no serán ya reyes quienes martirizarán a los cristianos, sino «ciudadanos» que pretenden actuar en nombre «de la libertad, la igualdad y la fraternidad».
SANTAS MÁRTIRES CARMELITAS DE COMPIÈGNE (1794)
A finales de 1793, los revolucionarios franceses desencadenaron el gran terror en nombre de su «razón iluminada» que exigía «no solo el castigo, sino la aniquilación de los enemigos de la patria», además de «su total descristianización».
Pero para condenar a muerte a dieciséis monjas carmelitas no encontraron otra «luz de la razón» que acusarlas de fanatismo. Así, en nombre de la República, fueron guillotinadas dieciséis mujeres en París, llamada por entonces “la plaza del trono robado”. ¡Dos de aquellas religiosas tenían 79 años! Pero las monjas consiguieron transformar la horrible escena en una acción litúrgica, y la multitud asistió a ella como se asiste a un rito sagrado.
De ordinario el cortejo de los condenados debía abrirse paso entre dos filas de gente ebria y vociferante, pero afirman los testigos que aquellas dos carretas donde iban las hermanas pasaron «entre tal silencio de la multitud como no hubo otro durante la Revolución». Llegaron a la vieja plaza donde se alzaba la guillotina hacia las ocho de la tarde. La priora pidió y obtuvo del verdugo la gracia de morir la última, de modo que pudiese asistir y sostener, como madre, a todas sus religiosas, sobre todo a las más jóvenes. Querían morir juntas, también espiritualmente, como si asistieran a un único y último acto comunitario. La priora pidió aún al verdugo que esperase un poco, y lo obtuvo también: entonó entonces el Veni Creator Spiritus, que cantaron enteramente; luego todas renovaron sus votos.
Al término, la madre se puso al lado del patíbulo, teniendo en la mano una pequeña imagen de la Virgen, que había conseguido esconder hasta entonces. La primera fue la joven novicia, que se arrodilló ante la priora, le pidió la bendición y el permiso para morir. Besó la imagencita de la Virgen y subió los escalones del patíbulo «contenta, como si acudiese a una fiesta», dijeron los testigos; y mientras subía entonó el salmo Laudate Dominum omnes gentes, acompañada por las demás que, de una en una, siguieron sus pasos con la misma paz y alegría, aunque fuera preciso ayudar a subir a las más ancianas. La última en subir fue la priora, que lo hizo tras entregar la imagencita a una persona cercana (la imagen se conservó, y aún está hoy en el monasterio de Compiègne).
Escribe E. Renault: «El golpe de la cuchilla, el rumor seco del corte, el sonido sordo de la cabeza que cae… Ni un grito, nadie aplaude o grita descompuesto (como solía ocurrir). Incluso los tambores habían enmudecido. A esta plaza, corrompida por el olor de la sangre fétida, abrasada por el calor estival, un silencio solemne descendió sobre los asistentes. Quizá la oración de las Carmelitas les había tocado ya el corazón».
Se sabrá luego que aquel día, entre los jóvenes presentes, más de una muchacha prometió a Dios, en su corazón, ocupar su lugar.
De su conmovedora vivencia surgió un relato (La última del patíbulo, de G. von Le Fort), un drama (Diálogos de Carmelitas, de G. Bernanos), una ópera musical (de F. Poulenc) y el guion de una película, escrito por P. Bruckberger.
BEATO MIGUEL AGUSTÍN PRO (1891-1927)
Estudios recientes afirman que en el siglo XX —el de las más violentas ideologías revolucionarias— se cuentan más de cuarenta y cinco millones de mártires cristianos.
Al frente de toda esa multitud estuvo el joven jesuita padre Miguel Agustín Pro, víctima de la primera persecución grande del siglo, desencadenada en México por parte de grupos masónicos que implantaron en 1917 la primera constitución socialista de la historia mundial, con el empeño explícito de erradicar la fe católica del país y de las conciencias.
Las cosas llegaron a tal punto que los sacerdotes fueron obligados a pasar a la clandestinidad. El padre Miguel Pro se convirtió así en el “prestidigitador de Dios” que conseguía mimetizarse de modo fantástico para atender y sostener a cualquier precio a los fieles.
Ejercía a escondidas su ministerio con energía indomable, recurriendo a ingeniosos disfraces para eludir los controles de policía, y predicando en secreto ejercicios espirituales. Fundó centros eucarísticos, donde distribuía a diario centenares de comuniones, llegando hasta las 1500 en un solo día. Sabía también alegrar a su gente con la guitarra y su capacidad de organizar ratos de fiesta. Después de solo dos años de sacerdocio, fue arrestado con la falsa acusación de haber participado en un atentado político. El proceso se desarrolló con desprecio de toda norma jurídica y de todo derecho humano, y el padre Miguel fue condenado al morir fusilado.
Fue ejecutado en presencia de periodistas y fotógrafos, porque el dictador en el poder deseaba ofrecer al mundo el espectáculo de un cura asustado que pedía piedad.
Sin embargo, su ejecución fue más bien una sagrada celebración.
Cuando en la mañana del 23 de noviembre de 1927 se abrió la puerta del sótano de la cárcel y resonó la voz del comandante que gritaba su nombre, el padre Pro comprendió que había llegado su hora. Se paró un instante para bendecir a sus compañeros y, en ese momento, el carcelero, llorando, le pidió perdón.
—No solo te perdono, sino que te doy las gracias —le respondió el padre, antes de abrazarlo.
Cuando llegó al lugar de la ejecución, se le concedió tiempo para rezar. Lo hizo de rodillas, ante el pelotón ya formado. Luego, se levantó y dijo:
—Dios es testigo de que soy inocente del delito que me imputáis. Que el Señor tenga misericordia de todos vosotros.
Extendió los brazos en cruz, con el crucifijo en una mano y el rosario en la otra, y añadió:
—Perdono de todo corazón a mis enemigos.
Y luego en voz alta:
—¡Viva Cristo Rey!
Al parecer, un soldado del pelotón de ejecución murmuró, conmovido:
—Es así como mueren los justos.
Las fotos, difundidas rápidamente, más que para humillar al mártir se convirtieron pronto en reliquias.
Algunos días antes de morir, el padre Pro había escrito esta conmovedora oración: «Creo, Señor, pero aumenta mi débil fe. Corazón de Jesús, te amo, pero aumenta mi amor; confío en ti, pero fortifica mi esperanza. Corazón de Jesús, te entrego mi corazón, pero guárdalo en el fondo del tuyo, y custodia mi promesa, para que la mantenga hasta el más completo sacrificio de mi vida».
BEATO VLADIMIR GHIKA (1873-1954)
Pertenece a la innumerable compañía de mártires que atestiguaron la fe ante la rabia de los regímenes ateos comunistas. Era un príncipe rumano, convertido al catolicismo, que fue declarado mártir en 2013.
En los comienzos del atormentado siglo XX, recién ordenado sacerdote, Vladimir Ghika fundó en su patria el primer instituto católico dedicado a obras de caridad, inspirándose en san Vicente de Paúl. Nunca había existido algo así en su tierra. Vladimir lo llevó a cabo dedicando todas sus energías y su patrimonio a los pobres y enfermos, pero también elaborando una característica “liturgia del prójimo”, que constituye una constante de su pensamiento y de la formación que impartía a sus seguidores.
“Liturgia del prójimo” quiere decir que, en la visita a los pobres, hay que celebrar “el encuentro de Jesús con Jesús”. De hecho, «en los dos lados está solo Cristo: el Cristo Salvador viene al Cristo Sufriente, y los dos se integran en el Cristo Resucitado, glorioso, y que bendice».
Por eso, cuando llamaban a Vladimir por alguna necesidad, acudía rezando: «Señor, voy a encontrar a uno de los que tú has llamado “otro tú mismo”». Esta era su máxima preferida: «Nada hace a Dios tan próximo como el prójimo». Y la puso en práctica hasta la última hora de su vida, también en el horror de una cárcel comunista, donde le arrojaron cuando tenía ya más de ochenta años, y donde pasó los últimos meses ayudando a todos los presos con el afecto, las atenciones y los relatos propios de un abuelo.