía apretándole el brazo, y los dos de puntillas volvieron también su esquina, se cosieron a la pared, se acercaron a la puerta, la abrieron poco a poco, y uno a uno entraron en el zaguán. Allí los aguardaban los dos hermanos. Lorenzo echó con gran tiento el pestillo, y los cuatro subieron la escalera, sin meter más ruido que el que meterían dos personas. Llegados todos a lo alto, los dos hermanos se acercaron a la puerta del cuarto que estaba a la derecha de la escalera y los dos novios se estrecharon a la pared.
—¡Deo gracias! —dijo Antoñuelo con voz vigorosa.
—Antoñuelo, entra —respondieron de adentro.
Abrió Antoñuelo la puerta sólo lo preciso para entrar con su hermano uno tras otro. El golpe de luz que salió de repente por la parte abierta de la puerta, cruzando el pavimento oscuro del rellano, atemorizó a Lucía, como si creyese ser vista. Entrados los dos hermanos, Antoñuelo cerró la puerta, y los novios quedaron inmóviles en la oscuridad con el oído atento y deteniendo el resuello, por manera que el ruido mayor era el que metían los latidos del corazón de la pobre Lucía.
Estaba don Abundo sentado, como hemos dicho, en su sillón antiguo a la escasa luz de un ruin velón, envuelto en una bata vieja, y encapuchado en un gorro todavía más viejo y mugriento que le caía sobre los ojos. Salíanle del gorro dos guedejas pobladas y canas: lo eran. t ambién el bigote, las cejas y la perilla, y como todo sobresalía en una cara morena y bastante arrugada, es fácil hacerse una idea de la rara figura que presentaba el buen don Abundo.
—¡Ah! ¡Ah! —fue el primer saludo con que recibió a los dos hermanos, quitándose al mismo tiempo los anteojos, que metió en el librillo.
—Extrañará el señor cura que haya venido tan tarde —dijo Antoñuelo inclinando el cuerpo, como también lo hizo aunque chabacanamente Gervasio.
—Cierto que es ya muy tarde, bajo todos aspectos. ¿No sabes que es toy malo?
—Lo siento mucho.
—Bien lo habrás oído decir... Y no sé cuándo podré salir a la calle... pero ¿por qué te has traído a la cola a ese... a ese mozuelo?
—Para que me acompañara, señor cura.
—Vaya, pues, vamos.
—Son veinticinco belingas nuevas de las que tienen un San Ambrosio a caballo —dijo Antoñuelo sacando del bolsillo un atadito.
—Veamos —replicó con Abundo.
Y tomando el atadito, se plantó otra vez los anteojos, le desenvolvió, sacó las belingas, les dio mil vueltas, las contó y recontó, y las halló corrientes.
—Ahora, señor cura, me hará usted el favor de volverme el collarcito de mi Tecla.
—Es muy justo —respondió don Abundo.
Y se dirigió a