en nosotros en la memoria y en la sensación?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —¿No debe pensarse que en este punto pasan las cosas de la manera siguiente?
PROTARCO. —¿De qué manera?
SÓCRATES. —¿Convienes conmigo en que muchas veces sucede que un hombre, por haber visto de lejos un objeto con poca claridad, quiere juzgar de aquello que él ve?
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que tal hombre en semejante caso se interrogará a sí mismo de la siguiente forma?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —«¿Qué es lo que yo percibo allá abajo cerca de la roca, que parece estar en pie bajo de un árbol?». ¿No te parece que es este el lenguaje que debe dirigirse a sí mismo al ver ciertos objetos?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿En seguida este hombre, respondiendo a su pensamiento, no se dirá: «¡Aquél es un hombre!», juzgando al azar?
PROTARCO. —Sí, ciertamente.
SÓCRATES. —Después este hombre, aproximándose al objeto, se dice a sí mismo «Es una estatua», obra de algún pastor.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Si en aquel momento estuviese alguno con él, y, tomando la palabra, le dijese lo mismo que él se decía a sí mismo interiormente, lo que antes llamábamos opinión se convertiría en razonamiento.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Si está solo, ocupado con este pensamiento, lo conserva algunas veces en su cabeza por mucho tiempo.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿no te parece lo mismo que a mí?
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —En este caso nuestra alma se parece a un libro.
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —La memoria y los sentidos, concurriendo al mismo objeto con las afecciones que de ellos dependen, escriben, por decirlo así, en nuestras almas ciertos razonamientos, y cuando aparece escrita allí la verdad, nace en nosotros una opinión verdadera como resultado de los razonamientos verdaderos, así como una opinión contraria a la verdad, cuando las cosas que este secretario interior escribe son falsas.
PROTARCO. —El mismo juicio formo yo, y admito lo que acabas de decir.
SÓCRATES. —Admite además a otro obrero que trabaja al mismo tiempo en nuestra alma.
PROTARCO. —¿Quién es?
SÓCRATES. —Un pintor, que, después del escritor, pinta en el alma la imagen de las cosas enunciadas.
PROTARCO. —¿Cómo y cuándo sucede esto?
SÓCRATES. —Cuando, sin el socorro de la vista o de ningún otro sentido, ve uno, en cierto modo en sí mismo, las imágenes de estos objetos, sobre los que se opinaba y se discurría. ¿No es esto lo que pasa en nosotros?
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —Las imágenes de las opiniones y de los discursos verdaderos ¿no son verdaderos?; y las de las opiniones y discursos falsos ¿no son igualmente falsos?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Si todo esto está bien dicho, examinemos otra cosa.
PROTARCO. —¿Qué cosa?
SÓCRATES. —Veamos si es una necesidad para nosotros sentirnos afectados por el presente y por el pasado, pero no por el porvenir.
PROTARCO. —Es igual para todos los tiempos.
SÓCRATES. —¿No hemos dicho antes que los placeres y las penas de alma preceden a los placeres y a las penas del cuerpo, de suerte que sucede que nos regocijamos y nos entristecemos antes con relación al porvenir?
PROTARCO. —Es muy cierto.
SÓCRATES. —Esas letras y esas imágenes, que antes hemos supuesto que se escribían y pintaban dentro de nosotros mismos, ¿solo tienen lugar respecto al pasado y al presente, y de ninguna manera respecto al porvenir?
PROTARCO. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿Quieres decir que todo esto no es más que la esperanza con relación al porvenir, esperanza que nos alimenta toda la vida?
PROTARCO. —Sí, eso mismo.
SÓCRATES. —Ahora, además de lo que acaba de decirse, respóndeme a lo siguiente.
PROTARCO. —¿Qué?
SÓCRATES. —El hombre justo, piadoso y bueno en todos conceptos, ¿no es querido por los dioses?
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —¿No sucede todo lo contrario con el hombre injusto y malo?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Todo hombre, como dijimos antes, está lleno de esperanzas.
PROTARCO. —¿Por qué no?
SÓCRATES. —Y lo que llamamos esperanzas son los razonamientos que cada uno se hace a sí mismo.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Y también las imágenes que se pintan en el alma; de manera que muchas veces se imagina tener gran cantidad de oro y con el oro placeres en abundancia. Más aún; se ve dentro de sí mismo, como si estuviera en el colmo de los goces.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —Aseguraremos, por lo tanto, que entre estas imágenes, las que se presentan a los hombres de bien son verdaderas en su mayor parte, porque son amadas por los dioses; y que comúnmente sucede lo contrario respecto a las que se presentan a los malos. ¿No sucede así?
PROTARCO. —No puede ser dudosa la respuesta.
SÓCRATES. —¿No es cierto que las imágenes de los placeres aparecen también en el alma de los hombres malos, pero que estos placeres son falsos?
PROTARCO. —Ciertamente.
SÓCRATES. —Los malos, de ordinario, solo gustan de placeres falsos, y los hombres virtuosos de placeres verdaderos.
PROTARCO. —Es una conclusión necesaria.
SÓCRATES. —Por lo tanto, según lo que acabamos de decir, hay en el alma de los hombres placeres falsos, que imitan ridículamente a los placeres verdaderos; y otro tanto digo de las penas.
PROTARCO. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —¿No puede suceder que al mismo tiempo que se tenga realmente una opinión, sea objeto de esta opinión una cosa que no exista, que no ha existido, y algunas veces que no existirá jamás?
PROTARCO. —Conforme.
SÓCRATES. —Esto es, a mi parecer, lo que hace que una opinión sea falsa, y que se formen falsas opiniones.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien, ¿no debe reconocerse en los dolores y los placeres una manera de ser que corresponda a la de las opiniones?
PROTARCO. —¿Cómo?
SÓCRATES. —Diciendo que cualquiera que sea el objeto, aun siendo vano y fantasioso, puede suceder que realmente cause regocijo, por más que sea una cosa que ni esté presente, ni haya existido jamás, y muchas veces, quizá las más, aunque no haya de existir nunca.
PROTARCO. —Es una necesidad, Sócrates, que así suceda.
SÓCRATES. —¿No diremos asimismo, con respecto al temor, a la cólera y a otras pasiones semejantes,