Alessandro Manzoni

Los novios


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ha infundido la perspectiva de un escopetazo? ¿Informar de esto al cardenal arzobispo, y reclamar su autoridad? Para esto se necesita tiempo. ¿Y entretanto?, ¿y después? Por otra parte, aun cuando esta inocente se casase, ¿sería un freno para ese hombre?... ¿Quién sabe hasta dónde podría llegar su atrevimiento? ¿Resistirle? ¿Cómo? ¡Si pudiera ser que tomasen partido los padres de mi comunidad! ¡Los de Milán! Pero no es un negocio común, y me abandonarían. Ese hombre se vende por amigo del convento, se jacta de ser partidario de los capuchinos, y sus bravos se han refugiado más de una vez entre nosotros: me hallaría solo en la danza: quizá me tacharían de caviloso, de embrollón, de buscarruidos; y lo más malo es que, con una intentona intempestiva, pudiera acaso empeorar la suerte de esta infeliz.

      Pesadas todas las circunstancias en favor y en contra, le pareció que el mejor partido sería el de arrostrar al mismo don Rodrigo, procurando distraerle de su infame designio con súplicas, con recordarle los castigos de la otra vida, y aun con los de ésta si fuese posible. A turbio correr se podría por lo menos de este modo conocer hasta qué punto llega su obstinación en seguir su brutal empeño, descubrir mejor su intención, y proceder en su consecuencia.

      Mientras el padre Cristóbal estaba discurriendo de esta manera, Lorenzo, que no sabía estar separado de aquella casa, se presentó en la puerta; pero viendo al padre embebecido, y que las mujeres le hacían señas de no estorbarle, se mantenía en el umbral callando. Al levantar la cabeza el padre Cristóbal para comunicar a las dos mujeres lo que había determinado, le atisbó y saludó de un modo que indicaba su acostumbrada benevolencia aumentada con la compasión.

      —¿Le han dicho a usted, padre?... —le preguntó Lorenzo con voz alterada.

      —¡Demasiado!, y por eso he venido.

      —¿Qué dice usted de aquel bribón?

      —¿Qué quieres tú que diga? Está lejos: de nada servirían mis palabras. Lo que te digo a ti, es que pongas la confianza en Dios, y que Él no te abandonará.

      —¡Benditas sean sus palabras! —exclamó el joven—. Usted no es de los que siempre tiran a los pobres, como el señor cura y el bueno de aquel abogado.

      —No revuelvas lo que sólo puede servir para afligirte inútilmente. Yo soy un pobre fraile; pero te repito lo que acabo de decir a estas infelices, que en lo poco que valgo no os abandonaré nunca.

      —Ya veo que usted no es como los amigos del día. ¡Embusteros! ¡Quién hubiera creído las protestas que en otro tiempo me hacían! Según se expresaban, hubieran dado toda su sangre por servirme: contra el mismo demonio me hubieran sostenido si hubiese sido necesario. Con que yo hubiera hablado, la cosa estaba concluida: el que me hubiera ofendido no hubiera vuelto a comer pan; ¡y ahora si usted viese cómo se niegan!...

      Aquí levantando Lorenzo los ojos, notó que el padre había mudado de aspecto; conoció que había dicho algún disparate, y queriendo enmendarlo se embrollaba cada vez más.

      —No era mi ánimo... —prosiguió— quería decir...

      —¿Qué querías decir? —interrumpió el capuchino—. ¿Malograr mi obra antes que yo la hubiese empezado? ¡A bien que te has desengañado a tiempo! ¿Buscas amigos? ¡Y qué amigos! ¿No sabes tú que sólo Dios es el amigo de los afligidos que confían en su bondad? ¿Ignoras que los medios reprobados nunca salen bien? Y aunque se consiga el objeto, ¿cuál es el fin del resultado?, Lorenzo, ¿quieres fiarte de mí? ¡Qué digo de mí, pobre fraile! ¿Quieres poner en Dios tu confianza?

      —Sí, señor —respondió Lorenzo.

      —Pues bien —continuó el padre Cristóbal, prométeme que no acome— terás a nadie, que no provocarás a persona alguna, que te guiarás por lo que yo te diga.

      —Lo prometo.

      Dio Lucía un profundo suspiro como si se le quitase un peso de encima, e Inés dijo:

      —¡Bien!, eso es ser mozo de juicio.

      —Escuchad, hijos —prosiguió el padre Cristóbal—, hoy voy a hablar a ese caballero. Si Dios le toca el corazón, y da fuerza a mis palabras, bien: cuando no, Él nos proporcionará otro remedio. Vosotros entretanto no os mováis, no hagáis conversación de esto, y no os dejéis ver. Esta noche, o a más tardar mañana por la mañana, nos veremos.

      Dicho esto, cortó todas las demostraciones dirigidas a darle gracias y a bendecirle, y salió encaminándose al convento. Llegó a la hora del coro, rezó, comió luego, e inmediatamente se puso en camino para la cueva donde vivía la fiera que intentaba amansar.

      El palazuelo de don Rodrigo se eleva aislado, a manera de los antiguos castillejos, en la cumbre de uno de los collados de que se forma aquella cordillera. El paraje caía más arriba de la aldea de los dos novios, a unas tres millas de distancia, y a cuatro del convento. A la falda del monte por la parte que mira al lago, se hallaba un grupo de casuchas, habitadas por colonos de don Rodrigo, y aquélla era como la miserable capital de su mezquino reino. Con pasar por allí bastaba para formarse una idea de la condición y de las costumbres del país. Echando una mirada a las habitaciones bajas, cuyas puertas estaban entreabiertas, se veían colgados de las paredes, sin orden, escopetas, azadones, rastrillos, sombreros de paja y bolsas para pólvora. Las gentes que se encontraban eran hombres de mala catadura, con un gran tufo, recogido en una redecilla de varios colores; ancianos que, aunque ya sin garras, estaban siempre prontos a enseñar los dientes; mujeres de gesto varonil, brazos membrudos y dispuestos a obrar como auxiliares de la lengua con la más leve ocasión; y hasta en los mismos muchachos que jugaban en la calle, se advertía un no sé qué de arrojado provocativo. Dejó fray Cristóbal las casas atrás, se metió por una senda en figura de caracol, y llegó a un estrecho llano delante del palacio. La puerta estaba cerrada, porque siendo la hora de comer, no quería el amo que nadie le molestase. Las pocas y pequeñas ventanas que caían a la calle, aunque cerradas por puertas apolilladas y medio caídas, tenían fuertes rejas de hierro, y las del piso bajo eran tan altas que apenas hubiera podido asomarse un hombre encima de otro.

      Reinaba alrededor un profundo silencio, y cualquier pasajero la hubiera creído una casa abandonada, a no ser por cuatro criaturas, dos vivas y dos muertas, que puestas en simetría por la parte de afuera, daban indicio de que había gente en ella. Clavados estaban en la puerta con las alas abiertas y la cabeza colgando, dos buitres enormes, el uno medio consumido y casi sin plumas, y el otro entero todavía y en buen estado; y dos bravos tendidos en dos bancos, uno a cada lado de la puerta estaban de guardia, esperando que los llamasen a gozar de los restos de la mesa del amo. Paróse el padre en ademán de quien se propone aguardar; se levantó uno de los bravos diciendo:

      —Entre usted, padre, que aquí no se hace aguardar a los capuchinos. Nosotros somos amigos del convento, y yo he vivido allí en cierta época en que el aire de fuera no era muy saludable para mí; y a la verdad que si me hubieran cerrado la puerta, no lo hubiera pasado muy bien.

      Diciendo esto, dio dos aldabazos; a los golpes respondió inmediatamente el ladrido de los perros de guarda y de los gozquecillos, y poco después llegó refunfuñando un criado viejo; pero viendo al padre, le hizo una profunda reverencia, sosegó a los perros con la mano y con la voz, introdujo al religioso al primer patio, y volvió a cerrar: condújole después a una sala, y mirándole con apariencia de admiración, le dijo:

      —¿No es usted el padre Cristóbal de Pescarénico?

      —El mismo.

      —¿Y usted aquí?

      —Ahí verá usted.

      —Será para hacer algún bien.

      —Cierto.

      —Ya se ve: en todas partes se puede hacer bien —continuó el criado entre dientes.

      Y siguiendo adelante los dos, después de haber pasado unas cuantas piezas oscuras, llegaron a la puerta del comedor. Se oía dentro un ruido confuso de cucharas, tenedores, cuchillos, vasos, platos de peltre, y sobre todo de voces de diferentes personas que estaban disputando. El padre quería retirarse, y aguardar a que hubiesen acabado de comer; y mientras