no ha tomado en boca tu nombre, ni el de esta inocente: no ha aparentado siquiera conoceros, ni manifestado la menor pretensión; sin embargo, he conocido, con harto dolor mío, que es inexorable. No obstante, ¡confianza en Dios! Vosotras, pobrecillas, no os desaniméis; y tú, Lorenzo, ¡ah! no creas que yo dejo de ponerme en tu lugar: sé lo que pasa en tu corazón; pero, ¡paciencia! Ésta es una palabra de poco valor para el que no cree; pero tú... ¡Ah, Lorenzo! deja obrar a Dios; yo tengo ya un hilo por donde podré ayudaros. No puedo deciros más por ahora. Mañana no vendré, porque tengo por vosotros que estar todo el día en el convento. Tú, Lorenzo, haz por llegarte allá, y si por algún accidente no pudieres, envíame un hombre de confianza o un muchacho de juicio, para avisaros de lo que ocurra. Ya es tarde, y no puedo detenerme. ¡Ánimo, pues, confianza! y buenas noches.
Con esto salió apresuradamente dirigiéndose a tropezones por un atajo pedregoso, a fin de no llegar tarde al convento y tener que sufrir una corrección o alguna penitencia que le impidiese estar al día siguiente en disposición de hacer lo que fuese necesario para servir a sus protegidos.
—¿Han oído ustedes —dijo Lucía— que el padre ha manifestado de no sé qué hilo que tiene para ayudarnos? Conviene, pues, confiar en él; es un hombre que cuando promete diez...
—¿Y eso qué significa? —interrumpió Inés—, debía haber hablado más claro, o a lo menos haberme llamado aparte y haberme dicho lo que hay.
—¡Cuentos! ¡cuentos!, yo lo arreglaré todo —añadió Lorenzo a su vez, paseándose como fuera de sí por el cuarto y con voz y semblante que no dejaban duda acerca del sentido de estas palabras.
—¡Ah, Lorenzo! —exclamó Lucía.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Inés.
—Claro está lo que quiere decir: que yo lo arreglaré todo aunque tenga mil demonios que le ayuden: al cabo es de carne y hueso como yo.
—¡No, por amor de Dios!... —principió a decir Lucía; pero el llanto la impidió continuar.
—Esas expresiones —añadió Inés—, ni por chanza deben soltarse.
—¡Por chanza! —repitió Lorenzo, parándose frente de Inés y clavando en ella los ojos como furioso—. ¡Por chanza! Ya verá usted la chanza.
—¡Ah, Lorenzo! —dijo Lucía entre sollozos—, jamás te he visto como ahora.
—No digas esas cosas —replicó Inés, apresuradamente bajando la voz—, ¿te has olvidado que tiene tantos brazos a su disposición?... Y aun cuando... ¡Dios nos libre!... Contra los pobres siempre hay justicia.
—La justicia la haré yo. Ya es tiempo... La cosa no es fácil, también lo conozco: mucho se guarda ese perro asesino; conoce lo que merece; pero no importa... ¡Paciencia y resolución! Llegará el momento... Sí; la justicia me la haré yo; yo libraré de un malvado a este país... ¡Cuántos me bendecirán! Y luego en un par de saltos...
El horror que experimentó Lucía al oír estas palabras, ya más claras, contuvo su llanto, y le infundió ánimo para hablar. Quitando, pues, del rostro lloroso las manos, dijo a Lorenzo con tono dolorido, pero resuelto:
—¿Luego ya no te importa que no sea tu esposa? Yo ofrecí mi mano a un joven timorato; pero a un hombre que fuese capaz... Aunque nada tu— viera que temer de la justicia, aunque fuera hijo del rey...
—Pues bien —dijo Lorenzo con rostro inmutado—, tú no serás mía, pero tampoco suya. Yo quedaré sin ti; pero él irá a los profundos infiernos...
—¡Ah, no! ¡Por la Virgen María, no digas eso! No pongas esos ojos; no quiero verte de esa manera.
Diciendo esto Lucía lloraba, y suplicaba con las manos juntas, mientras Inés por su parte procuraba también sosegar a Lorenzo. Éste quedó inmóvil, pensativo, y casi conmovido un momento al ver aquella cara suplicante de Lucía; pero, fijando de repente los ojos en ella, se retiró un paso, levantó el brazo y cerrando el puño con rabia, exclamó:
—¡Así lo quiere; morirá pues; sí, morirá!
—¿Y yo qué es lo que te he hecho para que me mates? —dijo Lucía echándose a sus pies.
—¡Tú! —respondió Lorenzo con voz airada—, ¡tú! ¡En verdad que es mucho tu cariño! ¿Qué pruebas me has dado de quererme? ¿No te he pedido, suplicado y más que suplicado? ¿Y he podido conseguir?...
—Sí, sí —contestó apresuradamente Lucía—; iré mañana contigo a ver al señor cura: ahora mismo si quieres; pero sosiégate; iré.
—¿Me lo prometes? —dijo Lorenzo con voz más blanda y rostro me— nos alterado.
—Sí, lo prometo.
—Mira que lo has prometido.
—¡Ah!, ¡gracias a Dios! —exclamó Inés, contenta por más de un motivo.
El autor del manuscrito de donde hemos sacado esta historia no se atreve a decir si Lorenzo, en medio de su arrebatamiento, había conocido la utilidad que podía producir el temor de Lucía, y si de consiguiente procuró aumentarle con arte para sacar mejor partido. Nosotros creemos que tampoco el mismo Lorenzo podría decidirlo. En lo que no hay duda es en que este joven estaba furioso contra don Rodrigo, y al mismo tiempo deseaba con ansia el consentimiento de Lucía, y cuando dos pasiones violentas luchan en el corazón del hombre, nadie, ni el mismo interesado, puede siempre distinguir y saber con seguridad cuál es la que domina.
—Lo he prometido —dijo Lucía con tono de tímida y afectuosa reconvención—; pero tú también me prometiste no dar escándalo, y conformarte con lo que el padre Cristóbal...
—Déjate de eso; no hagas que me irrite de nuevo. ¿Quieres acaso retractarte? ¿Quieres que haga un desatino?
—No, no —dijo Lucía, asustándose otra vez—. Lo he prometido y no me vuelvo atrás; pero mira cómo me has hecho ofrecer... Dios quiera...
—Déjate, Lucía, de tristes agüeros. Ya Dios ve que a nadie hacemos daño.
—Prométeme por lo menos que ésta será la última.
—Te lo prometo a fe de hombre honrado.
—Pero esta vez lo has de cumplir —dijo Inés.
Aquí confiesa el autor del manuscrito que ignora otra cosa, esto es, si Lucía sentía enteramente haberse visto precisada a ceder. Nosotros dejaremos también la cosa en problema.
Lorenzo hubiera querido prolongar la conferencia, y tratar circunstanciadamente de lo que debía hacerse al día siguiente, pero la noche era oscura, y las mujeres le despidieron deseándosela buena; porque consideraban que no parecía bien que permaneciese allí más tiempo en aquella hora.
Empero la noche fue para los tres cual debe serlo la que se sigue a un día de agitación y de males, y precede a otro destinado a una empresa importante y de éxito dudoso. Por la mañana temprano se presentó Lorenzo, y concertó con las mujeres, o, por mejor decir, con Inés, la grande operación de la noche, proponiendo y resolviendo alternativamente dificultades, previendo accidentes, y hablando ya el uno, ya el otro del negocio como de cosa hecha. Escuchábalos Lucía, y sin aprobar con palabras lo que repugnaba a su corazón, prometía conducirse lo mejor que pudiese.
—¿Vas al convento —preguntó Inés a Lorenzo— para hablar al padre Cristóbal como te encargó anoche?
—¡Qué disparate! —respondió Lorenzo—, bien sabe usted los ojos que tiene el padre; al instante me leería en la cara, lo mismo que en un libro, que había alguna tramoya, y como empezase a sonsacarme, caería yo en el garlito sin duda alguna. Por otra parte, yo debo estar aquí para disponer las cosas, y así sería mejor que usted enviase a alguno.
—Sí, enviaré a Mingo...
—Muy bien —respondió Lorenzo.
Y se marchó, como dijo, a prevenir lo necesario para la empresa.