y la relación de enemistad
Tras hacer una lectura de la política como un trabajo de muerte, me ocupo ahora de la soberanía que defino como el derecho de matar. Para mi argumentación, enlazo la noción foucaultiana de biopoder con dos otros conceptos: el estado de excepción y el estado de sitio.3 Examino las trayectorias a través de las cuales el estado de excepción y la relación de enemistad se han convertido en la base normativa del derecho de matar. En estas situaciones, el poder (que no es necesariamente un poder estatal) hace referencia continua e invoca la excepción, la urgencia y una noción «ficcionalizada» del enemigo. Trabaja también para producir esta misma excepción, urgencia y enemigos ficcionalizados. En otras palabras, ¿cuál es la relación entre lo político y la muerte en esos sistemas que no pueden funcionar más que en estado de emergencia?
En la formulación de Foucault, el biopoder parece funcionar segregando a las personas que deben morir de aquellas que deben vivir. Dado que opera sobre la base de una división entre los vivos y los muertos, este poder se define en relación al campo biológico, del cual toma el control y en el cual se inscribe. Este control presupone la distribución de la especie humana en diferentes grupos, la subdivisión de la población en subgrupos, y el establecimiento de una ruptura biológica entre unos y otros. Es aquello a lo que Foucault se refiere con un término aparentemente familiar: el racismo.4
Que la raza (o aquí, el racismo) tenga un lugar tan importante en la racionalidad propia al biopoder es fácil de entender. Después de todo, más que el pensamiento en términos de clases sociales (la ideología que define la historia como una lucha económica de clases), la raza ha constituido la sombra siempre presente sobre el pensamiento y la práctica de las políticas occidentales, sobre todo cuando se trata de imaginar la inhumanidad de los pueblos extranjeros y la dominación que debe ejercerse sobre ellos. Arendt, haciendo referencia tanto a esta presencia intemporal como al carácter espectral del mundo de la raza en general, sitúa sus raíces en la demoledora experiencia de la alteridad y sugiere que la política de la raza está en última instancia ligada a la política de la muerte.5 El racismo es, en términos foucaultianos, ante todo una tecnología que pretende permitir el ejercicio del biopoder, «el viejo derecho soberano de matar».6 En la economía del biopoder, la función del racismo consiste en regular la distribución de la muerte y en hacer posibles las funciones mortíferas del Estado. Es, según afirma, «la condición de aceptabilidad de la matanza».7
Foucault plantea claramente que el derecho soberano de matar (droit de glaive) y los mecanismos del biopoder están inscritos en la forma en la que funcionan todos los Estados modernos;8 de hecho, pueden ser vistos como los elementos constitutivos del poder del Estado en la modernidad. Según Foucault, el Estado nazi ha sido el ejemplo más logrado de Estado que ejerce su derecho a matar. Este Estado, dice, ha gestionado, protegido y cultivado la vida de forma coextensiva con el derecho soberano de matar. Por una extrapolación biológica del tema del enemigo político, al organizar la guerra contra sus adversarios y exponer también a sus propios ciudadanos a la guerra, el Estado nazi se conceptúa como aquel que abrió la vía a una tremenda consolidación del derecho de matar, que culminó en el proyecto de la «solución final». De esta forma, se convirtió en el arquetipo de una formación de poder que combinaba las características del Estado racista, el Estado mortífero y el Estado suicida.
Se ha afirmado que la fusión completa de la guerra y la política (pero también del racismo, del homicidio y del suicidio) hasta tal punto que no pueden distinguirse uno de otro era una característica única del Estado nazi. La percepción de la existencia del Otro como un atentado a mi propia vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto cuya eliminación biofísica reforzaría mi potencial de vida y de seguridad; he ahí, creo yo, uno de los numerosos imaginarios de la soberanía propios tanto de la primera como de la última modernidad. El reconocimiento de esta percepción funda en gran medida la mayoría de críticas tradicionales de la modernidad, ya se dirijan al nihilismo y a su proclamación de la voluntad de poder como esencia del ser, a la cosificación entendida como el devenir-objeto del ser humano o a la subordinación de cada cosa a una lógica impersonal y al reino del cálculo y de la racionalidad instrumental.9 Lo que estas críticas discuten implícitamente, desde una perspectiva antropológica, es una definición de lo político como relación guerrera por excelencia. También ponen en tela de juicio la idea de que la racionalidad propia a la vida pase necesariamente por la muerte del Otro, o que la soberanía consista en la voluntad y capacidad de matar para vivir.
Muchos observadores han afirmado, a partir de una perspectiva histórica, que las premisas materiales del exterminio nazi pueden localizarse por una parte en el imperialismo colonial y por otra en la serialización de los mecanismos técnicos de ejecución de las personas —mecanismos éstos desarrollados entre la Revolución Industrial y la primera guerra mundial. Según Enzo Traverso, las cámaras de gas y los hornos son el punto culminante de un largo proceso de deshumanización y de industrialización de la muerte, en la que una de las características originales es la de articular la racionalidad instrumental y la racionalidad productiva y administrativa del mundo occidental moderno (la fábrica, la burocracia, la cárcel, el ejército). La ejecución en serie, así mecanizada, ha sido transformada en un procedimiento puramente técnico, impersonal, silencioso y rápido. Este proceso fue en parte facilitado por los estereotipos racistas y el desarrollo de un racismo de clase que, al traducir los conflictos sociales del mundo industrial en términos racistas, ha terminado por comparar las clases obreras y el «pueblo apátrida» del mundo industrial con los «salvajes» del mundo colonial.10
En realidad, la relación entre la modernidad y el terror provienen de fuentes múltiples. Algunas son identificables en las prácticas políticas del Antiguo Régimen. Desde esta perspectiva, resulta crucial la tensión entre la pasión del público por la sangre y las nociones de justicia y venganza. Foucault muestra en Vigilar y castigar cómo la ejecución del presunto regicida Damiens dura varias horas principalmente para satisfacer a la multitud.11 La larga procesión del condenado por las calles, antes de la ejecución, es muy conocida, al igual que la exhibición de las partes del cuerpo —ritual que se convirtió en un elemento habitual de la violencia popular— y la presentación de la cabeza cortada en el extremo de una estaca. En Francia, la invención de la guillotina marcó una nueva etapa en la «democratización» de los medios de disponer de la vida de los enemigos del Estado. Esta forma de ejecución, que antaño fue una prerrogativa de la nobleza, se extendió a todos los ciudadanos. En un contexto en el que la decapitación se percibe como técnica menos degradante que la horca, las innovaciones en tecnologías del asesinato no sólo aspiran a «civilizar» las formas de matar; también tienen como objetivo identificar a un gran número de víctimas en un periodo de tiempo relativamente breve. Además, surge una nueva sensibilidad cultural en la que matar al enemigo del Estado se convierte en la prolongación de un juego. Aparecen formas de crueldad más íntimas, horribles y lentas.
No obstante, en ningún momento se ha manifestado tan claramente la fusión de la razón y el terror que durante la Revolución francesa.12 El terror fue erigido como componente casi necesario en lo político. Se postula una transparencia absoluta entre el Estado y el pueblo. De realidad concreta, «el pueblo» en tanto que categoría política deviene progresivamente una figura retórica. Como muestra David Bates, los teóricos del terror piensan que es posible distinguir las expresiones auténticas de la soberanía de las acciones del enemigo. También piensan que se puede distinguir el «error» de un ciudadano del «crimen» del contrarrevolucionario en la esfera política. El terror se convierte, por tanto, en una forma de marcar la aberración en el seno del cuerpo político, y lo político es a la vez entendido como la fuerza móvil de la razón y como una tentativa errática de crear un espacio en el que el «error» fuera minimizado, la verdad reforzada y el enemigo eliminado.13
El terror no está ligado a la única creencia utópica del poder sin límites de la razón humana. También está claramente relacionado con los diferentes relatos de la dominación y la emancipación, que se han apoyado mayoritariamente en concepciones de la verdad y el error, de lo «real» y lo simbólico, heredadas del Siglo de las Luces. Marx, por ejemplo, confunde el trabajo (el ciclo sin fin de la producción y del consumo requerido para la finalidad de entretenimiento de la vida humana) y la obra (la creación de artefactos duraderos que se añaden al mundo de las