Antonio María Sicari

Así mueren los santos


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por el modo en que —como su Maestro— saben partir el pan, sacrificando para los hermanos el pan vivo de sus propios cuerpos».

      En la cárcel, él partía este pan consumiendo su débil voz al servicio de sus compañeros de prisión. En las largas y frías horas de la noche, todos estaban pendientes de sus labios y no se cansaban nunca de pedirle alguna historia que iluminase y calentase las tinieblas de aquella terrible cárcel. Vladimir conocía en persona la historia gloriosa de los antiguos principados rumanos; había frecuentado los salones de los intelectuales y los talleres de los más célebres artistas.

      Los detenidos lo rodeaban, como niños impacientes:

      —Monseñor, por favor, ¡otra historia!

      Y Vladimir hablaba largo y tendido, contando, describiendo, pintando a lo vivo escenarios y personajes, enmarcando su narración con reflexiones sobre el sufrimiento, sobre la santidad, sobre el prójimo, sobre Dios. Y he aquí que los muros de la prisión parecían desaparecer y los presos volvían a creer en la vida, en la historia, en la belleza del mundo, en la Providencia divina que penetraba incluso entre las fisuras de aquellas paredes frías y malolientes. «Para él —contó un testigo—, los muros de la prisión no existían. Era libre, porque hacía la voluntad de Dios». Así, en aquella cárcel calentada solo por la caridad de aquel anciano sacerdote, pasó el terrible invierno entre 1953 y 1954. Había dicho proféticamente: «Nuestra muerte debe ser el acto supremo de nuestra vida: pero puede suceder que Dios sea el único que lo conozca».

      Maximiliano era un joven franciscano conventual polaco, lleno de ardor apostólico y de iniciativa, que fundó en su patria el convento Niepokalanov, la Ciudad de la Inmaculada. Primero fue una gran basílica mariana y luego, junto a ella, un convento para centenares de frailes (eran 762 al cabo de diez años) y un complejo editorial dotado de la estructura necesaria. Cerca tenía una estación ferroviaria y un pequeño aeropuerto.

      Los nazis detuvieron a Maximiliano mientras estaba en plena actividad apostólica, que por entonces se extendía hasta Japón. El franciscano consideró entonces el lager como un nuevo campo de misión. Durante un castigo colectivo, decidido por el comandante del campo tras la fuga de un preso, el padre Kolbe se ofreció espontáneamente para sustituir a una de las personas elegidas para morir, y que estaba desesperado por la suerte que correrían su mujer y sus hijos.

      Condenados a morir de hambre, los presos designados fueron arrojados desnudos en el barracón de la muerte y no se les dio ya nada, ni siquiera una gota de agua.

      Desde aquel día, el campo se convirtió en un lugar sagrado. La larga agonía quedó marcada por las oraciones y los himnos sagrados que el padre Kolbe recitaba en alta voz. Y desde las celdas vecinas respondían los demás condenados. La fama de lo que sucedía se extendió incluso por otros campos de concentración. Cada mañana, inspeccionaban el bunker del hambre. Cuando se abrían las celdas, aquellos infelices lloraban y pedían pan; a quien se acercaba, lo golpeaban y lo arrojaban violentamente contra el suelo. El padre Kolbe no pedía nada, ni se lamentaba. Permanecía en el fondo, sentado, apoyado contra la pared. Los mismos soldados lo miraban con respeto.

      Los condenados comenzaron a morir. Después de dos semanas quedaban vivos solo cuatro, con el padre Kolbe. Para acabar con ellos, el 14 de agosto de 1941 les pusieron una inyección de ácido fénico en el brazo izquierdo. Era la víspera de una fiesta mariana que Maximiliano amaba mucho: la Asunción, a la que dirigía siempre una canción popular que dice: «Iré a verla un día».

      Contó después su carcelero: «Cuando abrí la puerta de hierro, ya no vivía. Pero se me presentaba como si estuviese vivo, apoyado aún en la pared. La cara estaba radiante de un modo insólito. Los ojos muy abiertos y concentrados en un punto. Toda su figura parecía en éxtasis. Jamás lo olvidaré...».

      El padre Maximiliano había sido el último en morir, atestiguando que la fe y la caridad habían alcanzado la victoria, allí donde se había programado la destrucción de la misma humanidad del hombre.

      Fue canonizado como “mártir de la caridad”.

      Franz era un sencillo campesino austriaco, nacido en la frontera con Baviera, que se atrevió a oponerse al régimen hitleriano negándose a cualquier colaboración. Llamado a filas, rechazó enrolarse porque, en conciencia, no podía participar en una guerra injusta. Había estudiado la Biblia y los documentos de la Iglesia, había hablado con amigos y personas cultas, y su convicción se había hecho inconmovible. Su mismo párroco reconocía: «Me ha dejado mudo, porque tenía los mejores argumentos. Queríamos animarle a desistir, pero nos ha vencido siempre citando las Escrituras».

      Luchaba contra el nazismo, y le preocupaba que sus hijas tuviesen que vivir en un mundo descristianizado (lo que el nazismo exactamente se proponía hacer, desde los primeros años de vida de los niños). Por eso fue apresado y ejecutado cuando tenía treinta y cinco años.

      A su mujer, que lo apoyaba fielmente en su difícil elección, y a sus hijas, les dejó este testamento: «Escribo con las manos atadas, pero prefiero esta condición a tener encadenada mi voluntad. Ni la cárcel, ni las cadenas y ni siquiera la muerte pueden separar a un hombre del amor de Dios, o robarle su libertad».

      Y en la última carta que consiguió enviarles escribió: «No me ha sido posible ahorraros los sufrimientos que debéis padecer por mi causa… Doy gracias a mi Salvador por poder sufrir y morir por Él». Y concluía con estas palabras: «Que el corazón de Jesús, el corazón de María y el mío sean una sola cosa, ahora y por toda la eternidad».

      La Eucaristía, que recibía del capellán de la prisión, la cotidiana lectura de la Biblia y la foto de sus hijas lo confortaron en sus últimos días.

      Los compañeros de cautiverio contarán más tarde que Franz se había vuelto tan caritativo que incluso se privaba del último pedazo de pan para dárselo a los compañeros más fatigados. Uno de ellos escribirá luego a la mujer de Franz: «Los hijos tienen todo el derecho a creer que su papá ha muerto como un santo». Y también el capellán le escribirá: «Esté convencida que pocos en Alemania han sabido morir como su marido. Ha muerto como héroe, como creyente, como mártir y como santo».

      Hasta el final le dejaron sobre la mesa un impreso en el que podía comprometerse bajo juramento a servir en el ejército alemán. Le hubiese bastado una firma para salvar su vida. Pero al capellán de la cárcel, que lo visitó para confortarlo, y trataba de dirigir su atención hacia aquel papel, le respondió el joven:

      —No puedo firmar… Mi alma está estrechamente unida al Señor.

      Tito fue un sacerdote carmelita holandés —profesor de Filosofía e Historia de la mística en la Universidad Católica de Nimega, de la que era rector—, que fue deportado y ejecutado por los nazis en el campo de Dachau.

      Ya en 1936, cuando las noticias no estaban tan extendidas ni eran tan ciertas, él había colaborado en un libro titulado Voces holandesas sobre el trato hacia los hebreos en Alemania, donde escribía: «Lo que se hace ahora contra los hebreos es una cobardía. Los enemigos y adversarios de ese pueblo son, en verdad, mezquinos si piensan que deben actuar de un modo tan inhumano. Y si piensan manifestar o aumentar de ese modo la fuerza del pueblo alemán, eso es más bien la ilusión propia de quien es débil».

      En Alemania reaccionaron enseguida con rabia, definiéndolo en la prensa nacional como “un profesor maligno”. Pero Brandsma, consciente de su responsabilidad como educador, no desistió. En el curso académico 1938-1939 ya daba cursos a sus estudiantes sobre “las funestas tendencias” del nacionalsocialismo, donde abordaba todas las tesis importantes que estaban siendo vulneradas: valor y dignidad de cada persona (sana o enferma); igualdad y bondad de toda raza; valor indestructible y primario de las leyes naturales respecto a cualquier ideología; y presencia y guía de Dios en la historia humana contra todo mesianismo político y toda ideología del poder.

      Brandsma sabía que entre quienes lo escuchaban