protección; nada le faltará entonces, y le doy mi palabra de honor que nadie se atreverá a molestarla.
A semejante propuesta, la indignación del religioso, reprimida hasta entonces, rompió los diques. Desvaneciéronse todos los propósitos de sufrimiento y paciencia: el hombre antiguo se halló de acuerdo con el hombre nuevo, y en este caso fray Cristóbal valía por dos.
—¡Vuestra protección! —exclamó, retirándose dos pasos atrás y apoyándose sobre el pie derecho, puesta la mano izquierda en la cadera; y levantando la derecha hacia el caballero con el índice extendido, clavó en él los ojos, y arrojando fuego por ellos, repitió—: ¡Vuestra protección! Basta ya: con esa infame propuesta llegó al colmo la medida de vuestros excesos, y ya ningún miedo me inspiráis.
—¿Qué es lo que hablas, fraile imprudente?
—Hablo, como se habla a una persona dejada de la mano de Dios. ¡Vuestra protección! Ya sabía yo que Dios había tomado bajo la suya a la inocente Lucía. Y veis cómo pronuncio su nombre sin reparo alguno, con frente serena, con ojos impávidos.
—¡Cómo!, ¿en mi casa?...
—Tengo lástima de esta casa: sobre ella está pendiente la maldición del Todopoderoso. Sería de ver que la justicia de Dios respetase cuatro paredes y cuatro asesinos... ¿Cómo podéis creer que Dios ha hecho una criatura a imagen suya para daros el derecho de atormentarla? ¿Pensabais que Dios no sabría defenderla? Habéis despreciado su aviso, y vos mismo habéis pronunciado vuestra sentencia. Endurecido estaba como el vuestro el corazón de Faraón, y Dios supo hacerle pedazos. Lucía está libre de vuestras asechanzas, yo os lo aseguro, yo miserable fraile; y por lo que a vos toca, oíd lo que es pronóstico; un día...
Hasta entonces había quedado inmóvil don Rodrigo entre la rabia y el asombro; pero cuando oyó comenzar una predicción, se agregó en él a la ira un remoto y misterioso terror: agarró con furor la mano amenazadora del capuchino, y levantando la voz para acallar la del infausto profeta, gritó.
—¡Ea pronto! Quítate de mi presencia, villano insolente.
Estas palabras dejaron estático al padre Cristóbal. A las ideas de amenaza y de villanía estaban en su menee de tal modo asociadas las de humildad y silencio, que al oír aquel apóstrofe se apagó en un momento el fuego de su enojo y de su entusiasmo, sin quedarle otra acción que escuchar sumisamente cuantos improperios quiso añadir don Rodrigo. Al fin, retirando la mano con mesura de entre los dedos del caballero, bajó la cabeza y se quedó inmóvil, como al ceder el viento en lo más fuerte de una borrasca, aquieta y compone naturalmente sus ramas un árbol antiguo, y recibe la granizada como el cielo se la envía.
—Vete de aquí —prosiguió don Rodrigo—, y da gracias al sayal que te cubre.
Así diciendo, le señaló con desprecio una puerta opuesta a la que le sirvió de entrada. El padre inclinó la cabeza y se fue cerrando tras sí la puerta, cuando vio en aquella estancia escurrirse un hombre rozándose con la pared, como para no ser visto desde la sala anterior, y conoció que era el criado viejo que le abrió la puerta de la calle. Hacía cuarenta años que este hombre vivía en la casa, esto antes que naciera don Rodrigo, habiendo entrado a servir a su padre, persona de carácter enteramente distinto. A su muerte, el nuevo amo despachó a toda la familia, renovándola con otra gente; sin embargo, conservó aquel criado, ya por ser viejo, ya porque aunque de índole y costumbres diferentes de las suyas, recompensaba esta falta con dos cualidades de que hacía don Rodrigo gran caso, y eran que tenía en gran concepto la dignidad de su casa, y una gran práctica del ceremonial, cuya tradición y particularidad mínimas conocía más que otro alguno.
El pobre viejo jamás se hubiera atrevido en presencia de su amo ni siquiera a indicar la menor desaprobación de lo que a cada paso veía, y sólo de cuando en cuando prorrumpía en exclamaciones y alguna reconvención entre dientes a sus compañeros que muchas veces se burlaban de él, divirtiéndose en provocarle a que echase algún sermón en alabanza de los antiguos usos del palacio. Con esto sus censuras nunca llegaban a oídos del amo, sino acompañadas de la relación de la burla que se hacía de ellas, por manera que aún para él eran un objeto de mofa sin resentimiento; y luego, en los días de convite, el viejo era el hombre de más importancia.
Miróle al pasar fray Cristóbal, le saludó, y continuaba su camino, cuando el viejo se acercó a él misteriosamente, se puso el índice en los labios, luego con el mismo índice le hizo una seña para que entrase en un corredor oscuro: allí le dijo con voz baja que codo lo había oído, y que tenía que hablarle.
—Diga usted, pues, buen hombre —respondió el padre.
—Aquí, no, señor —replicó el viejo—, ¡Dios me librara de que el amo lo advirtiese! Pero yo podré saber muchas cosas, y mañana iré al convento...
—¿Hay algún plan?
—Algo hay sin duda: he llegado a conocerlo; pero ahora estaré sobre aviso y lo sabré codo. Descuide usted, padre... Veo cosas... ¡Qué cosas!... ¡Estoy en una casa!... yo lo que quiero es salvar mi alma.
—Dios bendiga a usted —dijo fray Cristóbal, y profiriendo escas palabras, puso la mano sobre la cabeza del criado que, aunque más viejo, estaba inclinado delante de él con la sumisión de un niño—. Dios se lo pagará a usted —continuó el capuchino.,—, pero no deje de ir mañana.
—Iré sin falca —contestó el viejo—, pero usted márchese al instante, y por Dios no me descubra.
Y acechando alrededor, salió por el otro lado del corredor a una sala que caía al patio. Viendo que el campo estaba libre, llamó al padre, le indicó la puerca principal, y el capuchino salió sin hablar palabra.
Por lo visco, este criado había estado escuchando a la puerca. ¿Y había hecho bien? ¿Hacía bien el padre Cristóbal en alabarle por eso? Según las reglas generales y comunes, la acción es reprensible; pero ¿no podía ser aquél un caso exceptuado? ¿Y hay excepciones para las reglas generales de moralidad? Escas cuestiones las resolverá el lector si quiere. Nosotros no tratamos de exponer nuestra opinión; nos limitamos a referir los hechos.
Viéndose el padre en la calle, y vuelcas las espaldas a aquella caverna, respiró con más libertad, bajando aceleradamente la cuesta con la cara encendida, y con grande agitación interior, de resultas de lo que había oído y visto. Pero no dejaba de alentarle el ofrecimiento del criado, pareciéndole que con esto el cielo le había dado una prueba visible de su protección.
—Éste es un hilo —decía para sí— que pone en mis manos la Providencia en esa misma casa, sin que yo ni remotamente lo buscase.
Discurriendo de esca manera, levantó los ojos hacia el Occidente, y viendo que el sol se aproximaba a la cumbre de la montaña, advirtió que quedaban pocas horas de día. Entonces, aunque quebrantado por las fatigas de aquella jo rnada, apresuró el paso para llevar una razón cualquiera a sus protegidos, y llegar al convento antes que anocheciese, que era una de las reglas que se observaban con más rigor en los conventos de su Orden.
En este intermedio se habían propuesto y ventilado en la casilla de Lucía ciertos proyectos, de que es necesario informar a nuestros lectores. Después de haber salido el religioso, quedaron algún tiempo sin hablar los tres individuos restantes. Lucía preparaba tristemente la comida; Lorenzo, indeciso, trataba de marcharse a cada instante por nó verla afligida, y no sabía separarse de ella; Inés, ocupada al parecer con su devanadera, estaba madurando en su mente un pensamiento, y cuando le pareció haberlo combinado todo, rompió el silencio en estos términos:
—Hijos míos, escuchad: si tenéis el ánimo y la maña que se necesita, y queréis fiaros de vuestra madre, yo me prometo sacaros del atolladero, mejor, y quizá más presto que fray Cristóbal, a pesar del hombre que es.
Lucía quedó parada y miró a su madre de un modo que más expresaba admiración que confianza; pero Lorenzo dijo inmediatamente:
—Una vez que sólo se necesita ánimo y destreza, diga usted pronto lo que hay que hacer.
—¿No es cierto —prosiguió