Plato

Obras Completas de Platón


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dolor doble, en cuanto al cuerpo, por el estado de sufrimiento en que se halla, y en cuanto al alma, por la esperanza y el deseo.

      SÓCRATES. —¿Cómo entiendes este doble dolor, Protarco? ¿No sucede algunas veces, que, notándose el vacío, se tiene una esperanza cierta de que se llenará, y otras que desespera absolutamente de conseguirlo?

      PROTARCO. —Convengo en ello.

      SÓCRATES. —¿No encuentras que el que espera llenar el vacío, tiene un placer mediante la memoria, y que, al mismo tiempo, como el vacío existe, sufre un dolor?

      PROTARCO. —Necesariamente.

      SÓCRATES. —En este caso, el hombre y los demás animales experimentan a la vez dolor y alegría.

      PROTARCO. —Así parece.

      SÓCRATES. —Pero cuando, existiendo el vacío, se pierde la esperanza de que se llene, ¿no es entonces cuando se experimenta este doble sentimiento de dolor, que tú has creído, a primera vista, que tenía lugar en uno y en otro caso?

      PROTARCO. —Es muy cierto, Sócrates.

      SÓCRATES. —Apliquemos lo dicho a esta clase de afecciones.

      PROTARCO. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —¿Diremos de estos dolores y de estos placeres que todos son verdaderos o falsos, o que los unos son verdaderos y los otros falsos?

      PROTARCO. —¿Cómo puede suceder, Sócrates, que haya placeres falsos y falsos dolores?

      SÓCRATES. —¿En qué consiste, Protarco, que haya temores verdaderos y temores falsos, esperanzas verdaderas y esperanzas falsas, opiniones verdaderas y opiniones falsas?

      PROTARCO. —Lo confieso respecto a opiniones, pero en todo lo demás lo niego.

      SÓCRATES. —¿Cómo dices eso? Si no me engaño, vamos a provocar una cuestión que no es de escasa gravedad.

      PROTARCO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Pero es preciso ver, hijo de un hombre a quien yo honro, si esta cuestión tiene algún enlace con lo que se ha dicho.

      PROTARCO. —En buena hora.

      SÓCRATES. —Porque debemos renunciar absolutamente a todos los rodeos y discusiones, que nos separen de nuestro objeto.

      PROTARCO. —Muy bien.

      SÓCRATES. —Habla pues; porque estoy sorprendido en razón de las dificultades que se acaban de proponer.

      PROTARCO. —¿Qué quieres decir?

      SÓCRATES. —Y bien, ¿no hay unos placeres verdaderos y otros falsos?

      PROTARCO. —¿Cómo puede ser eso?

      SÓCRATES. —¿De manera que, según tu opinión, ninguno en el sueño ni en la vigilia ni en la locura ni en ninguna otra enajenación de espíritu, puede imaginarse que tiene placer, aunque no tenga ninguno, ni que siente dolor, aunque realmente no lo sienta?

      PROTARCO. —Es cierto, Sócrates; todos creemos lo que tú dices.

      SÓCRATES. —¿Pero es con razón?, ¿no hay necesidad de examinar, si hay o no motivo para hablar así?

      PROTARCO. —Opino que debe examinarse.

      SÓCRATES. —Expliquemos de una manera más clara lo que acabamos de decir con motivo del placer y de la opinión. Formarse una opinión, ¿no es cosa que pasa en nosotros? PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y disfrutar un placer?

      PROTARCO. —Igualmente.

      SÓCRATES. —El objeto de la opinión ¿no es también alguna cosa?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿Así como el objeto del placer que se siente?

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿No es cierto, que el que forma una opinión, sea fundada o infundada, no por eso deja de formarla?

      PROTARCO. —¿Cómo no?

      SÓCRATES. —En igual forma, ¿no es evidente que el que goza de una alegría, haya o no motivo para regocijarse, no por eso deja de regocijarse realmente?

      PROTARCO. —Sin duda, y así sucede.

      SÓCRATES. —¿Cómo es posible que estemos sujetos a tener opiniones, tan pronto verdaderas como falsas, y que nuestros placeres sean siempre verdaderos, mientras que el acto de formarse una opinión y la de regocijarse existen real e igualmente en uno y en otro caso?

      PROTARCO. —Eso es lo que es preciso averiguar.

      SÓCRATES. —Es decir, que la mentira y la verdad acompañan a la opinión, de suerte que no es simplemente una opinión sino tal o cual opinión, sea verdadera o falsa. ¿Es esto lo que tú quieres averiguar?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —Además, ¿no es preciso examinar igualmente, si mientras que otras cosas están dotadas de ciertas cualidades, el placer y el dolor son únicamente lo que son, sin tener ninguna cualidad que los distinga?

      PROTARCO. —Evidentemente; es preciso examinarlo.

      SÓCRATES. —Pero no me parece difícil percibir que el placer y el dolor se ven igualmente afectados de ciertas cualidades. Porque ya hace rato que dijimos, que son, el uno y el otro, grandes y pequeños, fuertes y débiles.

      PROTARCO. —Convengo en ello.

      SÓCRATES. —Si lo malo, Protarco, se une a alguna de estas cosas, ¿no diremos entonces que la opinión se hace mala, y lo mismo del placer?

      PROTARCO. —¿Por qué no, Sócrates?

      SÓCRATES. —Pero entonces, ¿si la rectitud o lo contrario de ella llegan a unirse, no diremos que la opinión es recta en el primer caso, y que lo mismo sucede con el placer?

      PROTARCO. —Necesariamente.

      SÓCRATES. —Y si la opinión se separa de lo verdadero, ¿no será preciso convenir en que la opinión, que camina a lo falso, no es recta?

      PROTARCO. —¿Cómo podría serlo?

      SÓCRATES. —¿Y qué sucederá si descubrimos, en igual forma, algún sentimiento de dolor o de placer que sea engañoso con relación a su objeto? ¿Daremos entonces a este sentimiento el nombre de recto, de bueno o cualquiera otra cualidad semejante?

      PROTARCO. —Eso no puede ser, si es cierto que el placer puede engañarse.

      SÓCRATES. —Me parece, sin embargo, que muchas veces el placer nace en nosotros como resultado, no de una opinión verdadera, sino de una falsa.

      PROTARCO. —Lo confieso, y en este caso, Sócrates, hemos dicho que la opinión es falsa; pero nadie dirá nunca que el sentimiento del placer lo sea igualmente.

      SÓCRATES. —Defiendes con calor, Protarco, el partido del placer.

      PROTARCO. —Nada de eso; no hago más que repetir lo que oigo decir.

      SÓCRATES. —¿No encontraremos ninguna diferencia, mi querido amigo, entre el placer unido a una opinión recta y a la ciencia, y el que nace muchas veces en nosotros de la mentira y de la ignorancia?

      PROTARCO. —Al parecer la hay muy grande.

      SÓCRATES. —Entremos un poco en el examen de esta diferencia.

      PROTARCO. —Guíame como quieras.

      SÓCRATES. —He aquí por dónde te conduciré.

      PROTARCO. —¿Por dónde?

      SÓCRATES. —Nuestras opiniones, decimos nosotros, unas son verdaderas, otras falsas.

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —El placer y el dolor,