Achille Mbembe

Necropolítica


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los caminos que llevan a la verdad de la Historia: el desbordamiento del capitalismo y de la forma de la mercancía y las contradicciones que ambas llevan asociadas. Según Marx, con la llegada del comunismo y la abolición de las relaciones de intercambio, las cosas aparecerían como realmente son; lo «real» se presentará como lo que es verdaderamente, y la distinción entre sujeto y objeto o entre ser y consciencia se verá trascendida.14 Pero haciendo que la emancipación del hombre dependa de la abolición de la producción de mercancías, Marx atenúa las distinciones esenciales entre el reino de la libertad construido por el hombre, el reino de la necesidad producido por la naturaleza y la contingencia de la historia.

      La adhesión a la abolición de la producción de mercancías y el sueño del acceso directo y no mediatizado a lo «real» vuelven casi necesariamente violentos estos procesos —la realización de aquello que se llama la lógica de la Historia y la fabricación del género humano. Tal y como muestra Stephen Louw, los presupuestos centrales del marxismo clásico no dejan más elección que «intentar introducir el comunismo por decreto administrativo, lo cual implica, en la práctica, que las relaciones sociales serán sustraídas a las relaciones comerciales por la fuerza».15 Históricamente, estas tentativas se han dado bajo formas tales como la militarización del trabajo, el desmoronamiento de la distinción entre Estado y sociedad y el terror revolucionario.16 Podemos considerar que se tiene por objetivo la erradicación de la condición humana elemental que es la pluralidad. El desbordamiento de las divisiones de clase, la delicuescencia del Estado y el florecimiento de una voluntad verdaderamente general no pueden, en efecto, más que implicar una concepción de la pluralidad humana como obstáculo principal a la realización final del telos predeterminado de la Historia. En otros términos, el sujeto de la modernidad marxista es fundamentalmente un sujeto que intenta demostrar su soberanía mediante la lucha a muerte. Del mismo modo que con Hegel, el relato de la dominación y de la emancipación se une aquí claramente a un relato sobre la verdad y la muerte. El terror y el asesinato se convierten en medios para llevar a cabo el telos de la Historia que ya se conoce.

      Todo relato histórico sobre la emergencia del terror moderno debe tener en cuenta la esclavitud, que puede considerarse como una de las primeras manifestaciones de la experimentación biopolítica. En ciertos aspectos, la propia estructura del sistema de plantación y sus consecuencias traducen la figura emblemática y paradójica del estado de excepción.17 Una figura aquí paradójica por dos razones: en primer lugar, en el contexto de la plantación, la humanidad del esclavo aparece como la sombra personificada. La condición del esclavo es, por tanto, el resultado de una triple pérdida: pérdida de un «hogar», pérdida de los derechos sobre su cuerpo y pérdida de su estatus político. Esta triple pérdida equivale a una dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a una muerte social (que es una expulsión fuera de la humanidad). En tanto que estructura político-jurídica, la plantación es, sin ninguna duda, el espacio en el que el esclavo pertenece al amo. No podemos considerar que forma una comunidad por una sencilla razón: por definición, la comunidad implica el ejercicio del poder de la palabra y del pensamiento. Tal y como dice Paul Gilroy:

      Las configuraciones extremas de la comunicación definidas por la institución de la esclavitud de plantación nos imponen tomar en consideración las ramificaciones antidiscursivas y extralingüísticas de poder que se dan en la formación de actos de comunicación. Podría, después de todo, no haber reciprocidad en la plantación más allá de las posibilidades de rebelión y suicidio, de evasión y queja silenciosa, y sin duda no existe unidad gramatical de la palabra susceptible de enlazar con la razón comunicativa. En ciertos aspectos, los habitantes de la plantación viven de forma no-sincrónica.18

      En tanto que instrumento de trabajo, el esclavo tiene un precio. En tanto que propiedad, tiene un valor. Su trabajo responde a una necesidad y es utilizado. El esclavo es, por tanto, mantenido con vida pero mutilado en un mundo espectral de horror, crueldad y desacralización intensos. Es manifiesto el transcurso violento de la vida de un esclavo si consideramos la disposición del capataz a actuar de forma cruel e inmoderada o el espectáculo de sufrimientos infligidos al cuerpo del esclavo.19 La violencia se convierte aquí en componente de las «maneras»,20 como el hecho de azotar al esclavo o de quitarle la vida: un capricho o un acto puramente destructor que aspira a instigar el terror.21 La vida del esclavo es, en ciertos aspectos, una forma de muerte-en-la-vida. Como sugiere Susan Buck-Morss, la condición de esclavo produce una contradicción entre la libertad de propiedad y la libertad de la persona. Se establece una relación desigual a la vez que se afirma la desigualdad del poder sobre la vida. Este poder sobre la vida ajena toma la forma de comercio: la humanidad de una persona se disuelve hasta tal punto que se hace posible afirmar que la vida de un esclavo es propiedad de su amo.22 Dado que la vida del esclavo es una «cosa» poseída por otra persona, la existencia del esclavo es la sombra personificada.

      A pesar de este terror y del encierro simbólico del esclavo, éste puede adoptar puntos de vista diferentes sobre el tiempo, el trabajo y sobre sí mismo. Es un segundo elemento paradójico del mundo de la plantación como manifestación del estado de excepción. Tratado como si no existiese más que como simple herramienta e instrumento de producción, el esclavo es, pese a todo, capaz de hacer de un objeto, instrumento, lenguaje o gesto una representación, estilizándolos. Rompiendo con el desarraigo y el puro mundo de las cosas, del cual no es más que un fragmento, el esclavo es capaz de demostrar las capacidades proteicas de la relación humana a través de la música y del cuerpo que otro supuestamente poseía.23

      Si las relaciones entre la vida y la muerte, las políticas de crueldad y los símbolos del sacrilegio son borrosas en el sistema de la plantación, resulta interesante constatar que es en las colonias y bajo el régimen del apartheid que hace su aparición un terror particular.24 La característica más original de esta formación de terror es la concatenación del biopoder, del estado de excepción y del estado de sitio. La raza es, de nuevo, determinante en este encadenamiento.25 En la mayor parte de los casos, de hecho, la selección de razas, la prohibición de matrimonios mixtos, la esterilización forzosa e incluso el exterminio de los pueblos vencidos han sido probados por primera vez en el mundo colonial. Observamos aquí las primeras síntesis entre la masacre y la burocracia, esa encarnación de la racionalidad occidental.26 Según Arendt, existe una relación entre el nacionalsocialismo y el imperialismo tradicional. La conquista colonial ha revelado un potencial de violencia antes desconocido. Vemos en la segunda guerra mundial la extensión a los pueblos «civilizados» de Europa de los métodos anteriormente reservados a los «salvajes».

      Finalmente, poco importa que las tecnologías que han desembocado en el nazismo tengan su origen en la plantación y en la colonia o por el contrario —es la tesis de Foucault— que el nazismo y el estalinismo no hayan hecho más que ampliar mecanismos que ya existían en las formaciones sociales y políticas de Europa occidental (el sometimiento del cuerpo, las reglamentaciones médicas, el darwinismo social, la eugenesia, las teorías médico-legales sobre la herencia, la degeneración y la raza). Pero ello no quita que, en el pensamiento filosófico moderno, tanto como en la práctica y en el imaginario político europeo, la colonia representa el lugar en el que la soberanía consiste fundamentalmente en el ejercicio de un poder al margen de la ley (ab legibus solutus) y donde la «paz» suele tener el rostro de una «guerra sin fin».

      Esta concepción corresponde a la definición de la soberanía propuesta por Carl Schmitt, al principio del siglo xx: el poder de decidir el estado de excepción. Para evaluar de manera adecuada la eficacia de la colonia como formación del terror, debemos llevar a cabo un desvío por el imaginario europeo cuando plantea la cuestión crucial de la domesticación de la guerra y la creación de un orden jurídico europeo (ius publicum europaeum). Dos principios clave fundan este orden: el primero postula la igualdad jurídica de todos los Estados. Esta igualdad se aplica especialmente al derecho de guerra (de tomar vidas). Este derecho de guerra significa dos cosas: por una parte, matar o acordar la paz se considera como una de las funciones principales de todo Estado. Esto va parejo con el reconocimiento del hecho de que ningún Estado puede pretender ejercer un derecho más allá de sus fronteras, a cambio de lo cual, el Estado no reconoce ninguna autoridad que le sea superior en el interior de sus fronteras. Por otro lado, el Estado emprende la tarea de «civilizar» las formas de asesinar y de atribuir objetivos racionales al acto mismo de matar.

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