a que esa información se convirtiera en dominio público? Si la mayoría de los matrimonios hace doscientos años sufría problemas de impotencia o frigidez, ¿lo habríamos sabido? Una persona educada de hace doscientos años probablemente hubiera dicho: «Han conseguido tener un montón de hijos, ¿verdad? ¡Lo tienen que estar haciendo bien!».
Y si un investigador de hace cien años hubiera descubierto que en la sociedad proliferaba el abuso sexual de los niños, ¿cómo se hubiera tratado un descubrimiento así? Freud hizo un descubrimiento de esta naturaleza, y fue personalmente vilipendiado y profesionalmente ridiculizado por sus colegas y la sociedad en su conjunto por tan solo atreverse a insinuarlo. Y es solo hoy, un siglo después, cuando hemos empezado a aceptar y responder a la magnitud de los abusos sexuales que sufren los niños en nuestra sociedad.
Hasta que alguien con autoridad y credibilidad no preguntó a los individuos en privado y de forma digna, no teníamos ninguna esperanza de saber lo que estaba ocurriendo sexualmente en nuestra cultura. E incluso bajo esas circunstancias, la sociedad en su conjunto tiene que estar lo suficientemente preparada y educada para quitarse las anteojeras que limitan su habilidad para percibirse a sí misma.
Al igual que no entendíamos lo que ocurría en la alcoba, tampoco entendíamos lo que ocurría en el campo de batalla. Nuestra ignorancia sobre el acto destructivo igualaba la ignorancia sobre el acto procreativo. Si un soldado no mataba en combate, cuando esa era su obligación y responsabilidad, ¿permitiría que se convirtiera en conocimiento público? Y si la mayoría de soldados hace doscientos años no cumplían con su obligación en el campo de batalla, ¿lo hubiéramos sabido? Probablemente, un general de la época hubiera dicho: «Consiguieron matar a un montón de gente, ¿verdad? Ganaron la guerra a nuestro favor, ¿verdad? ¡Lo tienen que estar haciendo bien!». Hasta que S. L. A. Marshall preguntó a los individuos concernidos inmediatamente después del acto, no teníamos ninguna esperanza de saber lo que estaba ocurriendo en el campo de batalla.
Hace tiempo que los filósofos y los psicólogos son conscientes de la incapacidad básica del hombre para percibir lo que tiene más cercano. Sir Norman Angell nos dice que «resulta característico de la curiosa historia intelectual del hombre que las cuestiones más sencillas e importantes son aquellas que menos veces se formulan». Y el soldado y filósofo Gleen Gray habla desde su propia experiencia personal durante la segunda guerra mundial cuando observa que «muy pocos de nosotros podemos ser realmente nosotros mismos el tiempo suficiente para descubrir las verdades reales sobre nuestro ser y esta tierra tambaleante a la que nos aferramos. Esto resulta particularmente cierto en el caso de los hombres en la guerra. El gran dios Marte intenta cegarnos cuando entramos en este ámbito, y cuando lo abandonamos nos da de beber una generosa copa de las aguas del río Lete».
Si un soldado profesional pudiera ver a través de la niebla de su propio autoengaño, y si tuviera que enfrentarse a la fría realidad de que no puede hacer aquello para lo que ha dedicado su vida, o que muchos de sus soldados preferirían morir antes que hacer aquello que constituye su obligación, eso convertiría su vida en una mentira. Un hombre así tendería a negar su debilidad con toda la energía que pudiera convocar. Está claro que los soldados no son los más apropiados para que escriban sobre sus fracasos o los fracasos de sus hombres; salvo raras excepciones, tan solo los héroes y la gloria aparecen publicados.
Una parte de la explicación de nuestra falta de conocimientos en esta área estriba en que el combate, al igual que el sexo, está cargado de expectativas y mitos. La creencia de que la mayoría de los soldados no matará al enemigo en un combate cuerpo a cuerpo resulta contraria a lo que queremos creer sobre nosotros mismos, y también resulta contraria a lo que miles de años de historia y cultura militar nos han enseñado. Pero las percepciones que nos han transmitido nuestra cultura y nuestros historiadores, ¿son exactas, libres de prejuicios y fiables?
En A History of Militarism, Alfred Vagts acusa a la historia militar, en cuanto institución, de haber jugado un gran papel a la hora de militarizar las mentes. Vagts se queja de que la historia militar se escribe de forma constante con «un propósito polémico para justificar a individuos o ejércitos y con escaso interés por los hechos sociales relevantes». Vagts afirma: «Una gran parte de la historia militar se ha escrito, si no para el propósito explícito de apoyar a la autoridad de un ejército, por lo menos con la intención de no dañarla, no revelar sus secretos y evitar la traición de la debilidad, vacilación, o destemplanza».
Vagts presenta una imagen de unas instituciones militares e históricas que durante miles de años se han reforzado y apoyado mutuamente en un proceso glorificación y enaltecimiento mutuo. Hasta cierto punto, esto se debe probablemente a que aquellos que son buenos matando en la guerra suelen ser los que a lo largo de la historia se han abierto el camino al poder por medios violentos. Los militares y los políticos han sido las mismas personas durante toda la historia humana a excepción del pasado reciente, y sabemos que el victorioso es aquel que escribe los libros de historia.
Como historiador, soldado y psicólogo, creo que Vagts está en lo cierto. Si durante miles de años la inmensa mayoría de los soldados se sentía en secreto y en privado poco entusiasta de matar a sus congéneres en el campo de batalla, los soldados profesionales y sus cronistas hubieran sido los últimos en contarnos las deficiencias de sus cargas particulares. Los medios en nuestra sociedad de la información han contribuido en gran parte a perpetuar el mito de que matar es fácil y se han convertido, en consecuencia, en parte de la conspiración tácita de la sociedad para el engaño que glorifica el acto de matar y la guerra. Hay excepciones —por ejemplo, Gene Hackman en el film Bat 21, en el que de pronto un piloto de las fuerzas aéreas tiene que matar a personas sobre el terreno de cerca y de forma personal, y se siente horrorizado por lo que ha hecho—, pero en su gran mayoría nos ofrecen James Bond, Luke Skywalker, Rambo, e Indiana Jones, quienes despreocupadamente y sin piedad matan personas a centenares. El punto a tener en cuenta es que fluye mucha desinformación y poca educación por parte de los medios respecto a la naturaleza de matar, al igual que ocurre respecto a cualquier otro aspecto de nuestra sociedad.
Incluso tras las revelaciones sobre la segunda guerra mundial de Marshall, el tema de los que no disparan constituye un asunto incómodo para los militares de hoy en día. En un artículo en Army —la revista por excelencia del ejército de Estados Unidos—, el coronel Mater afirma que sus experiencias como comandante de una compañía de infantería en la segunda guerra mundial dan un sólido apoyo a los hallazgos de Marshall, y aporta varias anécdotas de la primera guerra mundial que sugieren que el problema de los que no disparaban fue igual de grave en ese conflicto.
A continuación, Mater se queja amargamente —y con razón— de que «cuando echo la vista atrás a mis muchos años de servicio, no puedo recordar ni una charla oficial o discusión en clase que versara sobre cómo asegurarse de que los hombres dispararían». Su formación incluye «una educación tan formal como el Infantry Leadership y la Battle School en la que estuve en tiempos de guerra en Italia y el Command and General Staff College en Fort Leavenworth, Kansas, en 1966. Tampoco recuerdo ningún artículo sobre el asunto en la revista Army o en cualquier otra publicación militar».5 1 El coronel Mater concluye: «Es como si hubiera habido una conspiración del silencio en torno al asunto: “No sabemos qué hacer al respecto, así que es mejor olvidarlo”».
En efecto, parece que hay una conspiración del silencio en torno a este asunto. En su libro War on the Mind, Peter Watson señala que los hallazgos de Marshall han sido en general ignorados por el mundo académico y los campos de la psicología y la psiquiatría. Sin embargo, fueron tomados muy en serio por el ejército de los Estados Unidos, y se instituyeron varias medidas de adiestramiento a resultas de las recomendaciones de Marshall. Según los estudios de Marshall, estos cambios dieron como resultado una tasa de disparos del 55 por ciento en Corea y, según un estudio de R. W. Glenn, en Vietnam se consiguió una tasa de disparos de entre el 90 y el 95 por ciento. Algunos soldados contemporáneos se basan en la disparidad en la tasa de disparos entre la segunda guerra mundial y Vietnam para afirmar que Marshall debió de haberse equivocado, pues al líder militar medio le cuesta creer que una parte significativa de sus hombres no harán lo que deben en combate. Pero estos incrédulos no son capaces de reconocer el valor de las medidas correctivas y los métodos de adiestramiento que se introdujeron a partir de la