Achille Mbembe

Necropolítica


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las dominaciones).27 Esta distinción es, como veremos, determinante cuando se trata de evaluar la eficacia de la colonia como formación del terror. Bajo el ius publicum, una guerra legítima es en gran medida una guerra conducida por un Estado contra otro o, de forma más precisa, una guerra entre Estados «civilizados». La centralidad del Estado en la racionalidad de la guerra deriva del hecho de que el Estado es el modelo de la unidad política, un principio de organización racional, la encarnación de la idea universal, y un signo de moralidad.

      En el mismo contexto, las colonias son parecidas a las fronteras. Son habitadas por «salvajes». Las colonias no se organizan bajo forma estatal; no han generado un mundo humano. Sus ejércitos no forman una entidad distintiva y sus guerras no se dan entre ejércitos regulares. No implican la movilización de los sujetos soberanos (ciudadanos) que se respetan mutuamente en tanto que enemigos. No establecen distinción entre combatientes y no combatientes o bien entre «enemigos» y «criminales».28 Es, por tanto, imposible acordar la paz con ellos. En resumen, las colonias son zonas en las que la guerra y el desorden, las figuras internas y externas de lo político, se tocan o se alternan unas con otras. Como tales, las colonias son el lugar por excelencia en el que los controles y las garantías del orden judicial pueden ser suspendidos, donde la violencia del estado de excepción supuestamente opera al servicio de la «civilización».

      El hecho de que las colonias puedan ser gobernadas en ausencia absoluta de ley procede de la negación racista de todo punto común entre el conquistador y el indígena. A ojos del conquistador, la vida salvaje no es más que otra forma de vida animal, una experiencia horripilante, algo radicalmente «otro» (alien), más allá de la imaginación o de la comprensión. De hecho, según Arendt, aquello que hacía diferentes a los salvajes no era tanto el color de su piel como el hecho de que «se comportaban como parte integrante de la naturaleza; la naturaleza era considerada como el amo incontestable». Así, la naturaleza es, «en toda su majestuosidad, la única y todopoderosa realidad —en comparación, [ellos mismos] parecían ser espectros, irreales, fantasmales. [Los salvajes son] por así decirlo, seres humanos «naturales» que carecían del específico carácter humano, de la realidad específicamente humana, de forma tal que cuando los hombres europeos mataban, en cierto modo no eran conscientes de haber cometido un crimen».29

      Por todas las razones anteriormente mencionadas, el derecho soberano de matar no está sometido a ninguna regla en las colonias. El soberano puede matar en cualquier momento, de todas las maneras. La guerra colonial no está sometida a reglas legales e institucionales, no es una actividad legalmente codificada. El terror colonial se entremezcla más bien incesantemente con un imaginario colonialista de tierras salvajes y de muerte, y con ficciones que crean la ilusión de lo real.30 La paz no constituye necesariamente la consecuencia natural de una guerra colonial. De hecho, la distinción entre guerra y paz no resulta pertinente. Las guerras coloniales se conciben como la expresión de una hostilidad absoluta, que coloca al conquistador frente a un enemigo absoluto.31 Todas las manifestaciones de guerra y de hostilidad convertidas en marginales por el imaginario legal europeo encuentran en las colonias un lugar para emerger de nuevo. Aquí, la ficción entre una distinción entre «fines de guerra» y «medios de guerra» se desmorona, al igual que la idea según la cual la guerra funciona como un enfrentamiento sometido a reglas, oponiéndose a la masacre pura, sin riesgo o justificación instrumental. Sería trivial, por tanto, intentar resolver una de las irresolubles paradojas de la guerra, bien reflejada por Alexandre Kojève en su reinterpretación de La fenomenología del espíritu de Hegel: su carácter simultáneamente idealista y aparentemente inhumano.32

      El necropoder y la ocupación en la modernidad tardía

      Podríamos deducir que las ideas desarrolladas más arriba corresponden a un pasado lejano. En el pasado, en efecto, las guerras imperiales tenían como objetivo destruir los poderes locales, instalar tropas e instaurar nuevos modelos de control militar sobre la población civil. Un grupo de auxiliares locales podía participar en la gestión de los territorios conquistados y anexionados al Imperio. En el marco del Imperio, las poblaciones vencidas obtienen un estatus que ratifica su expoliación. Según esta configuración, la violencia constituye la forma original del derecho y la excepción proporciona la estructura de la soberanía. Cada estadio del imperialismo incluye igualmente ciertas tecnologías clave (cañonera, quinina, líneas de barcos de vapor, cables telegráficos submarinos y red ferroviaria).33

      La propia ocupación colonial es una cuestión de adquisición, de delimitación y de hacerse con el control físico y geográfico: se trata de inscribir sobre el terreno un nuevo conjunto de relaciones sociales y espaciales. La inscripción de nuevas relaciones espaciales («territorialización») consiste finalmente en producir líneas de demarcación y de jerarquías, de zonas y enclaves; el cuestionamiento de la propiedad; la clasificación de personas según diferentes categorías; la extracción de recursos y, finalmente, la producción de una amplia reserva de imaginarios culturales. Estos imaginarios han dado sentido al establecimiento de los derechos diferenciales para diferentes categorías de personas, con objetivos diferentes, en el interior de un mismo espacio; en resumen, al ejercicio de la soberanía. El espacio era, por tanto, la materia prima de la soberanía y de la violencia que acarrea. La soberanía significa ocupación, y la ocupación significa relegar a los colonizados a una tercera zona, entre el estatus del sujeto y el del objeto.

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