hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida» -Catecismo #1667; Cf. Ley Canónica (Canon 1166).
Pasaron los meses y, en agosto del año 2015, acabamos de rodar las recreaciones cinematográficas que ilustraban Les possessions diabòliques existeixen y, estando pendientes de su estreno en televisión, Sebastián D’Arbó propuso proyectar el reportaje en el Brigadoon de la 48ª edición del Sitges-Festival Internacional de cine Fantástico de Catalunya. El éxito fue atronador, así que también decidimos proyectarlo en la 31ª edición de la Feria Internacional Magic 2015, donde fue recibido con gran expectación y aplausos.
Me encuentro a pocos días de finalizar el año y la inesperada propuesta de mis editoras retumba incesante en mi mente. En todo este tiempo no he vuelto a ver en persona al padre Gallego y mis comunicaciones con él han sido estrictamente telefónicas. Sé que ambos guardamos un grato recuerdo de aquella primera visita ya que a los pocos días me telefoneó y me comentó que se había sentido muy cómodo. Me halagó sobremanera cuando, agradecido por el trato recibido, se puso a nuestra disposición si las circunstancias algún día así lo requerían. Me alegra saber que ese momento finalmente ha llegado.
2. Segunda visita
Los días festivos nos vienen pisando los talones y no nos dan demasiado margen para maniobrar. Hoy sábado, día 19 de diciembre, a menos de una semana para la Navidad me he citado con fray Juan José Gallego Salvadores en el convento de la calle Bailén.
Tan solo dispondré de dos horas y, aunque creo que éstas serán insuficientes, espero aprovecharlas como convenga. Se me agolpan las preguntas y la emoción me embarga al pensar en nuestro reencuentro.
Hemos quedado a las 10 de la mañana, así que me apresuro a llegar puntual. La puerta del Convento de Santa Catalina está cerrada. Sigilosa, llamo al timbre y aguardo una respuesta.
Las inminentes fechas navideñas se hacen notar en las burbujeantes calles de Barcelona y el ambiente festivo se percibe por doquier. La regia fachada del edificio conventual se muestra impertérrita ante lo que sucede a su alrededor. Admiro una inmensa lona, colgada encima de la puerta principal de la entrada, con el siguiente texto: «Enviados a predicar el Evangelio». Mientras contemplo ensimismada el cartel que capta toda mi atención, la recia puerta que parece custodiar los secretos del convento se empieza a abrir y aparece ante mis ojos fray Juan José Gallego. Va vestido de calle: hoy no va ataviado con su hábito de dominico.
Me hace pasar y advierto que a mi paso se cierra el sólido portón tras un sonoro aldabonazo. Percibo como si en ese mismo instante hubiera penetrado en otra realidad, en otra dimensión. Constato agradecida que el estruendo de la calle se transforma en bendito silencio tras los gruesos muros del edificio. Los sábados reina la quietud en este lugar sagrado y se agradece. Entre tanto sigilo, resuenan estridentes los ecos de nuestras pisadas mientras avanzamos por los que me parecen pasadizos interminables.
Nuestros pasos se detienen delante de la puerta del despacho del exorcista y el dominico rebusca en su bolsillo. A su cinto lleva anudado un humilde cordel que atesora un ramillete de llaves. A modo de ritual, en la penumbra del pasillo, hace girar la llave en la cerradura. Se abre la puerta y todo está tal y como lo recordaba.
No puedo evitar deleitarme con lo que veo y mis ojos recorren el espacio. En un rincón, a mi izquierda y apoyada en la estantería, observo la que parece ser una inocente colchoneta azul plegada, como las que se utilizan en los primeros auxilios. Sobre ella se revuelcan los poseídos y rápidamente soy consciente del lugar donde me hallo. Le explico una vez más mis intenciones: reflejar en un libro su vida, sus inquietudes y su quehacer diario en su lucha contra el maligno. Le hablo de las editoras Anabel y Alexandra y comentamos que sería bueno tener una reunión con ellas más adelante. Para facilitarme el trabajo, el padre me hace entrega de un pliego de fotocopias y varias hojas de periódicos que ya tenía seleccionados y preparados para mí donde se pueden leer algunas entrevistas que otros medios ya le han realizado. Aplaudo su iniciativa y me aseguro de que el piloto rojo de mi grabadora continúa encendido.
Percibo algo de tensión, atisbo que no me será fácil llegar a desvelar las inquebrantables confidencias habidas dentro de estas cuatro paredes entre las que me encuentro. ¡Ay, si estos mudos muros pudiesen hablar! ¿Serían ellos mis delatores? Tal vez, al principio, se mostrasen reacios a revelar solícitos más de la cuenta. Cuando eres conocedor de tantos secretos y misterios, éstos se convierten en un gran tesoro que hay que salvaguardar, dando la vida si cabe por ellos. Reconozco que hurgar en las heridas puede ser doloroso. Me conformaré con saber escuchar atentamente lo que el exorcista tenga a bien explicarme para poder transmitir de la mejor forma posible lo que el corazón del dominico alberga. Lo que se tenga que saber, se sabrá y lo que deba callarse, por mí no será desvelado.
Me considero una privilegiada por estar aquí. Me reconozco con una gran necesidad de aprender. Presiento que estoy en el mejor lugar del mundo e intuyo que las piezas del puzzle de mi destino empiezan a encajar, como si de un sofisticado engranaje de precisión se tratase. No dudé ni un instante en acometer esta noble misión; algo me satisfacía por dentro susurrándome que todo lo que iba a producirse iba a ser por mi bien. Por su parte, el padre tampoco titubeó en aceptar, sabedor de que en esta vida efímera y pasajera los escritos permanecen como testimonios imperecederos de lo que nos ha tocado vivir.
El padre dominico es de complexión recia y de estatura media. Destacan en él sus característicos andares parsimoniosos, tranquilos. Miro su rostro afable, tratando de interpretar qué trasluce tras su penetrante mirada, oculta tras unas delicadas gafas de metal. Su cara comunica sinceridad y nobleza; el talante de quien se anda por la vida sin dobleces ni tapujos. Predominan sus pobladas cejas canosas y una amplia frente enmarcada por contadas arrugas que denotan que ante todo le rige la reflexión y la cordura; su pelo blanquecino es muy corto y revela la sencillez de su día a día; posee unas marcadas líneas de expresión en la comisura de su boca, que se hacen más visibles cuando sonríe y que me hablan de alguien que está satisfecho con el camino elegido. Apenas deja entrever unos finos labios, de quien reserva para sí muchos de sus pensamientos. Es prudente, sosegado, reflexivo y exageradamente contenido, pues mide con cautela cada una de sus palabras. Su tono pausado contrasta con mis ágiles e impetuosas preguntas. Intuyo que deberemos ganarnos la confianza mutuamente. De primeras, siento una buena sintonía con él. Se pudiera describir como esa sensación de bienestar que te llena de paz cuando conectas de alguna manera con alguien. No siempre ocurre esta circunstancia, así que es una suerte respirar esta percepción incalificable que hace que la energía del entorno se alíe providencialmente con nosotros.
Orden de predicadores
Antes de introducirnos en los casos y en las experiencias de vida de este exorcista del siglo XXI, debo indagar en la orden de los dominicos o, mejor dicho, en la llamada «Orden de Predicadores», una orden mendicante1 de la Iglesia católica a la que Juan José Gallego pertenece. Como fraile de dicha comunidad, el dominico ha realizado votos de castidad, obediencia y pobreza, renunciando a todo tipo de propiedades o bienes, ya sean personales o comunes, poniéndolos éstos, si existieran, a disposición de la comunidad religiosa. Cabe decir que la orden dominica se rige, desde su origen, por la llamada «Regla de San Agustín»2, como reflejo de la vida apostólica, para incidir sustancialmente en la austeridad de vida monacal.
1 Una Orden mendicante (del latín mendicare, pedir limosna) es un tipo de orden religiosa católica caracterizada por vivir de la limosna de los demás.
2 La Regla de San Agustín son las normas que el santo redactó para organizar la vida en comunidad. Entre ellas: la regulación de las horas canónicas, las obligaciones de los monjes y diversas cuestiones morales relacionadas con la vida monacal.
Juan José Gallego, como buen fraile dominico, cumple con agrado las tres máximas de la Orden de Predicadores: laudare, benedicere, praedicare3. Dichos vocablos latinos provienen directamente del lenguaje litúrgico, se relacionan entre sí y son absolutamente sinónimos, sintetizando en qué consiste el germen de la vida dominica. Laudare se vincula directamente