y, por último, el amor empleaba todas las fuerzas de la voluntad para conformarse a la pasión del Amado; así el alma se encontraba sin duda transformada en un segundo Crucifijo. Entonces el alma, como forma del cuerpo, empleando su poder, imprimió el dolor de las llagas que la herían en los lugares correspondientes en los que las sentía su Amado. El amor es admirable en agudizar la imaginación para que penetre hasta en lo externo»[4] .
El amor, por tanto, «hizo traspasar al exterior del gran amante san Francisco los tormentos interiores, e hirió el cuerpo con el mismo dardo de dolor con que le había herido el corazón».
Lo ocurrido a la muerte del santo estuvo cargado de simbolismo eclesial, cuando el cortejo fúnebre se detuvo en San Damián, donde se abrió el féretro para que santa Clara y sus «pobres mujeres» pudiesen besarle los estigmas.
SAN JUAN DE LA CRUZ (1542-1591)
El ejemplo de san Juan de la Cruz es menos conocido desde el punto de vista de las actitudes personales, pero es aún más decisivo desde la perspectiva de su magisterio como Doctor de la Iglesia.
Él tuvo, en efecto, en un momento crucial de la historia cristiana, la misión de “salvar” y volver a poner en el centro de la reflexión teológica y espiritual el bíblico Cantar de los Cantares.
Hasta el siglo XVI la reflexión eclesiológica se basaba en varios comentarios del Cantar ofrecidos por los Padres de la Iglesia u otros escritores espirituales. Pero con la crisis provocada por la Reforma protestante, pareció que todo debía limitarse a reflexiones cada vez más rígidas sobre la fe, en detrimento del amor y de la caridad.
En aquellos años de graves perturbaciones, la mística cristiana hubiera quedado gravemente herida y depauperada si Juan de la Cruz no hubiese tenido el don de releer el texto bíblico del Cantar, casi reescribiéndolo, con renovada inspiración poética, en las cuarenta estrofas de su Cántico Espiritual. Luego le dio un acabado trinitario en la Llama de amor viva, y comentó teológicamente los poemas.
San Juan de la Cruz fue, por tanto, el maestro de la fe [5] que tuvo el don y la tarea de repetir a la Iglesia Esposa —con la debida belleza— la palabra bíblica que «el Amado» le dirige: una palabra que constituye todo un diálogo de amor.
No carece pues de significado que precisamente a este santo (considerado el mayor poeta del amor de la lengua española) se le concediera morir escuchando esas divinas palabras, que son el corazón de la Sagrada Escritura.
Sabemos que cuando los hermanos, reunidos en torno a su lecho, comenzaron a recitar las oraciones para los agonizantes, el santo los interrumpió y se dirigió a su superior:
—Padre, no necesito esto, léame algo del Cantar de los Cantares.
Y mientras esos versos de amor resonaban en la celda, Juan suspiró, gozoso:
—¡Qué perlas tan preciosas!
A medianoche, cuando sonaron las campanas de maitines, exclamó:
—¡Gloria a Dios, iré a cantarlo en el cielo!
Luego miró fijamente a los presentes, como para despedirse, besó el crucifijo y dijo:
—Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu...
Así, murió en Úbeda el 14 de diciembre de 1591, y los presentes contaron que una suave luz y un intenso perfume habían llenado la celda, tal como en otro tiempo llenaron su oscura cárcel en Toledo, con aromas y sonidos dignos de una amorosa escenografía divino-humana.
Por un lado, san Francisco de Asís y san Juan de la Cruz nos han recordado en sus vidas las actitudes del alma creyente Esposa de Cristo y, por otra parte, con su magisterio han evocado también la imagen del Cristo Esposo.
Ahora, sin embargo, queremos centrarnos en algunos rostros de «vírgenes enamoradas», escogiendo en primer lugar los de las santas que se dedicaron a una vida contemplativa, poniéndose «en defensa del corazón». Con esta expresión queremos subrayar la necesidad de no banalizar nunca la santidad, mirándola como una cuestión exclusivamente moral o sociológica. Incluso sucede que santos y santas se valoran históricamente por lo que han sabido realizar con la enseñanza, el trabajo y la acción apostólica; pero en ocasiones se deja en la sombra la parte más preciosa de su experiencia, es decir, su relación con las personas divinas.
A muchos les parece que seguirían siendo personalidades significativas y ejemplares por lo que hicieron, aun sin Cristo: si no hubiesen tenido (mejor: aunque no tuviesen, dado que son todas personas vivas) un Cristo que amar y un Cristo que las ama. Pero de ese modo se les quita el corazón a los santos y santas. Por eso, Dios da a la Iglesia personalidades virginales y contemplativas que no se distinguen por las obras realizadas, sino que su único objetivo en la vida parece ser el de dejarse amar por Él y amarlo con toda la fuerza de su ser.
La imagen evangélica del perfume precioso, derramado solo para honrar el amado cuerpo de Cristo —mientras hay quien se queja de ese desperdicio[6]—, describe bastante bien el don y la tarea incluidos en su experiencia espiritual. Y cuando el vaso que contiene ese perfume de gran precio se rompe (en el momento de la muerte, sí) es el amor lo que brota de todas las heridas.
Veremos a continuación, en torno a san Juan de la Cruz, algunas jóvenes «esposas carmelitas» que —de él y de santa Teresa de Jesús[7]— aprendieron a realizar ante todo su propio matrimonio espiritual con Cristo.
SANTA TERESA MARGARITA REDI (1747-1770)
Entró muy joven en el monasterio carmelita de Florencia, donde la mayoría de las monjas era ya de avanzada edad. Escogió una forma de vida en el claustro y se encontró siendo la enfermera de todas, viviendo su vocación contemplativa en la unión estrecha entre el amor de Dios y el amor del prójimo —los dos amores que están unidos en la persona de Jesús, nuestro Dios y nuestro prójimo—. A su fidelidad vocacional contribuyó de manera determinante el haber cultivado ella, desde niña y en su familia, una intensa devoción al Corazón de Jesús (rara en aquellos tiempos). Se había así propuesto, como único ideal, el de «devolverle amor por amor». Decía: «Él en la cruz por mí y yo en la cruz por él».
Había leído en la Escritura que «Dios es amor» y estaba como perdida en ese océano, del que no quería nunca salir. Le bastaba con entregarse sin descanso ni queja a sus hermanas enfermas. Y cuando fue ella quien enfermó gravemente, casi nadie se dio cuenta: el médico al que llamaron se despachó diciendo que se trataba de «una enfermedad de escasa importancia». En realidad, era una peritonitis, y la gangrena había ya comenzado. De modo que sor Teresa Margarita Redi murió en su cama, tratando de orientarse hacia la capilla del Santísimo Sacramento y apretando en su pecho una estampa del Sagrado Corazón.
Después de los funerales, el cuerpo se depositó en una húmeda cripta a la espera de la sepultura, pero nadie tuvo el valor de sepultarlo, pues parecía adquirir, con el paso de las horas, una nueva juventud. Un perfume inesperado invadía la cripta. El cuerpo está incorrupto todavía hoy. Teresa Margarita Redi había curado tantos miembros sufrientes, con tanta ternura, que Jesús había tenido esa misma ternura también con el cuerpo de quien tanto le amaba.
SANTA MARÍA DE JESÚS CRUCIFICADO (1856-1878)
Junto a Teresa Margarita es hermoso poder colocar a continuación a santa Mariam Baouardy, quizá la carmelita menos conocida, pero también la más recientemente canonizada (2015). Su nombre religioso es María de Jesús Crucificado.
Nacida en Galilea, de una familia árabe-católica, pertenece a los tres pueblos de Oriente que todavía combaten en la tierra de Jesús, y que necesitan la paz. Y es por eso consolador saber que hoy, en el pueblo en que nació, es venerada incluso por no cristianos. Mariam pasó su vida entre Palestina, Egipto, Siria, Francia y la India, para volver luego nuevamente a Palestina, a fundar el monasterio carmelita de Belén. Por dondequiera que pasó la consideraron «un milagro de la gracia de Dios», pero ella se tuvo siempre a sí misma por «una pequeña nulidad». Quería ser solo «la pequeña árabe», como todos la llamaban ya a causa de su baja estatura. Decía:
—El pensamiento de que soy la nada