que recuperara el sentido. Después de esta alarmante experiencia, fray Juan José decidió reunirse con su obispo para tomar una determinación al respecto y ambos decidieron —con el beneplácito del obispo de Sant Feliu—, ceder este caso a un exorcista de Murcia, el padre Salvador Hernández, un experto sacerdote que había trabajado en Roma con el mismísimo exorcista del Vaticano, Gabriele Amorth, y que estaba dispuesto a liberarlo.
—¿Al final el chico fue liberado, padre?
—Me llamó luego su madre explicándome las buenas nuevas. Pensamos que sí que se había curado o eso parecía al principio.
—¿No fue así?
—No hace mucho he vuelto a hablar con ella y, por lo visto, vuelve a encontrarse mal.
Este impactante caso fue mencionado en uno de los informes que el exorcista redactó para el arzobispo cardenal de Barcelona, Lluís Martínez Sistach. El dominico, tras estudiar atentamente el historial del joven, proporcionaba datos sobre varias circunstancias que bien pudieran ser los detonantes para un caso tan grave de posesión demoníaca. Esto es lo que explicaba Gallego en dicho documento:
La situación es que anduvo metido con otros jóvenes en sectas raras e incluso en drogas. De los componentes de aquel grupo, dos ya han muerto y uno está en silla de ruedas. Yo pienso que los exorcismos, si le producen algún efecto, este se pierde enseguida pues por confesiones del mismo muchacho le amenazan con matarle. De hecho ya se ha tirado más de una vez del balcón.
A parte de esta primera historia que tanto impactó al dominico, hubo otra anécdota que le causó gran impresión. El sujeto protagonista era un hombre fornido que se encontraba desesperado, víctima de lo que parecía ser un caso de influencia demoníaca. Dados los síntomas que presentaba, el exorcista determinó realizarle el ministerio del exorcismo en el interior de la capilla.
Aquella tarde, concentrado en sus deberes, empezó a orar siguiendo las directrices que vienen marcadas en el Nuevo Ritual. Al tiempo que empezó a pronunciar con ímpetu las oraciones de liberación, aquel señor robusto y corpulento, se transfiguró. Con una voz gutural, atronadora, casi sobrehumana, que causaba pavor, amenazó al sacerdote de la siguiente manera:
—¡Gallego, te estás pasando! ¡Gallego!
Y así, hasta tres veces.
El exorcista, sobresaltado por aquella aterradora voz, mantuvo como pudo la templanza y sin flaquear no interrumpió en ningún momento la oración que tanto perturbaba a aquel poseído. Con la experiencia de su cargo y sabiéndose representante de la figura que más teme el diablo, procedió a continuar con energía el texto que asía entre sus manos. Poderoso, pronunció las siguientes palabras propias del Ritual Romano del Exorcismo:
—¡Te mando en nombre de Jesucristo que dejes libre a…!
En un santiamén el hombre, con la voz cavernosa, gritó enfurecido al exorcista:
—¡Nunca, jamás! Esto es mío. Esto me pertenece.
En tanto que el dominico me relataba la escena, se me helaba la sangre al recrear esa estampa en mi mente. ¡Esto es real! ¡Es real!, barruntaba yo. La autenticidad y la verosimilitud de aquellas historias se reflejaban implacables en los ojos del dominico. En verdad son escenas difíciles de digerir, propias de cualquier film de terror. ¡Cuesta creer que situaciones como éstas sucedan en una ciudad tan cosmopolita como Barcelona y nada más y nada menos que en la España del siglo XXI! ¿Estaré algún día preparada para llegar a ver algo así?
El padre Gallego ya me había hecho saber que su día a día era una lucha contra el maligno, es decir, un cara a cara contra el mismísimo Satanás, el llamado Príncipe del Mal y de las Tinieblas, el demonio, Belcebú, Lucifer, Mefistófeles, Luzbel, Leviatán... ¡Tiene mil nombres! No en balde el dominico me había facilitado, en nuestro primer encuentro, una información que ahora cobraba gran sentido y me ofrecía una imagen del enemigo contra quien lucha:
—Estas representaciones del mal —los demonios— no son humanos. ¡Son espíritus! Y como tal, son muy fuertes y poderosos. El error más común es que antropomorfizamos a estos seres, creyéndolos iguales a nosotros. ¡Y no lo son! ¡Son espíritus!—enfatiza el exorcista.
Realmente es aterrador pensar que esta criatura, el demonio, existe y vaga por nuestro mundo en busca de incautos. ¿Cómo no sentir miedo de algo o alguien así? No en vano el sacerdote me insiste en que uno de los mayores éxitos de Satanás es que pensemos que él no existe.
Inesperadamente, una llamada a su móvil personal nos interrumpe. Parece ser que el interlocutor es un hombre. El sacerdote le pregunta cómo está y veo, acto seguido, que se alegra: interpreto que la respuesta es positiva. El exorcista acaba la conversación despidiéndose:
—Aquí estaremos, ya hablaremos de eso... que nos queda tiempo, un abrazo.
Cuando el dominico cierra el móvil, mira el reloj y recuerda que tiene una llamada pendiente. Sin importunarle mi presencia, marca un número y llama a su sobrina, con la que ha quedado a la hora de comer y se emplazan en la puerta del convento al mediodía.
Reanudamos la charla y le pregunto si de pequeño se hubiera imaginado acabar de exorcista.
—Entonces no sabía ni qué era eso —dice.
—¿Es como si el destino le hubiera llevado a esto? —le pregunto.
—Más que destino, hay una serie de personas que te influyen porque, por ejemplo, si la primera vez que fui a Roma hubiese hecho el doctorado allí, a lo mejor mi futuro habría cambiado. Y si no hubiese aceptado trasladarme a Roma cuando me lo propusieron, seguro que mi vida sería diferente y quizás no estaría ejerciendo de exorcista. Las circunstancias son las que me han ido llevando e influenciando de alguna manera. Las circunstancias... —acaba pensativo el dominico.
Es innegable que fray Gallego es un dominico muy preparado y culto, dotado con grandes cualidades humanas como la sencillez, la humildad, la honestidad y un sentido muy agudo del deber y de la religiosidad. Su humanidad traspasa el alma de quien habla con él y es, de por sí, un hombre que irradia bondad en su mirada. Derrocha, además, un sentido común a raudales, cualidad más que idónea para realizar el ministerio del exorcismo, si es que éste verdaderamente se requiere, porque el dominico me aclara, una y otra vez, que por su despacho también pasan personas aquejadas de algún tipo de afectación o trastorno mental y su deber es detectarlo. Me agrada que me puntualice este aspecto, pues admite sin pudor que muchos de los que acuden en busca de ayuda sufren enfermedades mentales y en esos casos su deber es recomendarles que se dirijan a la consulta de un médico especialista. El Catecismo de la Iglesia Católica de alguna forma ya prevé estos casos y por ello el oficio de exorcista lo ha de acometer un sacerdote especialmente elegido para ello.
Por esta razón, es el obispo de cada diócesis quien concede la licencia a un presbítero que ha de ser, según mandan las normas: «piadoso, docto, prudente, con integridad de vida y de buena fama», según viene especificado en el Código de Derecho Canónico (Canon 1172). Fray Juan José Gallego es, sin duda, la persona más adecuada para tal cargo. Su doctorado en Teología, su Licenciatura en Filosofía y Letras, y un gran bagaje a sus espaldas como profesor, prior, director, consejero, etcétera, no solo en España, sino en diversos países y ciudades del mundo donde ha vivido, le otorgan una gran sabiduría y un notable sentido práctico, que muchos quisieran, que ejerce constantemente. Por lo que no puedo evitar expresarle lo siguiente:
—Anteriormente, usted mencionaba las circunstancias como las causantes de que sea quien es ahora. Si me lo permite, yo añadiría también las experiencias y los conocimientos recibidos hasta la fecha, como si estos de alguna manera le hubieran encaminado hasta el momento presente. Como si su finalidad fuera intrínsecamente ésta. ¿No lo cree así?
—Yo no lo sé, es posible. Hace poco esto mismo también me lo comentó un periodista que me entrevistó este pasado verano. Cada día es un reto —afirma con una leve sonrisa.
Su última frase, «Cada día es un reto», me deja ciertamente reflexiva y me hace rememorar uno de los casos más espectaculares que me relató durante