no se nos escape usted.
Sin conocer don Rodrigo el motivo preciso de aquella visita, sólo por cierto presentimiento la hubiera evitado con gusto; pero ya con aquella salida del conde no le pareció conveniente negarse, y así dijo:
—Entre usted, padre, entre usted.
Entró entonces fray Cristóbal saludando al amo, y correspondiendo de una y otra parte a los saludos de los convidados.
Cuando un hombre de bien se presenta al frente de un malvado a todos agrada fi.gurársele con la cabeza erguida, el mirar firme y la lengua suelta; pero para que tenga semejante actitud es necesario que concurran muchas circunstancias difíciles de reunir; y así no es de extrañar que el padre Cristóbal, a pesar del testimonio de su conciencia, del convencimiento firme de la justicia de la causa que iba a defender, y del horror y compasión que a un mismo tiempo le inspiraba don Rodrigo, estuviese con cierta cortedad delante de aquel hombre, en su propia casa, en su reino, digámoslo así, rodeado de amigos, de obsequios, de indicios de su poder, y con una cara capaz de helar en la boca del más osado cualquiera petición o consejo, cuanto más una advertencia o una reconvención. A su derecha estaba sentado el conde Atilio, su primo, y compañero en libertinaje, el cual había ido de Milán a pasar algunos días con él en el campo: a la izquierda se hallaba con gran respeto, templado con cierta muestra de seguridad y pedantería, el Podestá o alcalde mayor del distrito, el mismo que hubiera debido administrar justicia a Lorenzo, y aplicar a don Rodrigo las penas establecidas en los bandos de que hemos hablado. En frente del Podestá estaba nuestro abogado Tramoya en ademán respetuoso y sumiso, con capa negra, y la nariz más colorada que nunca; y frente de los primos dos convidados oscuros, que no hacían más que comer, bajar la cabeza y aprobar con sonrisa aduladora todo lo que decía cualquiera de los comensales, cuando no había quien les contradijese.
—Una silla al padre —dijo don Rodrigo.
Y al momento se le acercó un criado. Sentóse fray Cristóbal, disculpándose en pocas palabras por haber ido en hora inoportuna, y acercándose después al oído de don Rodrigo, añadió, con voz más baja, que deseaba hablarle a solas acerca de un negocio de importancia.
—Bien, bien, hablaremos —respondió don Rodrigo—, entretanto que traigan un vaso para el padre.
Quería fray Cristóbal eximirse, pero levantando don Rodrigo la voz entre la gresca, que de nuevo empezaba, decía a gritos:
—No por vida mía; no me hará usted semejante desaire; no quiero que se diga que un capuchino ha salido de esta casa sin probar el vino de mi bodega, ni un acreedor insolente la leña de mis bosques.
Siguió a estas palabras una carcajada general, y con ella quedó un momento interrumpida la cuestión, que se agitaba con mucho calor entre los convidados. Trajo un criado en una salvilla de plata un vaso en forma de cáliz, presentándole al padre Cristóbal, el cual, teniendo por falta de urbanidad resistirse más a las vivas instancias de un hombre de quien tanto necesitaba en aquella ocasión, condescendió bebiendo pausadamente algunos sorbos.
La cuestión que discutían entonces estaba fundada sobre el hecho siguiente: Un caballero envió un cartel de desafío a otro, y no hallando el mensajero en su casa al desafiado, entregó la esquela a un hermano suyo, el cual, después de leerla, apaleó al dador. El conde aprobaba la acción, el Podestd la afeaba, defendiendo en forma escolástica su opinión. En fin, después de muchas voces y gritos sin entenderse unos a otros, se empeñó don Rodrigo, por no alargar la discusión, en que decidiese la cuestión el padre Cristóbal. Negóse éste por algún tiempo, alegando que no entendía de semejantes materias; pero al fin, hostigado por todos, dijo que su parecer sería que no hubiese desafíos ni palos, ni mensajeros de aquella clase.
Los convidados se miraron todos como pasmados.
—¡Vaya —interrumpió el conde Atilio—, que la sentencia es original! Perdone usted, padre; se ve que usted no conoce el mundo.
—¿Quién, el padre? —dijo don Rodrigo—, ¡ay, ay! primo. Lo conoce mejor que tú. ¿No es verdad, padre? ¿No es cierto que usted también ha corrido sus caravanas?
Fray Cristóbal, en vez de contestar a tan maliciosa insinuación, no habló palabra.
—No será extraño —dijo el primo—, ¿y cómo se llama el padre?
—Padre Cristóbal —respondieron casi todos a la vez.
—Pues padre Cristóbal, muy señor mío —prosiguió el conde—, veo que usted quisiera trastornar el mundo de arriba abajo. Sin desafíos y sin palos, ¡adiós pundonor! ¡Impunidad para toda la canalla! Por fortuna, la cosa no es posible.
—Ea, abogado —saltó don Rodrigo, que no quería que siguiese la disputa entre su primo y el padre—, ea, usted, que sabe dar la razón a todos, veamos cómo apoya el argumento del padre Cristóbal.
—A la verdad —respondió el abogado con el tenedor en el aire, y volviéndose al religioso—, a la verdad, no comprendo cómo el padre fray Cristóbal, que al paso que es buen religioso es también hombre de mundo, no ha reflexionado que su sentencia, excelente para el púlpito, nada vale (y usted perdone) en una disputa de caballería; pero el padre sabe, mejor que yo, que todas las cosas son buenas en su lugar, y yo creo que esta vez ha querido salir del paso con una pulla en lugar de dar una sentencia.
Tampoco a esto respondió fray Cristóbal; pero don Rodrigo, cansado de esta cuestión, quiso promover otra, con cuyo objeto dijo:
—He oído que en Milán corrían voces de que se trataba de un convenio.
Nuestros lectores quizá sabrán que en aquel año estaba encendida la guerra por la herencia del ducado de Mantua porque, habiendo fallecido sin sucesión masculina Vicente Gonzaga, había entrado en aquel estado el duque de Nevers, su pariente más inmediato.
Luis XIII, o por mejor decir, el cardenal Richelieu, quería sostenerle en él por ser afecto suyo y naturalizado francés. Felipe IV, o por mejor decir, el conde—duque de Olivares, se oponía por las mismas razones, y había declarado guerra a la Francia. Como por otra parte el ducado de Mantua era feudo del Imperio, las dos partes contendientes andaban en negaciones con el emperador Fernando II, la una para que diese la investidura al nuevo duque, y la otra, no sólo para que la negase, sino para que contribuyese a echarle del ducado.
Sosteniendo el conde que las cosas se arreglarían, dijo que tenía razones y fundamento para pensarlo.
—No lo crea usted, señor conde —contestó el Podestá—. Aunque en este rincón no estamos a ciegas de lo que pasa porque el señor gobernador español, que me estima más que merezco, y por ser hijo de un criado del conde—duque, debe saber alguna cosa...
—No se canse usted —interrumpió el conde—, yo en Milán hablo todos los días con otros personajes, y sé de buena tinta que el Papa, que está muy empeñado en la paz, ha hecho proposiciones...
—Así debe ser —replicó el Podestá—. La cosa está en regla. Su Santidad cumple con su obligación. Un Papa debe siempre poner paz entre los príncipes cristianos; pero el conde—duque tiene su política, y...
—¿ Y qué? ¿Sabe usted cómo piensa el emperador en este asunto? ¿Cree usted que en el mundo no hay más que Mantua? Hay muchas cosas a qué atender, señor mío. ¿Sabe usted, por ejemplo, hasta qué punto puede el emperador fiarse en este momento de su príncipe de Valdistaino o Valdistain, como se llama?, y sé...
—El nombre verdadero en alemán —interrumpió otra vez el Podestá —, es Wallenstein, como he oído muchas veces que lo pronuncia el gobernador español. No tenga usted miedo, que antes de mucho...
—¿Querrá usted ahora darme lecciones?... —replicó el conde.
Pero don Rodrigo le tocó con la rodilla indicándole que terminase la disputa; y, en efecto, habiendo callado el conde, soltó el Podestá la taravilla, pronunciando un largo y pedantesco elogio del conde-duque, y sabe Dios cuándo hubiera concluido, si don Rodrigo, fastidiado, y estimulado también por los gestos de su primo, no hubiese puesto