veces Bartolo, mi primo Bartolo, me ha escrito que me fuera allá con la certeza de que haría fortuna, como la ha hecho él? Nunca hice caso, porque tenía aquí el corazón. Una vez casados, nos iríamos todos juntos: pondríamos casa allí, y viviríamos en santa paz, lejos de las garras de ese bribón, y lejos de la tentación de hacer un desatino. ¿No es verdad, Lucía?
—Sí —dijo Lucía—, pero ¿cómo?...
—¿Cómo? Yo diré —replicó Inés—. ¡Ánimo y maña!, y la cosa es fácil.
—¿Fácil? c..dijeron Lucía y Lorenzo a la vez.
—Fácil, como se sepa hacer —prosiguió Inés—. Escuchad, y lo com— prenderéis vosotros mismos. He oído decir a personas que lo saben, y yo misma he visto un caso, que para hacer un casamiento es precisamente necesario el cura; pero no es necesario que quiera, pues basta que se halle presente.
—¿Cómo es eso? —preguntó Lorenzo.
—Escucha y lo oirás —prosiguió Inés—. Conviene tener prontos dos testigos muy ladinos y bien impuestos. Se busca al cura; la dificultad consiste en cogerle descuidado, y que no pueda escaparse. El novio dice: «Señor cura, ésta es mi mujer»; y la novia dice «Señor cura, éste es mi marido.» Es preciso que el cura y los testigos lo oigan bien, y el casamiento queda hecho, y tan válido como si lo hubiera hecho el Papa en persona. Dichas estas palabras, por más que el cura chille, que alborote, que se dé al diablo, no hay remedio, sois marido y mujer.
—¿Será posible? —exclamó Lucía.
—¿Cómo? —dijo Inés—, ¿conque en treinta años que estoy en el mundo antes que vosotros, no habré aprendido nada? La cosa es como os la digo; por más señas, que una amiga mía que quería casarse con uno contra la voluntad de sus padres, consiguió de esta manera su intento. El cura, que tenía sospechas, estaba sobre aviso; pero los dos diablillos hicieron la cosa con tanta maña, que le cogieron descuidado; dijeron las palabras, y quedaron casados, aunque la pobrecilla se arrepintió luego a los tres días.
La cosa, en efecto, sucedía como la pintaba Inés. Los casamientos contraídos de este modo eran entonces, y fueron hasta nuestros días, considerados como válidos; pero como no acudían a semejante expediente sino las personas que encontraban obstáculo por la vía ordinaria, los curas procuraban evitar semejante cooperación forzada, y cuando alguno de ellos se veía sorprendido por una de tales parejas con sus testigos, buscaba todos los medios para zafarse, como Proteo de las manos de los que querían obligarle a vaticinar por fuerza.
—¡Si fuera eso verdad, Lucía! —dijo Lorenzo mirándola como quien espera una respuesta satisfactoria.
—¿Cómo si fuera verdad? —replicó Inés— ¿tú también crees que yo cuento patrañas? Yo me afano por vosotros, y vosotros no me dais crédito; pues bien, componeos como podáis, que yo por mi parte me lavo las manos.
—¡Ah, no! no nos abandone usted —exclamó Lorenzo—. ¡Digo esto porque el recurso me parece tan demasiado bueno! Me pongo, pues, en sus manos como si fuera mi verdadera madre.
Disiparon estas palabras el enfado momentáneo de Inés, la cual olvidó un propósito que seguramente no fue sino de boca.
—Pero, madre —preguntó Lucía con su modesta sumisión—, ¿por qué no se le habrá ocurrido eso al padre Cristóbal?
—Sí, se le habrá ocurrido —respondió Inés—, vaya si se le habrá ocurrido; pero no habrá querido decirlo.
—Pero ¿por qué? —preguntaron a la vez los dos jóvenes.
—¿Por qué?... ¿por qué? —dijo Inés—, ya que queréis saberlo, porque los religiosos dicen que no es bien hecho.
—¿Cómo puede ser que la cosa no esté bien, ni esté bien hecha, cuando está hecha? —dijo Lorenzo.
—¿Qué quieres que yo te diga? —respondió Inés—. La ley la han hecho otros a su antojo, y nosotros los pobres nada entendemos de eso. Y luego cuántas veces... Mira, es lo mismo que soplarle a un pobre diablo un puñetazo: ello no es bien hecho; pero dado ya, ni el Pontífice se lo puede quitar de encima.
—Si es cosa mala —dijo Lucía—, no debe hacerse.
—¿Qué? —dijo Inés—: ¿acaso te querré yo dar un consejo contra la ley de Dios? Si fuera contra la voluntad de tus padres, para casarte con un mala cabeza, ya lo entiendo; pero estando yo contenta, y para casarte con este muchacho y oponerse a la violencia de un bribón... quizá el mismo señor cura...
—Vaya —interrumpió Lorenzo—, la cosa es más clara, vaya, que la luz del sol.
—No conviene —continuó Inés— hablar de eso al padre Cristóbal antes de hacer la cosa; pero hecha y logrado el intento, ¿qué piensas tú que dirá el padre? Te dirá: «Hija mía, el desliz ha sido gordo, pero ya está hecho.» Los religiosos deben hablar así; pero no dudes de que en su interior se alegrará mucho.
Lucía, sin encontrar qué responder a semejante razonamiento, no parecía muy satisfecha; pero Lorenzo, enteramente alentado, dijo:
Siendo así, la cosa está concluida.
—Poco a poco —dijo Inés—, ¿y los testigos? ¿Y el modo de pillar descuidado al señor cura, que hace dos días que no sale de casa? ¿Y detenerle?, que aunque es algo pesado, al veros, y al conocer vuestra intención, se pondrá más ligero que un gato, y escapará como el demonio del agua bendita.
—Ya he encontrado yo el medio; ya lo he encontrado —dijo Lorenzo, pegando una puñada tan fuerte en la mesa, que hizo saltar los platos dispuestos para la comida.
Y expuso enseguida su pensamiento, que aprobó Inés en todas sus partes.
—Éstos son embrollos —dijo Lucía—, no son cosas bien hechas. Hasta ahora hemos obrado bien; sigamos adelante con fe, que Dios nos ayudará. Lo ha dicho fray Cristóbal; oigamos antes su parecer.
—Déjate gobernar por quien sabe más que tú —contestó Inés con gravedad—. ¿Qué necesidad hay de pedir parecer a nadie? Dios sabe: ayúdate, que yo te ayudaré. Al padre se lo contaremos todo después.
—Lucía —dijo Lorenzo—, ¿qué timidez es ésa? ¿No hemos procedido hasta aquí como buenos cristianos? ¿No debía estar ya celebrado el matrimonio? ¿No nos había señalado el señor cura el día y la hora? ¿Quién tiene, pues, la culpa, si nos ayudamos con un poco de maña? No, no creo que me faltes. Voime, y vuelvo con la respuesta.
Y saludando a Lucía con tono de súplica, y a Inés con semblante de satisfacción, se marchó apresuradamente.
Suele decirse que los apuros aguzan el ingenio, y Lorenzo, que en el curso regular de su vida no se había hallado hasta entonces en necesidad de afilar el suyo, discurrió en esta ocasión una treta capaz de honrar a cualquier jurisconsulto de aquella época. En efecto, marchó en derechura a buscar a cierto amigo suyo llamado Antoñuelo, y le halló haciendo una polenta; su madre, su hermana y su mujer estaban sentadas a la mesa, y tres o cuatro niños en pie tenían los ojos clavados en el perol, esperando con ansia que lo quitasen del fuego. Mientras Lorenzo trocaba los saludos con la familia, volcó Antoñuelo sobre la mesa de pino la polenta, cuya mole no estaba en razón del número de los individuos de que se componía la familia, ni de su apetito, sino en la de los tiempos. Sin embargo, las mujeres convidaron a Lorenzo con el cumplimiento de «¿usted gusta?» que usan siempre los aldeanos de la Lombardía, cuando se presenta alguno en hora en que están comiendo.
—¡Gracias! —contestó Lorenzo—, sólo venía a hablar dos palabras con mi amigo; y si quieres, Antoñuelo, para no molestar a tu gente, iremos a comer juntos a la hostería, y allí hablaremos.
Gustoso aceptó Antoñuelo el convite, y tampoco le puso mala cara la familia, viendo disminuirse el número de los concurrentes a la comida. El convidado, sin preguntar más, se salió con Lorenzo a la calle.
Llegados a la hostería, y sentados