Arthur Conan Doyle

Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes


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noches, señor Sherlock Holmes.

      Había en ese instante en la acera varias personas, pero el saludo parecía proceder de un Joven delgado que vestía ancho gabán y que se alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con fijeza hacia la calle débilmente alumbrada: -Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos ha podido ser?

      III

      Dormí esa noche en Baker Street, y nos hallábamos desayunando nuestro café con tostada cuando el rey de Bohemia entró con gran prisa en la habitación -¿De verdad que se apoderó usted de ella? -exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.

      -Todavía no.

      -Pero ¿confía en hacerlo?

      -Confío.

      -Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.

      -Necesitamos un carruaje.

      -No, tengo esperando mi brougham

      -Eso simplifica las cosas.

      Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez más en marcha hacia el Pabellón Briony.

      -Irene Adler se ha casado -hizo notar Holmes.

      -¡Que se ha casado! ¿Cuándo?

      -Ayer.

      -¿Y con quién?

      -Con un abogado inglés apellidado Norton.

      -Pero no es posible que esté enamorada de él.

      -Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.

      -Y ¿por qué ha de esperarlo usted?

      -Porque ello le ahorraría a su majestad todo temor de futuras molestias. Si esa dama está enamorada de su marido, será que no lo está de su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá motivo de que se entremeta en vuestros proyectos.

      -Eso es cierto. Sin embargo… ¡Pues bien: ojalá que ella hubiese sido una mujer de mi misma posición social! ¡Qué gran reina habría sabido ser!

      El rey volvió a caer en un silencio ceñudo, que nadie rompió hasta que nuestro coche se detuvo en la Serpentine Avenue.

      La puerta del Pabellón Briony estaba abierta y vimos a una mujer anciana en lo alto de la escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando nos apeamos del coche del rey, y nos dijo: -El señor Sherlock Holmes, ¿verdad?

      -Yo soy el señor Holmes -contestó mi compañero alzando la vista hacia ella con mirada de interrogación y de no pequeña sorpresa.

      -Me lo imaginé. Mi señora me dijo que usted vendría probablemente a visitarla. Se marchó esta mañana con su esposo en el tren que sale de Charing Cross a las cinco horas quince minutos con destino al Continente.

      -¡Cómo! -exclamó Sherlock Holmes retrocediendo como si hubiese recibido un golpe, y pálido de pesar y de sorpresa-. ¿Quiere usted decirme con ello que su señora abandonó ya Inglaterra?

      -Para nunca más volver.

      -¿Y esos documentos? -preguntó con voz ronca el rey-. Todo está perdido.

      -Eso vamos a verlo.

      Sherlock Holmes apartó con el brazo a la criada, y se precipitó al interior del cuarto de estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles se hallaban desparramados en todas direcciones; los estantes, desmantelados; los cajones, abiertos, como si aquella dama lo hubiese registrado y saqueado todo antes de su fuga. Holmes se precipitó hacia el cordón de la campanilla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era la de Irene Adler en traje de noche, y la carta llevaba el siguiente sobrescrito: -Para el señor Sherlock Holmes.-La retirará él en persona.- Mi amigo rasgó el sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a medianoche del día anterior, y decía así: -Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me la pegó usted por completo. Hasta después de la alarma del fuego no sospeché nada. Pero entonces, al darme cuenta de que yo había traicionado mi secreto, me puse a pensar. Desde hace meses me habían puesto en guardia contra usted, asegurándome que si el rey empleaba a un agente, ése sería usted, sin duda alguna.

      Me dieron también su dirección. Y sin embargo, logró usted que yo le revelase lo que deseaba conocer. Incluso cuando se despertaron mis recelos, me resultaba duro el pensar mal de un anciano clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como usted sabrá, también yo he tenido que practicar el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta una novedad para mí, y con frecuencia aprovecho la libertad de movimientos que ello proporciona. Envié a John, el cochero, a que lo vigilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé cuando usted se marchaba.

      Pues bien: yo le seguí hasta su misma puerta comprobando así que me había convertido en objeto de interés para el célebre señor Sherlock Holmes. Entonces, y con bastante imprudencia, le di las buenas noches, y marché al Temple en busca de mi marido.

      Nos pareció a los dos que lo mejor que podríamos hacer, al vernos perseguidos por tan formidable adversario, era huir; por eso encontrará usted el nido vacío cuando vaya mañana a visitarme. Por lo que hace a la fotografía, puede tranquilizarse su cliente. Amo y soy amada por un hombre que vale más que él. Puede el rey obrar como bien le plazca, sin que se lo impida la persona a quien él lastimó tan cruelmente. La conservo tan sólo a título de salvaguardia mía, como arma para defenderme de cualquier paso que él pudiera dar en el futuro. Dejo una fotografía, que quizá le agrade conservar en su poder, y soy de usted, querido señor Sherlock Holmes, muy atentamente, Irene Norton, nacida Adler.-

      -¡Qué mujer; oh, qué mujer! -exclamó el rey de Bohemia una vez que leímos los tres la carta-. No le dije lo rápida y resuelta que era? ¿No es cierto que habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no esté a mi mismo nivel?

      -A juzgar por lo que de esa dama he podido conocer, parece que, en efecto, ella y su majestad están a un nivel muy distinto -dijo con frialdad Holmes-. Lamento no haber podido llevar a un término más feliz el negocio de su majestad.

      -Todo lo contrario, mi querido señor -exclamó el rey-. No ha podido tener un término más feliz. Me consta que su palabra es sagrada. La fotografía es ahora tan inofensiva como si hubiese ardido en el fuego.

      -Me felicito de oírle decir eso a su majestad.

      -Tengo contraída una deuda inmensa con usted. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo…

      Se saco del dedo un anillo de esmeralda en forma de serpiente, y se lo presentó en la palma de la mano.

      -Su majestad está en posesión de algo que yo valoro en mucho más -dijo Sherlock Holmes.

      -No tiene usted más que nombrármelo.

      -Esta fotografía.

      El rey se le quedó mirando con asombro, y exclamó: -¡La fotografía de Irene! Suya es, desde luego, si así lo desea.

      -Doy las gracias a su majestad. De modo, pues, que ya no queda nada por tratar de este asunto. Tengo el honor de dar los buenos días a su majestad.

      Holmes se inclinó, se volvió sin darse por enterado de la mano que el rey le alargaba, y echó a andar, acompañado por mí, hacia sus habitaciones.

      Y así fue como se cernió, amenazador, sobre el reino de Bohemia un gran escándalo, y cómo el ingenio de una mujer desbarató los planes mejor trazados de Sherlock Holmes. En otro tiempo, acostumbraba este bromear a propósito de la inteligencia de las mujeres; pero ya no le he vuelto a oír expresarse de ese modo en los últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene Adler, o cuando hace referencia a su fotografía, le da el honroso título de la mujer.

      La liga de los pelirrojos

      I

      Había ido