Teresa Porqueras Matas

Cara a cara con Satanás


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suelo, desmayada. El hombre estaba tan angustiado que estaba dispuesto a viajar a Roma si la solución lo requería: estaba decidido a todo por su mujer. Que haría lo que fuera por su mujer. El padre Gallego le calmó y concertaron, para lo antes posible, una cita en el convento. Apenas transcurridos unos días, el matrimonio, junto a su hijo de dos o tres años, se presentó ante la puerta del Convento de Santa Catalina. Nada más llegar, y antes de poder tocar siquiera el timbre, la mujer se desplomó en plena acera. El exorcista fue avisado de inmediato y al salir para atender al matrimonio observó cómo un corrillo de transeúntes curiosos trataban de auxiliar a la familia. Varias personas se prestaron solícitas para trasladar a la mujer, que permanecía sin sentido, hasta el zaguán del magno edificio. Ante la visión atónita de los viandantes, fray Juan José procedió sin más dilación a iniciar el ritual del exorcismo ayudado del agua bendita y el Ritual Romano del Exorcismo. En pleno trance, y tras la lectura de las primeras frases del ritual, aquel cuerpo que al principio parecía desvalido empezó a moverse y a agitarse con gran violencia para espanto de todos los allí presentes. Incluso se arrastraba y se revolcaba por el suelo como si fuera una culebra. En plena agitación y éxtasis, la poseída no parecía humana. Con gran saña trató de dañar al exorcista, intentando agarrarle de los pantalones. No satisfecha con eso, se lanzó feroz contra su propio hijo con intenciones de dañarlo. El marido, resquebrajado ante la situación insólita, sujetaba con firmeza los brazos de aquel ser que parecía cualquier cosa menos su esposa y que trataba de zafarse con furia. A fuerza de repetir las bendiciones con un esfuerzo agotador, la posesa iba calmándose. Al finalizar el último rito, los movimientos pararon súbitamente. Todo indicaba que se había liberado. La escena transcurría ante un público estupefacto y aterrado. Unos minutos después, y una vez ella volvió en sí, se mostró serena. Acercándose al exorcista, pidió ser confesada y allí mismo se la atendió. Cuando el dominico le preguntó por qué brincaba de aquella manera cuando la rociaba con agua bendita, ella contestó:

      —Porque me quemaba.

      Tras lo sucedido, el sacerdote siguió interesándose por la mujer y la llamó dos o tres veces en quince días y ella le tranquilizó diciéndole que por fortuna estaba bien.

      Rememorando este caso tan espectacular y observando de reojo la colchoneta azul que permanece plegada a escasos centímetros de mí, le pregunto si en estas situaciones tan violentas alguien le ayuda a contener a la persona.

      —El acompañante colabora y también, según el caso, dispongo de ayudantes que se ofrecen para esto —dice.

      Asegura que ningún caso es igual a otro y que no todos acaban de la misma manera, con grandes convulsiones y aspavientos. Los hay de todo tipo y circunstancia, tan variados como las personas.

      —Lo importante es que todos, al fin y al cabo, vivimos en un ambiente de respeto —aclara.

      —Me comentaba que una de las cuestiones más comunes que formulan todos los poseídos que acuden a verle suele ser la siguiente:

      «¿Cuándo me voy a curar?» ¿Usted qué responde a eso?

      —Con resignación y sinceridad les digo que lo ignoro. Les suelo decir que depende de ellos, de si siguen confiando en Dios y hacen las cosas que deben...

      El dominico afea el gesto y lamenta que existen casos difíciles y rebeldes que a pesar de someterse a varios exorcismos siguen enquistados. Es como si el mal persistiera arraigado impidiendo que esos posesos se liberen del todo.

      Le pregunto si la hija de aquel psiquiatra ya está mejor y con la mirada compungida lamenta que ya no viene por aquí.

      —Tal vez debería haber llamado pero debo respetar su decisión —puntualiza.

      El maligno no sabe ni de ricos ni de pobres, de cultos o de incultos. Cualquier persona es susceptible de caer en las garras de Satanás, según el dominico. Por el convento han pasado gentes de todos los estratos y condiciones sociales: profesores, catedráticos, empresarios, políticos, médicos, amas de casa, jubilados, estudiantes, gentes con estudios y personas sin recursos. No existe una tipología propia de persona posesa.

      Entre los que acuden solicitando su ayuda también reconoce encontrarse con gente enferma, aquejada por algún tipo de psicopatía, y otros que, por extraño e irónico que parezca, no desean en el fondo ser liberados porque dependen mucho de esta circunstancia, y se dan cuenta de que si les quitan «esto» —como dice Gallego—, entonces sienten que dejan de importar.

      —En un exorcismo entran diversos factores y, por lo tanto, el sentido común es fundamental. Hace poco un señor me explicó que al solicitar ayuda a un exorcista le obligaron a consultar antes con un psiquiatra. El especialista le hizo un sinfín de pruebas y le pasó la ingente minuta de 500 euros. El diagnóstico, después de la evaluación psiquiátrica, concluía que el paciente no sufría ningún trastorno mental y que, por tanto, su mal podía tener otro origen, como yo ya sospechaba. Este es un caso de tantos, pero muchas de las personas que vienen aquí no tienen recursos económicos, como una señora viuda y que ha montado un negocio que no le funciona. La amenazan de desahucio y encima, fíjate, padece este problema. ¿Cómo le vas a pedir que vaya a hacerse un examen psiquiátrico? ¿Le pagas tú eso? Hay un exorcista que yo conozco que les manda al mejor psiquiatra y al mejor psicólogo, pagando él. Eso lamentablemente lo puedes hacer tan solo con media docena de personas, pero no con todos —manifiesta rotundo el exorcista.

      En el hilo de la conversación mencionamos al famoso exorcista de la diócesis de Roma, Gabriele Amorth, fundador de la Asociación Internacional de Exorcistas. Le indico que estoy leyendo su libro Memorias de un exorcista y el padre me muestra al instante uno de los últimos títulos del italiano, ejemplar que se encontraba casualmente encima de su mesa. Opina que es demasiado exagerado y me sorprendo, pero aprovecho la oportunidad para preguntarle por qué Amorth es tan polémico y tan crítico con algunos aspectos del Nuevo Ritual Romano del Exorcismo, afirmando que es menos eficaz que la versión anterior, la que se venía utilizando desde el año 1614. Según Gallego, defender que una versión es más eficaz que otra es un craso error.

      —Eso implicaría tratar el exorcismo de arte y el exorcista no es un artista, es una persona que conecta con la divinidad, que dota de sentimientos religiosos a las personas afectadas y procura que éstos los respeten. El exorcismo es un acto religioso, en nombre de la Iglesia y si después de realizarse yo observo que no es suficiente, les hago entrega de un pequeño librito para que se lo lean y mediten. ¡Mira!

      Mientras leemos un fragmento del Evangelio 2016, el timbre de su teléfono móvil empieza a sonar insistente. Quizás alguien llama solicitando sus servicios.

      El exorcista contesta y atiende. Desde mi posición soy incapaz de poder escuchar nada. Apenas se distingue el débil tono de la voz de un hombre.

      —El psiquiatra —responde Gallego al teléfono.

      Y a continuación exclama:

      —¡Pero sabes cuánta gente tenemos aquí apuntada, hasta mediados de febrero!

      —Dile que llame al teléfono los días laborables de diez a una o de cinco a siete de la tarde y que pida una visita conmigo. Sobre todo que mencione que viene de tu parte. Si hay alguna baja ya le avisaríamos.

      Averiguo que quien acaba de llamar es alguien muy querido por él. Es el decano de la Facultad de Teología de Valencia del que guarda un gran recuerdo y estima. Me confirma que han hablado sobre un nuevo caso, un conocido de su interlocutor. Apesadumbrado, se lamenta de su lista de espera.

      Mostrándome desde lejos la agenda, añade:

      —¡Fíjate, estamos en diciembre y hasta mediados de febrero no hay ningún hueco disponible!

      Le sabe mal no disponer de ningún hueco para poder atender al conocido de su amigo.

      Tan solo un minuto después, el pequeño teléfono móvil del exorcista vuelve a sonar. Antes de contestar, me informa:

      —Aquí llama una paisana tuya.

      Con especial curiosidad que trato de disimular —lo que suele ser costoso en mi—, dedico toda mi atención a tratar de vislumbrar el objeto de la llamada.