Alessandro Manzoni

Los novios


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una seña con la cabeza. Escamado con esto Lorenzo, miraba a sus dos convidados, como si quisiera buscar en su cara una explicación de semejantes gestos; pero su cara nada indicaba sino mucha gana de comer. A él le miraba el tabernero como para pedirle órdenes, por lo que Lorenzo le llamó a una pieza inmediata, y le mandó que dispusiese la cena.

      —¿Quiénes son esos forasteros? —le preguntó luego de quedo, cuando volvió con un mantel ordinario y no muy limpio debajo del braro y un jarro en la mano.

      —No los conozco —respondió el tabernero desdoblando el mantel.

      —¿Cómo?, ¿ni uno siquiera?

      —Ustedes saben muy bien —prosiguió el tabernero estirando con ambas manos el mantel sobre la mesa— que la primera regla de nuestro oficio es la de no meternos en negocios ajenos, tanto que nuestras mismas mujeres no son curiosas. ¡No habría poco que hacer con tanta gente como entra y sale! Para nosotros basta con que los parroquianos sean hombres de bien: lo demás de saber quiénes son o no son, poco nos importa. Ea, voy a traer un plato de almondiguillas que apuesto que nunca las han comido ustedes iguales.

      —¿Y cómo puede usted saber?... —continuaba diciendo Lorenzo.

      Pero el tabernero, que iba marchando hacia la cocina, prosiguió su camino. Allí, mientras preparaba el plato de almondiguillas, se le acercó aquel bravo que había mirado de los pies a la cabeza a Lorenzo, y le preguntó con voz baja:

      —¿Qué gente es ésa?

      —Gente buena de aquí del país —contestó el tabernero echando sus almondiguillas en la fuente.

      —¡Bueno!, pero ¿cómo se llaman?, ¿quiénes son? —insistió el bravo con voz algo áspera.

      —El uno se llama Lorenzo —respondió el otro también en voz baja—, buen muchacho, acomodado, hilador de seda, y que sabe bien su oficio; el otro es también un aldeano llamado Antoñuelo, buen camarada y de humor alegre: lástima que no tenga mucha moneda, pues toda la dejaría aquí; el otro es un pobre zonzo que come bien cuando encuentra quien le haga la costa. Con licencia.

      Y de un brinquito salió llevando la fuente de almondiguillas a la mesa.

      Al verle Lorenzo, volvió a tomar el hilo de su conversación diciendo:

      —¿Y cómo puede saber si son hombres de bien si no los conoce?

      —Las acciones, amigo mío; el hombre se conoce por ellas. Los que beben el vino sin desacreditarle, los que presentan al mostrador la cara del rey sin regatear, los que no mueven camorra con los demás parroquianos, y si tienen que regalar alguna puñalada se salen de la casa con el fin de no comprometerla, éstos son los hombres de bien: sin embargo, si se puede conocer la gente buena como nosotros cuatro nos conocemos, mucho mejor; pero ¿por qué diablos se le antoja a usted ahora saber estas cosas, cuando va a casarse, y debe tener ocupado el magín en otros asuntos, y con esas almondiguillas a la vista que pueden resucitar a un muerto?

      Diciendo esto dio la vuelta a la cocina.

      Observando nuestro autor del manuscrito el diferente modo con que el tabernero satisfacía a las preguntas, dice que era hombre de tal calaña que en todas sus conversaciones hacía alarde de ser amigo de los hombres de bien en general; pero en la práctica mucho más condescendiente con los que tenían opinión y cara de bribones.

      La cena no fue muy alegre. Los convidados hubieran querido saborearse con ella; pero Lorenzo, preocupado con lo que sabe el lector, y además fastidiado y algo inquieto al ver el continente de los desconocidos, no veía la hora de marcharse. Por causa de aquella gente hablaba en voz baja, y con palabras sueltas y pronunciadas como al descuido.

      —Fuerte cosa es —saltó de repente Gervasio— que Lorenzo para casarse necesite...

      lnterrumpióle Lorenzo con enfado, y Antoñuelo le dijo:

      —¡Calla, bestia! —acompañando este título con un codazo.

      De esta manera la conversación fue decayendo hasta el fin. Guardando Lorenzo la mayor sobriedad, se aplicó a dar de beber a los dos testigos con el tino necesario para ponerlos alegres, sin que perdiesen la cabeza. Levantados los manteles, y pagada la cuenta por el que menos gasto había hecho, tuvieron los tres que pasar de nuevo delante de aquellas malas caras, y todos se volvieron a mirar como la primera vez a Lorenzo, el cual, volviendo la cabeza a poco de haber salido de la taberna, vio que le iban siguiendo los dos que dejó sentados en la cocina. Paróse entonces con sus compañeros, como diciendo: «Veamos qué es lo que quiere esa gente»; pero así que los dos advirtieron que los habían visto, se pararon ellos también, hablaron de quedo y volvieron atrás. Si Lorenzo se hubiera hallado tan cerca para poder oír las palabras, hubiera sin duda escuchado las siguientes:

      —Sería a la verdad un valiente golpe, sin contar con la propina —decía uno de aquellos matones—, si volviendo a casa, pudiéramos referir que le habíamos sentado muy bien las costuras nosotros solos sin el fachenda del señor Canoso.

      —Sería quizá malograr el asunto principal —contestó el otro—, algo ha notado, pues se paró a mirarnos; ¡ay si fuera más tarde! Volvamos, pues, para no excitar sospechas. Mira, por todas partes viene gente; dejemos que todos se metan en su nido.

      Había, en efecto, aquel bullicio, aquel movimiento que se nota al anochecer en los lugares, y al cual poco después sucede el profundo silencio de la noche. Venían del campo las mujeres con sus niños en brazos, y de la mano los mayorcitos, a quienes hacían rezar las oraciones de la tarde, y los hombres volvían con las palas y azadones al hombro. Cuando se abrían las puertas de las casas, se veía en muchas de ellas el fuego encendido para prevenir las pobres cenas, y por las calles se oían los recíprocos saludos, y las breves y tristísimas pláticas acerca de la escasez de la cosecha y del mal año: además el esquilón del lugar anunciaba con el lento toque de oraciones la caída del día. Así que Lorenzo vio que los dos bravos se habían retirado, prosiguió su camino, haciendo en voz baja, entre la oscuridad que iba creciendo, ora al uno, ora el otro hermano, ya una prevención, ya un recuerdo; y de esta manera llegaron muy entrada la noche a la casita de Lucía.

      El intervalo que media entre la formación de un proyecto peliagudo y su ejecución, dice un autor, es un sueño de fantasmas y sobresaltos. Hacía muchas horas que Lucía experimentaba las angustias de semejante sueño, y la misma Inés, la autora del proyecto, estaba pensativa, hallando apenas palabras con que animar a su hija. Pero en el momento de despertar, en el momento en que se trata de poner manos a la obra, se encuentra el ánimo enteramente transformado. Al miedo y valor que luchaban en él, sucede otro valor y otro miedo, y la empresa se presenta a la imaginación bajo un aspecto enteramente nuevo. Lo que se temía al principio a veces parece una cosa sumamente fácil, y a veces se encuentra mayor el obstáculo que desde luego pareció de poca consideración. La imaginación atemorizada se arredra, los miembros se niegan a ejercer su oficio acostumbrado, y el corazón falta para aquello a que se había prestado con más resolución. Así es que Lucía, en cuanto oyó que Lorenzo llamaba de quedo a la puerta, se aterró de manera que en aquel momento resolvió sufrir cualquiera cosa, aunque fuera separarse de él para siempre, más bien que ejecutar lo que había determinado; pero cuando se presentó Lorenzo y dijo: «Aquí estoy: vamos»; cuando todos se manifestaron dispuestas a marchar sin dificultad, como cosa irrevocablemente acordada, no tuvo Lucía ni lugar ni ánimo para resistirse, y como arrastrada se agarró temblando del brazo de su madre y del de su novio, y echó a andar con los demás.

      Calladitos en la oscuridad y con pasos mesurados salieron de casa, y tomaron el camino por fuera del pueblo. El más corto hubiera sido atravesar el lugar para salir a la extremidad opuesta en donde vivía don Abundo; pero escogieron el primero para que nadie los viese. Por sendas entre huertas y campos llegaron cerca de la casa del cura, y se pararon. Los dos novios quedaron escondidos detrás de una esquina de la misma casa; Inés con ellos, pero algo más adelante para hacerse oportunamente la encontradiza con Perpetua, y Antoñuelo con el badulaque de Gervasio, que no sabiendo hacer nada, nada podía hacerse sin él, se puso con desembarazo a la puerta y llamó con la aldaba.

      —¿Quién llama a estas horas?