en nuestro amor».
Podemos añadir que, si reuniésemos en una sola todas las expresiones de amor verdadero, no sería otra que la «fascinante promesa que el Amor, de parte de Dios, hace a la humanidad»[1]. Pero aquí emerge la paradoja más misteriosa: precisamente cuando el cumplimiento de esta promesa ya no puede ser reclamado, es cuando descubrimos que humanamente la promesa no puede ser mantenida. No es que la promesa sea falsa o insincera. Era y es necesaria, porque pertenece intrínsecamente a la naturaleza del amor; solo que los amantes terrenos no saben cómo mantenerla: no tienen la fuerza, ante la muerte, por muy grande y sincero que sea su amor.
JESUCRISTO: EL QUE MANTIENE LA PROMESA
Precisamente este es el estímulo más fuerte que Dios nos ha dejado para invocarlo. Cuando nosotros como criaturas no podemos cumplir la promesa contenida en nuestro mismo amor (siendo como somos, mortales), la promesa no se revela falsa, sino que se convierte en invocación. Cuando se trata de promesas de amor, ¿quién puede de verdad responder, sino quien es el Amor: el Amor Crucificado Resucitado? Si Jesús es el Amor hecho carne, a él corresponde también el cumplimiento de las promesas de amor. Esta es la prueba más evidente de la necesidad que tenemos de su presencia y de su gracia.
Por eso, cuando en el fondo del corazón sentimos el pesar por las promesas infinitas que no sabemos cómo garantizar a causa de nuestra precariedad —pero que son necesarias—, ha llegado el momento decisivo para acoger, de modo absolutamente único y personal, esa invitación que el papa Juan Pablo II nos hizo —apenas elegido— al mundo entero: «¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay en el corazón del hombre. Solo él lo sabe».
Y lo repetiría, insistentemente, a los jóvenes: «Cristo es el único interlocutor competente al que podéis hacer las preguntas esenciales sobre el valor y el sentido de la vida: no solo de la vida sana y feliz, sino también de la marcada por el sufrimiento […]. Sí, Cristo es el único interlocutor competente, también para las preguntas dramáticas que se pueden formular más con gemidos que con palabras. ¡Preguntadle a él, escuchadlo a él!»[2]. Cuando llegue el momento de la muerte, será importante haber adquirido ya una buena familiaridad con las escenas descritas en los relatos evangélicos de la Pasión de Jesús.
Los santos contemplaban la Pasión de Jesús, descubriendo —llenos de estupor— el sentido de sus propios sufrimientos (ya anticipadamente injertados en los de Cristo), e incluso el deseo de su propia muerte[3].
Ya san Pablo podía testimoniar a los primeros cristianos: «Llevo en mi cuerpo las señales de Jesús» (Gal 6, 17), y estaba convencido de que las penas de su vida (sobre todo las ligadas a las innumerables fatigas misioneras y a las persecuciones sufridas)[4] eran para él una gracia especial: «¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!» (Gal 6, 14). Decía no tener otro objetivo en el mundo que el del «conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él […]. Lograr conocerle a él y la fuerza de su resurrección, y participar así de sus padecimientos, asemejándome a él en su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos» (Fil 3, 8-11). Y sentía la responsabilidad de dar cumplimiento a lo que faltaba, en su carne, a la pasión de Cristo (cfr. Col 1, 24).
El papa san León Magno explicaba: «Quien quiera honrar la pasión del Señor debe mirar con los ojos del corazón a Jesús Crucificado, de modo que reconozca en Su carne la propia carne»[5].
En todos los relatos de pasión (la de Cristo y la de sus santos, sobre todo la de sus mártires) no encontramos explicaciones a nuestros porqués sobre el sufrimiento y la muerte, sino la certeza de que el Hijo de Dios ha venido a hacernos compañía también en el dolor. Jesús no nos dejará nunca padecer solos y se unirá totalmente a nosotros, precisamente en el último instante de la muerte: «Pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor» (Rom 14, 7-8).
Es infinitamente consolador descubrir en el Evangelio que nuestro morir sucederá dentro de un acuerdo de amor ya estipulado entre el Padre y el Hijo: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Esta es la voluntad de Aquel que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 35-40).
Todo creyente debería pedir la gracia de ser sepultado teniendo en las manos esta página del Evangelio.
LA EXPERIENCIA DE LOS SANTOS
Los santos no han temido a la muerte. Algunos la encontraron prematuramente, en la juventud, casi consumidos por un amor impaciente por Dios y también, me atrevería a decir, por parte de Dios. Otros casi la han provocado —sin arrogancia— por la urgencia martirial de tener que testimoniar a Cristo: su Vida y su Verdad. Algunos la desearon, en un ímpetu místico del corazón que los llevaba a rezar para que el Esposo Cristo apresurase su venida. Otros la esperaron y vivieron con extremo dolor, pues estaban llamados por el amor a revivir las horas dramáticas del Viernes Santo. Algunos casi la “buscaron” en el afán de gastarse enteramente en “obras y más obras” de caridad y de misión. Otros la recibieron en edad tardía, “hartos de días”, felizmente cansados por un larguísimo trabajo en la viña del Señor.
Podríamos decir que este cortejo de santos cristianos que se acercan en paz a la muerte se abrió —cuando Jesús tenía aún pocos días de vida— por el santo anciano Simeón, que pidió poder irse en paz, después de que sus brazos pudieran abrazar al Niño y sus ojos «vieran la salvación».
Así está hecha la esperanza cristiana: ir al encuentro de la muerte con la certeza gozosa de abrazar la Vida, después de contemplar en la tierra, humanamente, al Salvador.
[1] E. CAFFAREL, Pensieri sull’amore e la grazia. Istituto La casa, Milano 1963, p. 48.
[2] En Santiago de Compostela, durante la JMJ de 1989.
[3] El «muero porque no muero», en algunas poesías de santa Teresa de Jesús y de san Juan de la Cruz.
[4] Cfr. 2 Cor 11, 23-27.
[5] Discurso 15 sobre la pasión del Señor. PL 5, 366-67.
I. MORIR MÁRTIR
A JESÚS, HIJO DE DIOS, que nos ha dado su misma vida, solo podemos responderle adecuadamente dándole toda nuestra existencia.
En tiempos de paz y de crecimiento gozoso, eso sucede con el propio ritmo de la vida de fe, a medida que el fiel aprende las exigencias del «seguimiento cristiano». En tiempos de persecución (cuando se acaba de fundar una comunidad eclesial, o cuando se endurece la historia profana y se revuelve contra la Iglesia), se puede pedir a todos los creyentes que entreguen la vida, en cualquier momento; y la madurez necesaria para aceptarlo es un don de Dios, que acompaña y sostiene la llamada al martirio. Pero eso no quita que se den circunstancias históricas —como sucedió en los primeros siglos— en las que la praeparatio martyrii (preparación al martirio) sea la pedagogía más adecuada. Se trata de educar a los fieles cristianos para que no solo pertenezcan al Señor Jesús en vida, sino para que sean suyos en el momento de la muerte: una muerte siempre inminente, como la última y más gloriosa afirmación de la propia identidad espiritual.
Las antiguas Actas de los Mártires nos han relatado cómo algunos de ellos llegaron, a veces, a negarse a dar su propio nombre a los perseguidores: