en esa misma silla en la que yo me encontraba, decenas de periodistas de todas las cadenas de televisión, habidas y por haber, habían estado justamente allí, con mi mismo apetito curioso por saber y conocer sobre este tema tan desconocido: los exorcismos. Sin embargo, nosotros dos éramos unos auténticos desconocidos (al menos por el momento). Éramos unos extraños más, unos recién llegados que debíamos superar esa desconfianza inicial. Lo comprendí perfectamente y me dejé llevar por mi intuición mostrándome franca y espontánea, sin imposturas. Con sinceridad le transmití que sentía que mi espíritu necesitaba estar en aquel lugar. De hecho, le manifesté que mi estancia allí obedecía a un deseo que tenía desde hacía tiempo y le hice saber que me alegré cuando el director del programa, Sebastià D’Arbó, aplaudió mi iniciativa de hacer un reportaje sobre su figura; pero para mí, más que un simple interrogatorio o un intercambio de ideas, el estar allí, en esa habitación angosta, significaba algo más. Era como reencontrarme con mis propias dudas, con mi propio yo.
Recuerdo que el tiempo en aquella estancia pasó veloz como una exhalación, y cuatro horas de entrevista se me hicieron intensas, pero suficientes para nuestro inicial propósito, que no era otro que entender en qué consistía la labor de un exorcista, al mismo tiempo que recopilábamos historias reales de exorcismos de personas anónimas venidas desde todos los rincones de España en busca de ayuda. Por otro lado, ahora reconozco que compartir aquella mañana me sirvió para apaciguar mi alma y pude sentir en mis propias carnes esa paz y esa quietud de los que buscan afanosamente recobrar la estabilidad en sus vidas. Miré a mi alrededor y no encontré ningún atisbo de aquel sufrimiento y desesperación de aquellos que acuden diariamente hasta el convento después de realizar un largo peregrinaje por incontables médicos, psiquiatras, psicólogos, santeros y videntes. El humilde cuarto se me mostró por momentos gigante. ¡Cuántos exorcismos habrán visto estas paredes!, pensé.
Todos los casos que me transmitió el sacerdote me hablaban de personas de diversa índole y condición, jóvenes, adolescentes y ancianos que vivían atormentados ante algo desconocido que les acontecía. Comentó varias vivencias, entre ellas el caso de una muchacha adolescente de catorce años. Su padre era psiquiatra y llevaba tiempo tratándola sin ningún resultado. Era un caso de posesión que su progenitor se negaba a aceptar, hasta el punto que un día Gallego le dijo al médico:
—Hay mundos que son distintos a los que tú estás tratando y hay que reconocerlo.
El dominico parecía acostumbrado a lidiar con Satanás y el maligno, era su pan de cada día. No obstante, me recalcaba una y otra vez la seriedad del problema, hasta el punto que me confesó que no eran pocos los que se veían abocados al suicidio como única posible solución a sus tribulaciones, cansados de padecer y hacer sufrir a los suyos. Este hecho me perturbó y sentí que me abofeteaba una bocanada fría de hiperrealidad. ¿Eran posibles todos aquellos casos? Me contó que un joven que no tenía estudios empezó a hablar un idioma extraño, que él no entendía, a pesar de que el padre conoce y habla muchas lenguas. Al acabar lanzó una frase en un perfecto latín. Le dijo: «Te mando, te prohíbo y te ordeno que no reces más padrenuestros».
—Luego le pregunté a su madre, que iba con él, si sabía hablar latín, y ella me confirmó que no, que era un vaina, que jamás había estudiado —dijo el padre Gallego.
Gentes que se transformaban con una fuerza titánica, que hablaban lenguas que desconocían, retorciéndose como animales y cambiando su tono y timbre de voz como si les usurparan su propio cuerpo. Los ojos de aquel culto catedrático en Teología no mentían, eran el fiel reflejo de unas vivencias. Cualquiera que escuchara aquello pensaría que estaba viviendo una auténtica película de terror. Pero, en esta ocasión, aquello que escuchaban mis oídos era la vida real.
No podía ser más transparente en sus explicaciones: las posesiones y las influencias demoníacas existen. Según él, los diferentes episodios de posesión se producen cuando el llamado demonio —porque demonios hay muchos, según sea su función— se apodera parcial o totalmente de la voluntad del individuo. El sacerdote comentaba que los poseídos sentían como si el mismísimo Satanás se hubiera instalado dentro de ellos, aunque afortunadamente eran pocos los casos de posesión; en cambio, las influencias demoníacas solían ser más habituales:
—Se dan cuando la entidad maligna tienta al sujeto desde fuera, con pensamientos, visiones, ruidos, con un miedo atroz, con una falta de esperanza total y absoluta, sintiendo una angustiosa sensación de que se van a condenar—explica el dominico.
Le hice hincapié en el hecho de que muchas de esas posesiones satánicas bien pudieran ser fruto de enfermedades mentales y él razonablemente asintió. Ya estaba acostumbrado a que los periodistas le plantearan el tema y no le molestó. Todo lo contrario, lo admitió con sencillez. De acuerdo con sus experiencias, la enfermedad de la esquizofrenia, por ejemplo, puede mostrar unos síntomas muy parecidos a los que pudieran presentarse en una persona posesa. Además, subrayó que los preceptos del catecismo de la Iglesia Católica remarcan muy claramente que en la mano de los exorcistas recae el saber discernir entre lo que es una enfermedad y lo que realmente no lo es. Por esta misma razón, el exorcista agradecía si los posesos le aportaban exámenes psiquiátricos o psicológicos que ayudaran a descartar o confirmar la presencia de alguna enfermedad o trastorno mental.
Deseábamos conocer experiencias reales. Entre las historias que nos contó, recuerdo el caso de una muchacha que ya había venido a verle con anterioridad. Repitió visita y había regresado muy contenta porque hacía unos días que acababa de venir del psiquiatra y éste le había dicho que no tenía nada, que estaba estupenda. Cuando empezó a realizar el Ritual del Exorcismo la joven transformó por completo la cara y ya no parecía ella. Se empezó a mover de una forma extrañísima, realizando gestos obscenos con las manos. El marido tuvo que intervenir y la sujetó a duras penas. El sacerdote explicaba que aquel día había sido uno de los más difíciles.
El cámara y yo nos encontrábamos totalmente extasiados y absortos, nos deleitábamos escuchando, tratando de visualizar cada una de aquellas esperpénticas escenas que el padre no solía adornar con muchos adjetivos. Tal vez era demasiado escueto. Es más, me irritaba cuando en la cúspide de una explicación se detenía de repente, como reprimiéndose. Sus expresivos ojos tomaban la palabra por él y se explicaban solos, sin mediar palabra, dejando la puerta abierta a que nuestra imaginación acabara el relato. Era harto evidente: era nuestra primera visita y prefería no describir según qué cosas.
Era sábado, la una del mediodía, cuando abandonábamos muy a nuestro pesar el Convento de Santa Catalina con una magnífica sensación de haber estado a gusto compartiendo experiencias increíbles que le pondrían a más de uno los pelos de punta. El lunes, el sacerdote volvería a recibir a supuestos poseídos, sería una jornada más en la agenda del exorcista. Entre cinco y seis entrevistas diarias: tres por la mañana, de 10:15 hasta la hora de comer, y dos o tres por la tarde, de 17:15 hasta las 19:00 horas, si es que la faena de aquel día no requería más tiempo de la cuenta. Un puñado de dramas por resolver y que su secretaria, María Teresa, organizaría como bien pudiera, haciendo lo imposible por rebajar esa tediosa lista de espera de más de dos meses y medio de los que esperan pacientes su turno.
Durante las sucesivas semanas, mi pensamiento me torturaba con aquellas historias casi irreales que el exorcista nos había relatado y que, meses más tarde, darían vida a nuestro reportaje. Como el caso de una joven modosita y bien vestida que de repente, cuando empezó a hacer el exorcismo, se puso de pie como un muelle y dio tal salto que se plantó encima de su mesa, mirándole fijamente con mirada felina, desafiándole. Estas y otras anécdotas se me grabaron en la memoria con la fuerza de un hierro incandescente. Para el padre Juan José Gallego esto era su cometido —su obligación— y lo desarrollaba con gran agrado y orgullo, convencido de su labor. Me quedó claro que cada exorcismo realizado siguiendo las pautas que manda el Nuevo Ritual del Exorcismo Romano no era más que una oración en sí misma, un sacramental1, que no un sacramento, en donde el sacerdote hace una petición directa a Dios a través de un rezo, para que sea El Santísimo quien libere realmente a la persona supuestamente posesa.
1 Los sacramentales son «signos sagrados con los que, imitando