Teresa Porqueras Matas

Cara a cara con Satanás


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tiene como Presidente un Cardenal, a quien ayudan un Prelado como Secretario y otro como Subsecretario. Se compone de un cierto número de Cardenales y Obispos, nombrados por el Sumo Pontífice, más los Consultores elegidos de todas las partes del mundo. El Secretariado, con la aprobación del Sumo Pontífice, tiene por fin el estudio del ateísmo, profundizando en los motivos del mismo, y procurando establecer el diálogo con los mismos no creyentes, que acepten sinceramente una colaboración » (Regimini Ecclesiae Universae, par. 101, 102).

      La distendida charla nos lleva a hablar de Jordán, quien murió hace quince años y subrayo que es una pena que su hermano no le hubiera visto ejerciendo de exorcista. Le pregunto si él cree que le hubiera gustado saber a qué se dedica ahora y con algo de añoranza en el gesto me responde que no lo sabe.

      —¿Y sus padres?

      —Mi padre no se opuso nunca. Mi madre, en un momento determinado, parece que quiso que me quedara con ella, pero nunca hizo nada para que no fuera al seminario.

      —Respetó su decisión, entonces.

      —Totalmente. Mi padre le pedía a Dios poder ver cómo me ordenaban sacerdote, pues ya en aquella época era muy anciano y estaba enfermo. Tuvo una alegría muy grande cuando celebraron la misa y me vio por fin ordenado. Dijo: «Ahora ya me puedo morir».

      Rememorando aquel día de 1965, me hace entrega de un tarjetón a modo de recordatorio de su 50º Aniversario de la Ordenación Presbiteral, que se cumplió justamente este pasado agosto de 2015. En el reverso de la cartulina figura una fotografía de Juan Pablo II saludando a ambos hermanos Gallego.

      Hacemos un breve recorrido por su currículum y le hago retroceder en el tiempo, hasta aquel enero de 2007, cuando llegó al convento de los dominicos de la ciudad condal, el mismo año que le propusieron ser exorcista de la capital catalana.

      En busca de complicidad, el padre espontáneamente me expresa:

      —¡Quién iba a pensar que acabaría siendo exorcista!

      —La verdad es que no es una profesión nada común —agrego—. Disculpe que le pregunte tan a bocajarro, pero tengo cierta curiosidad por saber… ¿Usted ha visto al demonio alguna vez? Si no recuerdo mal, durante la primera entrevista que tuvimos, a principios de año, mencionó literalmente que cuando fue nombrado exorcista «veía demonios por todas partes»…

      —Bueno… Cuando empecé me parecía como si el demonio me siguiera los pasos. Cualquier sombra detrás de mí me parecía el diablo.

      —Interpreto que en realidad usted me lo narra en sentido figurado.

      —Sí, claro. La mente tiene mucho que ver en todo esto. Pero reconozco que al principio sentí miedo.

      —¿Miedo a qué?, ¿a lo desconocido?—le pregunto.

      —Al fin y al cabo el demonio es alguien malévolo. Nunca sabes cómo aparecerá o lo que pasará. Pero yo acepté consciente este cargo; si yo no hubiera querido, a mí no me nombraban. Debes saber que estas designaciones no se imponen —puntualiza.

      Supongo que ese miedo al que se refiere el dominico es normal; fruto, tal vez, de ese temor totémico que causa en el hombre la figura de Satán. Hago memoria y visualizo algunas de aquellas dos situaciones que me relató que le causaron gran desasosiego en su trabajo como exorcista. La primera historia la protagonizó un muchacho de apenas quince o dieciséis años que venía de parte de la Diócesis de Sant Feliu de Llobregat. El obispo de esa diócesis había seguido este caso muy de cerca y se mostraba muy implicado con la familia, pues no en vano les había dedicado largo tiempo y múltiples esfuerzos. En total, se le habían aplicado más de seis exorcismos sin ningún resultado positivo, todo lo contrario. Sea lo que fuera lo que se apoderaba del chico, con cada exorcismo recibido parecía que aquello se le aposentaba más.

      El joven iba siempre acompañado de alguien cercano, como una hermana mayor o sus padres. Su familia, como suele suceder en estos casos, al principio veía con cierto escepticismo las primeras manifestaciones. Al repetirse éstas en el tiempo y al agudizarse hasta un extremo máximo, los familiares decidieron pedir ayuda a la Iglesia. Era evidente que aquello que la familia vivía día tras día no provenía de este mundo y en sus carnes experimentaban con auténtico terror episodios realmente espeluznantes. Según explicaba el joven, oía voces que atribuía a demonios y que le ordenaban lo que debía hacer. Estos seres le advertían que si hacía un pacto con ellos no le ocurriría nada más. Y no solo eso, el muchacho también veía en su cuarto a su abuelo fallecido, con quien hablaba. Lo más sorprendente de todo era que muchas mañanas el joven amanecía con sus ropas calcinadas. Según él relataba, algo o alguien le quemaba la camisa por las noches, a modo de advertencia, para que no olvidara que todo aquello era real.

      Después de acordar con el obispo la atención al adolescente, citaron a la familia para un primer encuentro en el Convento de Santa Catalina. El exorcista aún recuerda cómo se desarrolló aquella tarde. Nada más llegar, el muchacho se mostró indispuesto y se negó a recibir ningún exorcismo más. Tras insistirle y hacerle comprender la situación, finalmente aceptó, pues no se puede realizar este ministerio sin consentimiento expreso del afectado. El dominico señala con qué rapidez el muchacho entró en trance, llegando a perder por completo el sentido nada más dar comienzo el ministerio del exorcismo. Al terminar, parecía tranquilo y en paz. Su rostro expresaba alivio y satisfacción. Sin embargo, la alegría de los allí presentes no duró demasiado. Para asombro de todos relató que los demonios le habían comunicado que por esta vez le dejaban, advirtiéndole, sin embargo, que volverían sin tardanza.

      Después de aquella primera visita con el padre Gallego, el endemoniado regresó al poco tiempo y su estado había empeorado. Todo indicaba que sus síntomas persistían. En esta segunda ocasión todo su cuerpo se hallaba marcado, recubierto de arañazos, como si un animal salvaje le hubiera atacado a zarpazos.

      El dominico procedió a realizarle un nuevo exorcismo. Aquel pobre inocente se convertía en el mismísimo demonio. Por su boca salían las peores blasfemias e insultos que nadie puede ni siquiera imaginar. Rugía con una voz ronca y atronadora que no era la suya. Su reacción al agua bendita era terrible, se agitaba y movía como si de una bestia feroz se tratase. Durante la realización del exorcismo, el chico también perdía por completo la consciencia y, por más que se le preguntaba, no se acordaba de lo que había hecho ni dicho durante ese lapsus de tiempo. La amnesia parecía ser total.

      El adolescente acudía fiel a sus citas y cada vez se repetían aquellos episodios aterradores. Todo parecía indicar que de nada servía insistir, porque el estado del afectado no mejoraba. Al contrario, algo se iba apoderando del joven con más y más ahínco. Uno de aquellos tortuosos días le quedará grabado para siempre en la memoria. Todo aconteció en uno de aquellos viajes que realizaba la familia para acudir hasta el Convento de Santa Catalina. Camino de Barcelona, en plena autopista, el chico, que iba sentado en el asiento del copiloto, se abalanzó inesperadamente como un resorte sobre su madre, que conducía el vehículo. El coche, debido a los bruscos volantazos, derrapó y, fruto de la inercia, dio tres vueltas de campana, y quedó destrozado en un terraplén. Aunque magullada, por fortuna la familia resultó ilesa. Una vez recuperados del accidente, en la próxima visita al convento relataron lo acontecido al dominico, todavía con el temor en el cuerpo. Al conocer la historia, fray Juan José Gallego, mirando fijamente al joven que llevaba collarín, le recriminó su acción:

      —¡Cómo se te ocurre hacer esto sabiendo que podías haber matado a tu familia!

      El pobre, avergonzado, se excusó como pudo y alegó que él no fue el causante. Según relató, una fuerza inexplicable se introdujo en el interior de su cuerpo y le obligó a hacer todo aquello. Dijo que, por unos momentos, no se sintió dueño de su propio cuerpo y que una fuerza extraña le empujaba y le sometía sin que él pudiera impedirlo, hasta el punto que percibía que alguien le manejaba a su antojo. Después de aquello, el dominico se convenció de que, lejos de toda razón humana y fruto de la Providencia, los ángeles custodios se encargaron de velar por aquella familia, evitando que el accidente fuera mucho peor.

      Juan José Gallego recuerda que, después de aquello, los acontecimientos fueron